¿Gobierno de jueces o de rufianes?
El razonamiento del fundador del sistema de separación de poderes, Montesquieu, no nació de su miedo a un gobierno incontrolable; al revés: sospechaba que los jueces podrían sobrepasar los límites de sus acciones. ¿Cuánto poder acumulan hoy?
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La derogación del derecho al aborto en Estados Unidos ha reavivado el debate sobre el papel de los jueces en una democracia. Es una discusión añeja y, de hecho, el término «gobierno de los jueces» fue acuñado en 1921 por el jurista francés Edouard Lambert para referirse al creciente poder de revisión de la acción legislativa y ejecutiva que el Tribunal Supremo norteamericano estaba acumulando. Curiosamente, Lambert advirtió que, si aumentaba más la capacidad de decisión de la corte constitucional americana, se generaría desconfianza pública y hostilidad hacia la judicatura. Basta ver las imágenes de las intensas protestas en decenas de ciudades de Estados Unidos tras el fallo sobre el aborto para comprobar cuán acertado estaba Lambert.
Nos podemos retrotraer incluso más en la historia, hasta el fundador del sistema de separación de poderes, pues gran parte del razonamiento de Montesquieu no nació de su miedo a un gobierno incontrolable, al que se debía atar con un poder judicial fuerte, sino más bien al contrario: de su sospecha de que los jueces podían sobrepasar fácilmente los límites de sus acciones.
Este debate se está agudizando no solo en el Estados Unidos contemporáneo, sino en todas las democracias. Muchos, sobre todo desde la izquierda, hablan del lawfare; es decir, de cómo se está haciendo guerra política mediante el derecho, ya sea contra independentistas o podemistas en España, contra Evo Morales en Bolivia o contra Lula Da Silva y Dilma Rousseff en Brasil. Hay un recelo, en muchos sectores de la sociedad, contra las intervenciones judiciales, en un sentido muy amplio que abarcaría desde tribunales de primera instancia hasta las cortes constitucionales, en la política.
«Lambert lo advirtió en 1921: un aumento de capacidad de la corte constitucional americana generaría desconfianza pública y hostilidad»
Frente a ese sentimiento, muchas formaciones progresistas están pisando el acelerador de la politización de los órganos judiciales. La justificación es la del ataque preventivo: o colonizamos el poder judicial o nos avasallan; mejor que esta arma de destrucción política masiva esté en nuestras manos. Eso se traduce, en España, en el apoyo monolítico de la izquierda al mantenimiento, contra las recomendaciones tanto del Consejo de Europa como de la Comisión Europea, de un sistema de nombramiento de los vocales del órgano de gobierno de los jueces, el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), altamente politizado. No solo la izquierda nacional se niega a reformar el sistema y acercarlo así al de otras democracias de nuestro entorno, sino que, como hemos comprobado estos dos años, realiza reformas ad hoc de la ley orgánica del poder judicial que le permitan maximizar el control político de la justicia, que sigue viendo como claramente insuficiente. En Estados Unidos, por su parte, los demócratas proponen, periódicamente y desde hace un siglo por lo menos, reformas para aumentar la dependencia política de unos jueces del Supremo que, al ser vitalicios, son vistos como potencialmente hostiles a una agenda política de cambio (una nota: los de ahora, efectivamente, lo son).
Si el problema de la izquierda es su obsesión con la politización de la justicia, el de la derecha es la excesiva reverencia al poder judicial. Como explican algunos juristas norteamericanos, una cosa es aceptar la revisión judicial de las leyes y otra muy distinta es aceptar la supremacía judicial. Es decir que, cuando un tema es «resuelto» por el tribunal constitucional, ya no hay nada a hacer por parte de los políticos. Ello por no hablar de la barroca doctrina del «originalismo» que inspira a algunos jueces del Supremo americano y por la cual se debe interpretar la Constitución de acuerdo a lo que se supone que sus redactores tenían en mente al escribirla en el siglo XVIII. El ex decano de la facultad de derecho de Stanford, Larry Kramer, utiliza una metáfora interesante: el pueblo es el dueño de la casa y, si alguien del servicio, como el jardinero, se entromete en la actividad de otro, como el cocinero, no puede ser que uno de estos dos tenga la palabra final en esa disputa. Esa potestad, la soberanía, reside en el pueblo, a través de sus representantes en el legislativo. Y uno de los problemas de nuestro tiempo es que los tribunales (constitucionales) han dejado de ser servidores del pueblo para convertirse, de facto, en sus dueños.
Resumiendo de una forma burda, podríamos decir que, mientras la derecha promueve un «gobierno de jueces», frente a la voluntad democrática popular, la izquierda propone un «gobierno de rufianes», frente a la independencia judicial. Es difícil salir de este atolladero, pero si algo nos enseñan los rankings internacionales, es que las democracias más plenas del mundo (entre las que no están ni Estados Unidos ni España, aunque se acercan mucho), como Canadá o Dinamarca, combinan soberanías populares empoderadas y, al mismo tiempo, sistemas judiciales altamente imparciales. Jueces y rufianes pueden entenderse.
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