Segregación racial
¿Programados para el racismo?
¿Por qué somos xenófobos, racistas y sexistas? La neurociencia revela que nuestro cerebro activa mecanismos de alerta ante lo diferente, restos evolutivos de cuando lo desconocido equivalía a peligro. Pero en nuestro mundo globalizado, ese instinto se convierte en trampa.
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La segregación es una lacra que se arrastra por los pliegues de la historia, una fuerza oscura que se niega a desaparecer, aunque a veces pretendamos ignorarla. Es una herida que sangra en silencio, alimentada por nuestros miedos más profundos, por nuestra resistencia al cambio, por esa necesidad ancestral de dividir el mundo entre «nosotros» y «ellos». Y aunque hemos avanzado, aunque hemos levantado banderas de igualdad y justicia, la segregación sigue ahí, agazapada, mutando, adaptándose a los nuevos tiempos con una persistencia que asusta. Pero ¿por qué? ¿Qué sentido tiene separarnos, dividirnos, construir muros invisibles que nos alejan los unos de los otros? ¿Acaso no somos, en el fondo, la misma humanidad, fragmentos de un mismo todo?
En Estados Unidos, las leyes de Jim Crow ya no existen, pero el racismo sistémico sigue vivo, respirando en las calles, en las escuelas, en los tribunales. Los afroamericanos siguen siendo víctimas de una violencia que no cesa, de un sistema que los criminaliza por el color de su piel. Las detenciones arbitrarias, las condenas desproporcionadas, la falta de oportunidades, todo forma parte de un entramado perverso que perpetúa la desigualdad. Y mientras, en los barrios marginales, las escuelas languidecen por falta de recursos, y los niños crecen creyendo que el mundo les ha dado la espalda antes incluso de que tengan la oportunidad de soñar.
Pero la segregación no solo se refiere al color de la piel. También tiene género. Las mujeres, en todo el mundo, siguen luchando contra un sistema que las relega, que las invisibiliza, que les niega las mismas oportunidades que a los hombres. En algunos países, las niñas son obligadas a casarse antes de terminar la escuela, sus sueños truncados por tradiciones que las condenan a una vida de dependencia. En otros, las mujeres trabajan el doble para ganar la mitad, mientras cargan con el peso de los estereotipos que las encasillan en roles de cuidadoras, de madres, de esposas sumisas. Y en lugares como Afganistán, bajo el yugo talibán, las mujeres han sido despojadas de sus derechos más básicos: a estudiar, a trabajar, a decidir sobre sus propias vidas. Es una segregación que no solo las limita, sino que las anula, que las convierte en fantasmas en su propia tierra. ¿Qué sentido tiene negar a la mitad de la humanidad su derecho a existir plenamente? ¿Qué perdemos al silenciar sus voces, al ignorar su potencial?
En algunos países, las niñas son obligadas a casarse antes de terminar la escuela
Los migrantes, esos náufragos de la globalización, enfrentan otra forma de segregación. En Europa, los partidos de extrema derecha han convertido a los migrantes en chivos expiatorios, en la encarnación de todos los males. Se les acusa de robar empleos, de colapsar los servicios públicos, de amenazar la identidad nacional. Pero detrás de esos discursos hay algo más profundo, más oscuro: el miedo al otro, a lo desconocido, a lo diferente. Y ese miedo justifica la construcción de fortalezas, la externalización de fronteras, la deshumanización de quienes huyen de la guerra, del hambre, de la persecución. Se les llama «ilegales», «invasores», como si fueran una amenaza y no personas que buscan un lugar donde vivir en paz. En esos discursos se oculta que solo el 3,5% de la población mundial es migrante, y que aportan el 9,4%% del PIB global. Pero las cifras no importan cuando el miedo se viste de política: Hungría levantó una valla de 175 km para detenerlos, y en el Mediterráneo, más de 28.000 personas han desaparecido desde 2014, sus nombres borrados como lágrimas en el mar.
Hungría levantó una valla de 175 km para detener a los migrantes, y en el Mediterráneo, más de 28.000 personas han desaparecido desde 2014
¿Por qué persistimos en este juego de exclusiones? La psicología ofrece pistas: segregar da una ilusoria sensación de control. Clasificar a las personas en categorías tranquiliza, ofrece la ficción de un orden comprensible. La neurociencia revela que nuestro cerebro activa mecanismos de alerta ante lo diferente, restos evolutivos de cuando lo desconocido equivalía a peligro. Pero en nuestro mundo globalizado, ese instinto se convierte en trampa: confundimos supervivencia con superioridad. La filosofía añade otra capa: segregar es ejercicio de poder. Al marcar límites, alguien siempre se erige en juez de lo aceptable, en guardián de una pureza imaginaria.
La historia demuestra que toda segregación lleva en su seno la semilla de su propia destrucción. Los guetos se convierten en crisoles de creatividad, las lenguas prohibidas resucitan en canciones, las tradiciones pisoteadas florecen en arte revolucionario. Hay una paradoja hermosa en esto: cuanto más se intenta marginar, más fuerte resurge la identidad. Las comunidades segregadas desarrollan una resistencia que desafía cualquier muro: inventan nuevos lenguajes, crean redes de solidaridad, convierten la exclusión en motor de reinvención. Es como si la dignidad humana tuviera una cualidad elástica: cuanto más se la estira, más fuerte es el impulso de volver a su forma original.
Las comunidades segregadas desarrollan una resistencia que desafía cualquier muro
La segregación es una sombra, sí, pero las sombras no pueden existir sin luz. Y esa luz somos nosotros, nuestra capacidad para mirar más allá de nuestras diferencias, para reconocer que, en el fondo, todos somos iguales. Todos merecemos respeto, dignidad, la oportunidad de vivir una vida plena. Y mientras sigamos luchando por eso, mientras sigamos creyendo en la posibilidad de un mundo mejor, la sombra de la segregación irá retrocediendo, poco a poco, hasta desaparecer.
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