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Del poder a la corrupción

Abraham Lincoln dijo que «casi todos los hombres pueden superar la adversidad, pero si quieres poner a prueba su carácter, dale poder».

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16
octubre
2025

Entre los ejemplos más socorridos para ilustrar los peligros del poder, hay uno que aparece con cierta regularidad: el experimento de la prisión de Stanford.

En 1971, el psicólogo Philip Zimbardo convirtió el sótano de la universidad en una cárcel improvisada. Allí, un grupo de estudiantes voluntarios se repartió los papeles de guardias y prisioneros. El guion se escribió solo: los guardias empezaron a imponer su autoridad con severidad, los prisioneros se fueron sometiendo y, al cabo de pocos días, el clima se había vuelto tan tenso que el experimento tuvo que cancelarse de manera prematura. Desde entonces, el caso se ha convertido en un ejemplo clásico de hasta qué punto el poder situacional puede transformar la conducta humana.

Sin embargo, los detalles menos espectaculares del estudio muestras unos resultados más complejos. No a todos los guardias les corrompió el poder. Algunos cumplieron su papel de forma mecánica, sin excesos; otros, incluso, mostraron gestos de amabilidad hacia los prisioneros. A pesar de las conclusiones tan pomposas que se suelen divulgar, el experimento no demuestra que el poder corrompa de forma automática ni sistemática, sino que revela la enorme variabilidad de respuestas que despierta. Para algunos, el uniforme fue una licencia para abusar; para otros, apenas un disfraz incómodo. Esa diferencia en las reacciones abre una pregunta que sigue vigente: ¿tiene sentido pensar que el poder corrompe al individuo?

Esta idea aparece documentada en estudios psicológicos, biológicos e incluso económicos. Por ejemplo, un estudio sugiere que el sentimiento de poder está asociado con un aumento de testosterona y reducción de cortisol en el cuerpo, y que eso, según otro estudio, podría explicar por qué aquellos líderes con más poder y más testosterona son los más propensos a beneficiarse de los que están en partes jerárquicas inferiores.

Un estudio sugiere que el sentimiento de poder está asociado con un aumento de testosterona y reducción de cortisol

A nivel cerebral, algunos estudios de resonancia magnética funcional proponen que la percepción de poder podría modificar redes neuronales vinculadas al autocontrol y a la toma de perspectiva. A su vez, se ha propuesto que un estatus social alto puede estar relacionado con respuestas neuronales atenuadas frente al dolor ajeno y con una menor compasión. Por tanto, sí podría ser que algunos cambios neurofisiológicos pudieran promover cierta desinhibición, apatía, y comportamiento de riesgo, lo que puede facilitar comportamientos como la corrupción.

Dicho lo cual, no todas las investigaciones apuntan hacia la misma dirección. Un estudio publicado en el Journal of Applied Psychology sugiere que el poder no corrompe por sí mismo, sino que intensifica las tendencias éticas o antiéticas que ya existen en la persona. En otras palabras, más que transformar, el poder actúa como un amplificador del carácter. Esta visión refuerza una cita atribuida a Abraham Lincoln, que dice: «Casi todos los hombres pueden superar la adversidad, pero si quieres poner a prueba su carácter, dale poder».

Si tomamos una perspectiva más institucionalista, no es necesario suponer que el poder transforma moralmente a quienes lo ejercen. En el caso de los políticos, profesionales a los que desafortunadamente más se les asocia con la corrupción, podemos entender que ellos son meros agentes sociales que, como cualquier otro, persiguen sus propios intereses y responden a incentivos.

En este sentido, James Buchanan y Gordon Tullock, autores de El cálculo del consenso, afirman que la voluntad democrática general suele ser demasiado difusa para disciplinar a los legisladores frente a grupos de interés más organizados y con mayores recursos. En consecuencia, los representantes tienden a elegir aquellas políticas que les reporten más beneficios individuales, incluso si ello implica decisiones menos eficientes desde el punto de vista del bienestar colectivo. Siguiendo esta idea, el problema no está tanto en que el poder corrompa intrínsecamente a las personas, sino en que la estructura de la autoridad política genera incentivos que favorecen decisiones subóptimas para la mayoría.

Nietzsche distingue entre una «moral noble», que afirma la vida desde la fuerza, y una «moral de esclavos», nacida del resentimiento de los débiles

Desde la perspectiva de Nietzsche, y como escarmiento a los practicantes de la corrupción, el adagio «el poder corrompe» debería invertirse, o sea, lo que corrompe es la falta de poder. Según esta visión, quienes poseen auténtico poder no necesitan demostrarlo mediante crueldad; por el contrario, suelen actuar con moderación, disciplina y, en ocasiones, hasta con misericordia. En cambio, la debilidad genera resentimiento, odio y un deseo de herir como forma de compensar la impotencia. Nietzsche distingue entre una «moral noble», que afirma la vida desde la fuerza, y una «moral de esclavos», nacida del resentimiento de los débiles, que idealiza la compasión y el sacrificio como virtudes. Para él, la verdadera compasión o incluso el «amor al enemigo» solo están al alcance de los fuertes, porque solo ellos pueden elegir entre la crueldad o la misericordia. En esta lectura, la corrupción surge no del exceso de poder, sino de la fragilidad interior que lleva a proyectar sufrimiento y rencor sobre el mundo.

Como apunte final, y como autocrítica al que defiende o ha defendido la corrupción en las altas esferas de poder, es que la propensión de un individuo a abusar del poder puede anticiparse observando su conducta pasada. Si aceptamos esto, no siempre podemos presentarnos como víctimas. En una sociedad democrática somos corresponsables de a quién otorgamos autoridad. Como sugiere la noción legal de due diligence, deberíamos «hacer los deberes» y evaluar los antecedentes éticos de quienes aspiran a liderar, pues el pasado puede ayudar a predecir el futuro. En este sentido, los abusos no surgen solo del poder mismo, sino también de la complicidad social que permite que personas con patrones previos de comportamiento cuestionable accedan a posiciones de influencia.

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