La política de lo feo
¿Qué es el buen gusto y quién lo define? ¿Responde a una trampa aspiracional creada por algunas élites? La periodista Nathalie Olah se adentra en estas preguntas en ‘Mal gusto. La política de lo feo’ (Debate, 2025).
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Las disciplinas no son elitistas por el hecho de precisar un aprendizaje: no es acertado decir que el arte o la literatura, o cualquier otra disciplina, para el caso, son excluyentes porque su comprensión exige tiempo y esfuerzo (si bien es justo decir que los extras tanto de tiempo como de esfuerzo solo están inmediatamente al alcance de los ricos, pero ya entraremos en ello más tarde). Tal creencia —la de que las materias especializadas representan una suerte de tiranía— lleva a ciertos famosos ególatras, por ejemplo, a dar por hecho que ellos también pueden dedicarse al arte (diciéndose, por lo visto, que «no será tan difícil». Bueno, pues si uno ha contemplado alguna vez uno de esos cuadros que nos han intentado vender infinidad de actores y exmúsicos, se diría que lo es bastante). Y también lleva a demandar una obra como la de Damien Hirst, que ha abrazado el «arte como negocio» con un modelo de producción en masa similar en espíritu a la obra de los artistas pop de medio siglo antes (aunque desprovisto, decisivamente, de su ingenio para la crítica social), o como los NFT de monos aburridos generados por algoritmos que los ricos iban exhibiendo por ahí con estúpido orgullo hace más o menos un año.
Lo que es elitista, excluyente y causa legítima de agravio, en mi opinión, es que ciertas personas —consumidores, para ser más exactos— que no dominan un tema determinado, pero que extraen un sentimiento de superioridad del hecho de haber aprendido un sistema de reglas con las que simular conocimiento, utilicen ese saber de oídas como arma. Es la reducción del aprendizaje a códigos estéticos. O, por decirlo más llanamente, es el «buen gusto» haciéndose pasar por cultura.
Estas reglas, o códigos, o el término con el que prefiramos referirnos a los dictados del buen gusto por los que tanta gente se guía, acostumbran a ir ligados a cuestiones de estilo de vida y consumismo y constituyen lo que toca, sin necesidad de que nadie comprenda o explique exactamente por qué. Y, aunque esta intolerancia pueda parecer inocente a primera vista, sin mayores consecuencias para los implicados, la intención de este libro es en parte la de poner de relieve que las ideas acerca del gusto pueden contener, y ayudar a proteger y a normalizar, un gran número de prejuicios dañinos y pertinaces.
Los códigos estéticos acostumbran ir ligados a cuestiones de estilo de vida y constituyen ‘lo que toca’, sin que nadie comprenda o explique exactamente por qué
Cuando hablo de esta fijación con las cuestiones de gusto, me refiero a la tendencia que destilan revistas como How to Spend It [Cómo gastárselo], que publica semanalmente el Financial Times y cuyo título sintetiza a la perfección la huida hacia delante del capitalismo tardío, y a la necesidad de ganar más y más dinero por motivos que al interesado a menudo se le escapan, hasta un punto que me resulta casi hermoso, poético, incluso. Pero, por descabellado, vacuo y superficial que resulte, perfeccionar el arte del consumismo parece ser lo que impulsa a millones de personas a seguir remando; a redoblar esfuerzos; a ver a sus conciudadanos, a sus compañeros de trabajo, como elementos de competencia y rivalidad, y no como amigos y aliados, y, de resultas, a denigrar y ridiculizar a los demás. Esta dinámica genera inseguridad y vergüenza, y se las sirve en bandeja a quienes medran con la división, que las explotan y orquestan campañas ruidosa, camorrera e incendiariamente reconfortantes.
Soy tan culpable como cualquiera de consolarme con evidencias acerca de la superioridad de mi juicio estético, pero también me he sentido en ocasiones castigada por esa misma tendencia. Es por ello que, a lo largo de este libro, recurriré a una combinación de investigación y experiencia personal. Porque decenas, si no cientos, de momentos me invaden la memoria cuando me pongo a pensar en las diversas maneras en que me rebelé, en un primer momento, contra las ideas del buen gusto, y en cómo terminé amoldándome a ellas de mala gana para poder sobrevivir. No vengo de una familia rica, de modo que muy pronto comprendí que mi seguridad dependía de lo bien que lograse emular las costumbres sociales y las preferencias de quienes ostentaban el poder: los profesores, el equipo de admisiones de la universidad, los reclutadores de personal, los directores de banco y los agentes inmobiliarios. Pero describir con detalle cualquiera de estas interacciones sería aburrido, casi demasiado obvio. Lo más interesante, para mí, son las vías por las que las cuestiones de gusto moldearon incluso mis recuerdos más tempranos y el papel tan fundamental que han debido de tener siempre en mi visión del mundo.
Este texto es un fragmento del libro ‘Mal gusto‘ (Debate), de Nathalie Olah.
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