Teju Cole
Papel negro
«En Caravaggio no hay solo subjetividad: está también el modo en que su particular forma de subjetividad tiende a subrayar los aspectos amargos y desagradables de la vida», Teju Cole en su obra ‘Papel negro’ (Acantilado, 2025).
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Michelangelo Merisi da Caravaggio, nacido a finales de 1571 en Milán, es el artista incontrolable por excelencia, el genio que no se rige por las reglas normales. Caravaggio, el nombre del pueblo del norte de Italia de donde procedía su familia, parece la combinación de dos palabras: chiaroscuro y braggadocio: una luz cruda mezclada con una profunda oscuridad, por un lado, y una arrogancia desmedida por el otro. Criado en la ciudad de Milán y en el pueblo de Caravaggio, en una familia que, según dicen, pertenecía a lo más alto de la pequeña nobleza, Caravaggio tenía seis años cuando perdió a su padre y a su abuelo, el mismo día, por la peste. Alrededor de los trece años empezó a trabajar como aprendiz con Simone Peterzano, un pintor de la zona, de quien debió de aprender lo más básico: a preparar las telas, a mezclar las pinturas, la perspectiva, las proporciones. Al parecer, desarrolló cierta facilidad para las naturalezas muertas, y es probable que fuese mientras estudiaba con Peterzano cuando se impregnó del ambiente reflexivo de Leonardo da Vinci y los grandes pintores del norte de Italia del siglo xvi, como Giorgione y Tiziano.
Es muy probable que Caravaggio fuera por primera vez a Roma en 1592. La razón pudo ser su implicación en un incidente en Milán en el que resultó herido un guardia (los detalles, como tantas otras cosas de su vida, son nebulosos). No sería, ni mucho menos, la última vez que tendría que abandonar la ciudad. En Roma, no tardó en conseguir fama y notoriedad, y, a mediados de la década de 1590, sus pinturas se habían asentado en los temas y estilos que a menudo nos parecen típicos de Caravaggio: laudistas, jugadores de cartas y una panoplia de jóvenes andróginos y pensativos. Había eminentes coleccionistas que se disputaban su obra, entre ellos, el cardenal Scipione Borghese y el cardenal Francesco Maria del Monte. El éxito se le subió a la cabeza, o tal vez activó algo que siempre había estado allí. Su forma de hablar se volvió más grosera; empezó a beber más; a menudo se veía implicado en peleas y lo detuvieron en múltiples ocasiones.
Caravaggio es un artista que nos acompaña a los sitios dolorosos de la realidad
En 1604, Caravaggio tenía treinta y dos años, y a sus espaldas una serie de obras maestras imborrables, que había pintado para sus mecenas y para varias iglesias de Roma: La cena en Emaús; La vocación de san Mateo, en la capilla Contarelli; La conversión de san Pablo, en la capilla Cerasi; El sacrificio de Isaac; La incredulidad de santo Tomás. Para ese año, había completado también El entierro de Cristo, una obra de un profundo pesar y un logro sorprendente, incluso para el ya alto nivel de Caravaggio. Pero su conducta personal siguió siendo temeraria. «A veces buscaba la oportunidad de romperse el cuello o de poner en peligro la vida de otros», escribe Giovanni Baglione, contemporáneo del artista y uno de sus primeros biógrafos. Giovanni Pietro Bellori, un escritor posterior del siglo XVII, nos dice: «Salía a las calles de la ciudad con la espada al cinto, como un espadachín profesional, y daba la impresión de dedicarse a cualquier cosa menos a la pintura». Un día que fue a comer a una taberna, pidió ocho alcachofas y, cuando llegaron, preguntó cuáles las habían cocinado con mantequilla y cuáles con aceite. El camarero le sugirió que las oliera para averiguarlo él mismo. Caravaggio, siempre suspicaz ante un posible insulto, se puso en pie de un salto y le tiró el plato de barro al camarero a la cara. Luego, echó mano a la espada y el camarero huyó.
De niño, en Lagos, pasé horas observando su obra en los libros. El efecto que me causan sus pinturas, el modo en que me conmueven al tiempo que me inquietan, no puede deberse sólo a una larga familiaridad. Otros de mis favoritos de esa época, como Jacques-Louis David, rara vez me emocionan ahora, mientras que el poder hipnótico de Caravaggio parece haber aumentado. Y no puede ser sólo por su perfección técnica. Los cuadros a menudo tienen fallos, problemas de composición y escorzo. Yo supongo que tiene algo que ver con que, en sus pinturas, pone más de sí mismo, de sus propios sentimientos, que nadie antes de él.
Puede que el tema de un cuadro de Caravaggio esté tomado de la Biblia o de algún mito, pero es imposible olvidar, ni siquiera por un momento, que se trata de una obra hecha por una persona concreta, una persona con una serie de emociones y simpatías particulares. El creador está presente en los cuadros de Caravaggio. Nos parece oír cómo nos interpela. Puede que a sus contemporáneos les interesara la lección bíblica de las dudas de Tomás, pero a nosotros nos atrae su incertidumbre, que interpretamos, en cierto modo, como la del propio autor.
Pero en Caravaggio no hay soolo subjetividad: está también el modo en que su particular forma de subjetividad tiende a subrayar los aspectos amargos y desagradables de la vida. El grueso de su obra está empapado de amenaza, seducción y ambigüedad. ¿Por qué pintó tantos martirios y decapitaciones? El horror es una parte de la vida que esperamos no presenciar demasiado a menudo, pero existe, y a veces no tenemos más remedio que verlo. Como Sófocles, Samuel Beckett o Toni Morrison—y, al mismo tiempo, de un modo distinto—, Caravaggio es un artista que nos acompaña a los sitios dolorosos de la realidad. Y cuando estamos allí con él, tenemos la sensación de que no es un simple guía. Comprendemos que, en realidad, se siente como en casa en medio de ese dolor, de que habita en él. Ahí es donde reside la inquietud.
Este texto es un extracto de ‘Papel negro’ (Acantilado, 2025), de Teju Cole.
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