Penélope en el contexto global
Hoy el odio se extiende. La discrepancia es anatema. Y la convivencia y la verdad se ha convertido para muchos en materias opcionales.
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COLABORA2025
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En un mundo en el que la urgencia y la apariencia suplantan a la trascendencia y la sustancia, el pensamiento también se ha convertido en materia maleable. Buena parte de la política y la comunicación han sucumbido al resultadismo: todos son goles a favor o en contra. Ese marcador virtual refleja el empobrecimiento de los procesos llamados a transformar la realidad y a impactar positivamente en la sociedad. Se manejan con ligereza conceptos como liderazgo, ideas, intelectualidad, ética e información: cinco vectores que influyen directamente en la dirección y la solidez de la agenda global. Posiblemente esa sea la causa última de la zozobra a la que se ven sometidos los ciudadanos del planeta. La crisis de las democracias liberales –ocasionadas singularmente por los liderazgos de escasa calidad, la corrupción, el clientelismo, la degradación institucional, la deslegitimación del adversario y la tolerancia o el apoyo a ciertas violencias– está siendo sustituida en todo el continente por un mix de gobiernos ultras, presidentes autoritarios electos y ejecutivos populistas. Las dictaduras y los autoritarismos no son hoy hijas de las asonadas militares sino de las urnas. El siglo ha ido sofisticando la forma de acceso al poder para quienes lo detentan con el objetivo de su transformación en regímenes que sirvan a sus propósitos. Una tendencia derivada de estos procesos es el creciente número de ciudadanos –con preocupante porcentaje de jóvenes– dispuestos a ceder parte de sus libertades en aras de la seguridad. El mensaje es demoledor y, agazapada, se atisba la convicción del fracaso de la democracia.
El panorama es desalentador. Solo Steve Pinker, el científico de Harvard, planta cara al pesimismo y defiende que la de hoy es la mejor era de la historia de la humanidad. Los datos que maneja Pinker son incontestables y acreditan que el mundo progresa en cualquier ítem que analice. Posiblemente, como afirma, a la intelectualidad le cuesta asimilar que el progreso y el pensamiento favorece la idea de la involución. Pero hay dos elementos que aísla Pinker en sus reflexiones: nos nutrimos de las percepciones y no de los hechos; y el derecho a las expectativas basadas en el aprendizaje y las experiencias nefastas de siglos pasados esperamos y confiamos en que sirvan de algo. ¿Realmente están sirviendo? Cualquier ensayo que lean sobre lo acontecido en Europa en el primer tercio del siglo pasado –como el brillante Síndrome 1933 de Siegmund Ginzberg– debería preocuparles. Los índices de desarrollo o la existencia de unas instituciones globales que, aunque están en plena fase de demolición, aun resisten no se parecen en nada a los de los años treinta, pero el comportamiento humano, siempre tan determinante, se asemeja más de lo que nos gustaría al de los protagonistas de aquellos trágicos episodios.
Tantos años de avances científicos devienen, para muchos, en papel mojado
Si la democracia se convierte en retórica –garantiza y promete derechos que no logra– el ciudadano se siente expulsado de ese espacio y se refugia en discursos dirigidos al cerebro reptiliano. Esa dialéctica prende en la parte más primaria del ser humano y modifica su pensamiento y su acción. Hoy el odio se extiende. La discrepancia es anatema. Y la convivencia y la verdad se ha convertido para muchos en materias opcionales. A quienes aún les importa la verdad disputan este partido con una mano amarrada a la espalda. La simple y desnuda verdad, la información rigurosa y contrastada y el sentido de la proporcionalidad en los juicios y las opiniones no tienen la menor oportunidad contra los algoritmos entrenados para actuar como correa de transmisión de las ideas más radicales, manipuladas y alocadas ni frente a una institucionalidad alejada del interés general, práctica a la que no son ajenos gobiernos perfectamente democráticos. Nuestra sociedad, aun en progreso, no había considerado posible hace solo unos años que se extendieran por todo el orbe corrientes de opinión y acción contra las vacunas, a favor de cualquier conspiranoia o en defensa del terraplanismo. Tantos años de avances científicos devienen, para muchos, en papel mojado.
Salir de este bucle requiere generar nuevas confianzas entre la política, la comunicación, la institucionalidad y los ciudadanos. El liderazgo futuro debe medirse por su impacto positivo, su capacidad conciliadora y transformadora, el respeto a los derechos humanos y la integridad. Si las nuevas generaciones de líderes globales no incorporan estos fundamentos en su quehacer estaremos condenando a nuestro mundo a ser un polvorín incontrolable.
Hoy, consumido el primer cuarto de siglo, el ruido nos hace parecer más cerca del caos que de la esperanza. Se deconstruye lo que funcionaba. Penélope desteje los hilos que nos cosían a las viejas certezas. Los datos indican lo contrario, pero de nada sirven si los gobernados no perciben en su día a día que la institucionalidad global trabaja para ellos, resuelve sus problemas e impulsa, desde la ética, la responsabilidad y la lucha contra las desigualdades, una gobernanza inclusiva, eficaz y respetable.
Antonio Hernández-Rodicio es socio de Comunicación Estratégica, Consultoría Política y Asuntos Públicos en Thinking Heads.
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