La melancolía, una experiencia existencial
Comprender la melancolía implica reconocer su doble dimensión: íntima y social. Por un lado, puede bloquear el deseo; por otro, puede abrir caminos de creatividad y cambio. Si forma parte de la condición humana, lo esencial es comprenderla y otorgarle un lugar legítimo.
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La melancolía es una experiencia emocional y existencial que acompaña a la humanidad desde tiempos remotos. Constituye un fenómeno complejo que entrelaza dimensiones psicológicas, culturales, corporales y simbólicas. Las definiciones clásicas la describen como una tristeza profunda y persistente; la teoría humoral la vinculó con la bilis negra, mientras que Freud la entendió como un duelo no resuelto en el que el sujeto queda identificado de manera inconsciente con el objeto perdido. Esta identificación detiene la vida psíquica y paraliza el deseo, dejando al individuo suspendido en un tiempo inmóvil. La melancolía no es solo un malestar emocional, sino una disminución de la fuerza vital que orienta el psiquismo hacia el futuro, como señala el psiquiatra Jesús Morchón.
En la sociedad contemporánea, la capacidad de desear en profundidad se ve debilitada. La aceleración, la hiperconectividad y la exigencia constante de productividad instauran un ritmo que impide la pausa y la reflexión. Esta aceleración combina presiones tecnológicas, económicas y afectivas que comprimen la experiencia subjetiva del tiempo y dificultan la escucha de los procesos internos. Sin embargo, el deseo necesita tiempo, espera y elaboración. El deseo nace de aquello que falta y se orienta siempre hacia lo que aún no existe. Por eso necesita tiempo, imaginación y la capacidad de sostener una espera. No puede florecer en la lógica de la inmediatez. La lógica de la gratificación inmediata, sostenida por estímulos continuos, erosiona la posibilidad de sostener proyectos significativos y favorece la dispersión frente a la constancia.
Estudios recientes muestran que la exposición incesante a recompensas inmediatas, como notificaciones digitales o mensajes de redes sociales, reduce la persistencia motivacional y deteriora funciones ejecutivas cruciales para mantener el deseo a largo plazo. En esta línea, Hartmut Rosa ha descrito cómo la aceleración social produce sujetos incapaces de explorar sus propios deseos, generando un estado de desorientación que con facilidad puede tornarse melancólico. Asimismo, investigaciones recientes sobre duelo en contextos acelerados evidencian cómo la sociedad comprime el tiempo emocional necesario para elaborar pérdidas. En conjunto, estas investigaciones sostienen la idea de que la estructura temporal de la sociedad afecta directamente a la capacidad de desear y elaborar emocionalmente.
Freud entendió la melancolía como un duelo no resuelto en el que el sujeto queda identificado de manera inconsciente con el objeto perdido
A esto se suma una cultura que apenas tolera la fragilidad emocional. La pausa es interpretada como fallo o signo de debilidad, y la tristeza es frecuentemente patologizada. Esta actitud impide que los sujetos transiten los duelos y reconstruyan sus deseos de manera auténtica. Tal como observa Morchón, la presión por mostrarse siempre activo, feliz y autosuficiente genera un efecto paradójico: en vez de fortalecer la vitalidad, fomenta la frustración, el agotamiento y el bloqueo del deseo. En las consultas psiquiátricas se observa un aumento de los «duelos inhibidos», consecuencia de normas sociales que no permiten los tiempos necesarios para una reorganización emocional profunda.
Existe, sin embargo, un vínculo histórico entre melancolía y creatividad que demuestra que el malestar no es siempre signo de disfunción, sino también un espacio fértil para la simbolización y la elaboración psíquica. Desde Aristóteles hasta las representaciones artísticas del Renacimiento, la tradición ha subrayado que la melancolía puede abrir un ámbito de lucidez, introspección y profundidad afectiva. La suspensión del ritmo cotidiano, al ralentizar la percepción del tiempo, genera un terreno fértil para la imaginación y la elaboración simbólica. En el silencio que deja la pérdida surgen nuevas formas de pensar, observar y crear. El arte, la escritura o la poesía funcionan como lenguajes capaces de simbolizar lo perdido y transformar ese dolor. Antonio Gamoneda recuerda que la poesía no es un artificio, sino una forma de conocimiento nacida de la experiencia vital. Es en esa restitución donde la melancolía encuentra un cauce simbólico que le permite convertirse en motor de transformación interior. Pero, para que esto suceda, el sujeto necesita tiempo, sostén y un entorno que no exija resolver rápidamente aquello que duele.
Comprender la melancolía implica reconocer su doble dimensión: íntima y social. Por un lado, puede bloquear el deseo; por otro, puede abrir caminos de creatividad y cambio. Si forma parte de la condición humana, lo esencial es comprenderla y otorgarle un lugar legítimo. La melancolía puede funcionar como guía que señala zonas de vulnerabilidad del yo, invitando a la pausa, la autorregulación y una relación más profunda con uno mismo. Darle espacio no significa romantizar el sufrimiento, sino aceptar que las experiencias de vacío, pérdida o detención son inevitables y necesarias para la vida psíquica. Solo cuando el sujeto puede detenerse, sentir y elaborar el dolor, el deseo puede renacer y orientarse hacia nuevos horizontes.
Sin embargo, la presión cultural por gestionar el malestar como si fuera un problema estrictamente individual invisibiliza las raíces sociales de la tristeza y limita su comprensión. Los contextos que protegen los cuidados y los ritmos vitales favorecen la elaboración del dolor y actúan como factores de sostén frente a la melancolía. En una sociedad que premia la positividad permanente y la actividad incesante, resulta urgente recuperar el valor de la tristeza como emoción natural, necesaria para atravesar pérdidas, reconocer límites y reconstruir el deseo. Recuperar el tiempo para sentir y elaborar el dolor constituye, hoy, un acto de resistencia. En definitiva, solo una cultura que recupere el derecho a la lentitud, al duelo y a la vulnerabilidad podrá permitir que el deseo, lejos de extinguirse en la aceleración, vuelva a desplegar su potencia creadora.
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