ENTREVISTAS

«El artista con red de seguridad debajo no existe. Está muerto»

Fotografía

Rubén Vega
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17
diciembre
2020

Fotografía

Rubén Vega

Nathalie Poza (Madrid, 1972) habla con la ilusión de una niña y el aplomo de una mujer que lleva tres décadas sobre las tablas. Durante ese tiempo, se ha ganado por derecho un sitio entre las actrices más reconocidas del cine español. Dentro de una filmografía abrumadora que incluye decenas de obras de teatro, películas y nominaciones –la última, a Mejor actriz protagonista en los Feroz por ‘La boda de Rosa’–, destaca el Goya que ganó hace un par de años por su colosal papel en ‘No sé decir adiós’. La misma dedicación que demuestra en sus interpretaciones –acaba de poner fin a la gira teatral de ‘Prostitución’, parada por la pandemia–, la pone también en proyectos que muevan conciencias. «Se puede perder la vista, pero nunca la mirada», cantan la M.O.D.A en una de sus letras. Ella dice que, aunque le ha llegado tarde, ahora ha descubierto una nueva forma de ver el mundo. Y, al abrir los ojos, la naturaleza estaba ahí.


Comentabas en el Another Way Film Festival (AWFF) que en los últimos meses se te ha despertado una preocupación por la naturaleza y, sobre todo, con nuestra pérdida de contacto con ella.

La pandemia ha sido una toma de conciencia a un nivel mucho más profundo, incluso traumático por momentos, con ansiedad, porque parece que el tiempo se nos va. Intento ver el lado positivo, y eso incluye también mi trabajo. Creo que lo que hago tiene que tener algún tipo de utilidad más allá de lo artístico. Cada vez me apetece más elegir proyectos que supongan algún tipo de búsqueda o reflexión colectiva, porque lo veo más interesante que el mero entretenimiento. Ahora estoy escribiendo sobre el mundo animal junto a una escritora a la que estuve muy conectada durante el confinamiento, y seguramente será un montaje teatral. Trabajamos sobre la política sexual de la carne, estuvimos leyendo de textos de Rebecca Solnit, indagando sobre liberación animal, viendo documentales… En este momento estamos en un momento de divergencia que tendremos que converger, pero el texto está ya empezando a tomar forma. El tema es inagotable y quizá no se haya hecho demasiado, pero tenemos muchas ganas de llevarlo al escenario. Uno hace el teatro que necesita hacer. Al menos, en mi caso es así: cuanto más intento mirar hacia otro lado, más me obsesiona.

¿Ese instinto nació del confinamiento, o el encierro simplemente lo intensificó?

En ese momento me apareció la necesidad de convertirlo en algo nuevo en el plano profesional. De repente, necesité expresarlo, pero el despertar fue mucho antes. Soy un espécimen para usar de ejemplo de la separación con la naturaleza, porque es una parte de mí que ha estado siempre ahí, pero anestesiada. A todos nos pasa: los niños, por ejemplo, tienen la visión de que los animales son algo cercano a nosotros, pero la sociedad los aleja de ella. Eso sí, si con suerte vuelves a conectar con esa parte tan íntima –y tan necesaria para construir una sociedad generosa y sana–, no hay vuelta atrás. Creo que en mi caso también tiene que ver que empecé a leer sobre ello y, a través de las redes, a conectar con profesionales y expertos en todo lo que tiene que ver con el cambio climático o el mundo animal. Adopté animales, empecé a colaborar con un santuario, con una protectora… Mi idea es salir de la ciudad e irme a un lugar donde pueda llevar ese tipo de vida y estar más cerca de la naturaleza. Sé que casi tengo 49 años y que el instinto me ha venido muy tarde, pero ha terminado brotando. Ahora que parece que estamos más aislados, es como si nos diéramos cuenta de que cada vez nos queda menos por conocer, aunque nuestra capacidad de crecimiento sea enorme. ¿Hasta cuándo vamos a poder escuchar pájaros? Me obsesiona la sensación de que nos espera un futuro sin animales o sin naturaleza. No sé si hay vuelta atrás, pero no merecemos esa desaparición y debemos aferrarnos al deseo de sostener la naturaleza que nos queda.

«Perder la capacidad de empatizar es lo que nos vuelve menos compasivos y más violentos»

En una sociedad cada vez más sumergida en las pantallas, las redes sociales son un nuevo lugar para el activismo y para entablar esos contactos.

El primer encuentro que tuve con todo este universo fue a través de Twitter, pero ya no estoy allí porque no lo puedo soportar. Ya me había dado lo que necesitaba y ahora necesitaba pasar a la acción. Si no lo haces, las redes se convierten en algo que no lleva a ningún sitio. Como dice Ricky Gervais, Twitter es como leer las paredes de un baño público, es decir, puede ser un lugar donde se escupe la rabia y donde imperan las noticias rápidas que no sirven para nada. Sí, las redes te pueden dar información, pero no te permiten profundizar. Es algo muy tramposo y, para la gente conocida, también es peligroso porque pueden utilizarte para dar voz a algo que no sea verdad. A mí me ha ocurrido: te llega algo y, automáticamente, empiezas a moverlo con desesperación o dolor, pero luego investigas y resulta que no era como te lo habían contado. Son plataformas que están bien, pero no nos podemos olvidar de hacer. Hace poco estuve en la protectora Alba y, tras ver cómo trabajan y estar unas horas con ellos, se me quitaron esas imágenes sórdidas o catastrofistas que imperan en las redes. Fuera de ellas, ves cosas que funcionan, que van más rápido de lo que piensas y, sobre todo, que se puede ayudar de otra manera que no tiene por qué ser difundiendo imágenes de maltrato que se olvidan en cuestión de segundos. Así se crean cadenas de personas que pueden tener interés y ayudar de manera activa y presencial.

Ya que Instagram es un escaparate de felicidad, que también sea una catapulta para generar un cambio positivo, ¿no?

Hay muchísimo trabajo por hacer, pero si te unes a colectivos que están ya trabajando por el cambio te das cuenta de que también hay una parte constructiva y positiva ahí fuera. Si no, todo es tan apocalíptico y angustioso que genera parálisis. Si piensas que te desborda y no puedes hacer nada, no lo haces. En ese aspecto, las redes pueden servir para conectarte con gente en marcha. En mi caso, estar en el AWFF me permitió descubrir un montón de personas y publicaciones interesantes: ahí te das cuenta de cómo puedes generar un tipo de ficción documental, o puedes iniciar el contacto con cineastas y documentalistas para hacer otro tipo de proyectos. Claro que hay camino por recorrer, pero hay mucha más gente que quiere cambiar las cosas. Más de la que pensamos, pero el problema es que quienes quieren que nada cambie tienen mucho dinero y mucho poder.

¿En el mundo del cine y el teatro ha aumentado la conciencia sobre estos temas?

No lo tengo muy claro, pero quiero creer que sí y que es algo que en todos los campos. Los grandes artistas, escritores, pintores o filósofos llevan hablando de esto desde hace siglos, pero nosotros hemos estado sordos. Hace poco estuve revisando La gaviota de Chéjov y tiene partes absolutamente visionarias sobre el fin de la especie animal. Puedes verlo en Poeta en Nueva York de Lorca, en Kafka… Está ahí, pero no hemos podido verlo o escucharlo. Lo decía Tarkovsky: es estúpido separarse de la naturaleza, porque es el único espacio donde el hombre puede encontrar la verdad. He estado revisando su cine y me he dado cuenta de que antes no veía estos mensajes porque quizá no tenía esa sensibilidad, pero cada uno lo descubre cuando puede. Sí creo que hay más conciencia y que habrá más, siempre y cuando tengamos cuidado con no perdernos en lo político.

No parece tarea fácil en un sector tan politizado habitualmente.

Nos ha pasado con Prostitución. La obra está hecha a partir de testimonios de prostitutas y en ella aparecen todas las posturas que se pueden tener sobre ese tema. En su momento, recibimos críticas de un sector que espera escuchar en el escenario lo que quiere o lo que defienden sus convicciones políticas. Pero es que una obra no es un mitin: al teatro se va a desestructurarse a uno mismo, a reflexionar y, quizás, a tomar decisiones sobre tu postura frente a un tema, aunque sea algo difícil. Personalmente, a mí me cuesta porque, por ejemplo, con el tema del maltrato animal soy muy radical y sufro mucho pero, ¿desde dónde puedes hablar de ello en un escenario o en una película? Lo más importante es intentar que aquellos que nos lean, que se sienten en la butaca del cine o del teatro o que vayan a un museo, por un momento puedan ponerse en el lugar del otro. Dar voz al que no la tiene con honestidad es lo más difícil de conseguir pero, cuando se da, tiene muchísimo poder para ablandar corazones y abrir conciencias. El otro día estuve en el Museo del Prado visitando la exposición Invitadas, en el que hay muchas obras que tienen que ver con la prostitución. Estoy convencida de que hace unos años no habría tenido la reacción que tuve ahora. Llevo meses con estas mujeres pegadas a mi piel y, ante uno de los cuadros, me derrumbé: me vi yo con mi propia indefensión, con la de todas mis compañeras que hayan podido sufrir en algún momento un tipo de humillación por ser mujeres. El arte tiene un poder inmenso e ilimitado para transmitir emociones si realmente uno lo hace con honestidad y sin dar lecciones.

«Una obra no es un mitin: al teatro se va a reflexionar»

Acabáis de poner fin a la gira de esa obra, interrumpida por la pandemia. ¿Qué te parecen las medidas –o su ausencia– tomadas? Teatros y salas han visto cómo se las cerraba teniendo sin que se hubieran registrado brotes en ellas.

Es muy injusto y se está haciendo de una manera muy torpe. Hay una descoordinación brutal entre el Ministerio de Sanidad y el de Cultura. No puede ser que los actores tengamos que exigir que nos hagan pruebas cuando lo que está en cuestión es nuestra salud: se protege al espectador y se protegen las salas, pero no se protege artista que está encima del escenario. Todo depende de las manos en las que esté tu compañía y algunos sí podemos protestar más alto, pero otros tienen miedo. Quien teme irse a casa sin poder llevar dinero para dar de comer a su familia quizá pase por alto que no existan medidas para garantizar su salud. Artistas y espectadores llevamos repitiendo que la cultura es segura desde que acabó el confinamiento, yendo a las salas o subiéndonos en el escenario, y ahora es la hora de cuidar a sus trabajadores. Es muy fácil que esta situación nos lleve a un desastre nacional y falta voluntad política para proteger a un sector que está indefenso y del que come mucha gente. Nosotros arrastrábamos una precariedad de serie que ahora ha quedado mucho más expuesta. Si antes de la pandemia el 70% de los actores no vivían solo de actuar, imagínate ahora que tampoco pueden vivir de poner copas. Por eso queremos seguir yéndonos de gira, y queremos seguir trabajando, pero si no se nos protege llegará un momento que haya que pararlo todo. De momento, nosotros seguimos trabajando y demostrando que el público demanda cultura, la necesita y la valora más que nunca.

¿Cómo se retoma un tema ya duro de por sí, sabiendo además cómo lo han pasado esas mujeres estos meses?

Hace poco revisaba un artículo que escribí para la revista de Amnistía Internacional –con la que colaboramos en Cadenas invisibles, una campaña contra la trata– y, al leer información sobre ello, no me podía creer que España se hubiese situado una vez más como primer país consumidor de prostitución en Europa, precisamente durante la pandemia. Ha habido más prostitución clandestina, más maltrato… La lucha sigue y la pandemia no va a curarlo todo ni va a hacernos mejores personas. Lo que antes de su llegada estaba pendiente, se convierte en algo aún más urgente. La prostitución tiene que ver con la desigualdad social, con la educación, con una sociedad patriarcal que necesita una revisión de base… Por un lado, te preguntas de qué sirve subirte al escenario si nada cambia, pero por otro te empuja a moverte con más rabia y más dolor. Llevo muchas obras de teatro encima y te puedo asegurar que Prostitución es en la que más he notado la reacción del público de manera más directa, sobre todo del público masculino. Es algo que te mueve de manera violenta, pero también positiva. En uno de los encuentros con el público, al terminar se nos acercó un chico que nos contó que había repudiado a su madre por ser prostituta y que, tras ver la función, se había parado a reflexionar sobre las circunstancias que la llevaron a hacerlo. Se había decidido a llamarla y a retomar el contacto. Mientras haya una persona que te cuente algo así, que se conmueva viendo una película, una obra de teatro o leyendo una revista, hay que confiar en que se ponga en marcha la cadena. No podemos perder la esperanza de generar el cambio.

prostitución

Prostitución. Foto: Teatro Español

Ponerse en su piel es un enorme ejercicio de empatía también a la hora de pensar cuál es la situación que está detrás de campañas como esa.

Reconozco que, cuando empecé los ensayos de la obra, tenía mis propios tormentos. Tenía prejuicios y miedos como actriz y como mujer, porque iba a poner mi cuerpo y mis instrumentos al servicio de algo que me generaba mucha turbulencia interna. El estigma siempre está ahí, pero en el momento en el que te acercas a las personas y las escuchas de verdad, todo cambia. Mi frase de la obra es cuando una de las mujeres se pregunta: «¿por qué la dignidad no puede estar en nuestras manos?». Está sacado de un testimonio real, de una prostituta que decía que ella no vendía su cuerpo, que siempre lo llevaba consigo. ¿Quién soy yo para enjuiciar si esa mujer es digna o no? Hay veces que ellas no deciden cómo llevar su vida, pero hay otras veces que sí. Detrás de cada prostituta hay una mujer con sus circunstancias. Sin embargo, no lo vemos porque cada vez estamos más aislados, y más con la pandemia: vivimos enjaulados dentro de nuestro cuerpo, encerrado a su vez en la jaula de nuestra casa, dentro de la jaula de nuestro edificio, dentro de la jaula de la ciudad. Hasta que no salgamos y reconectemos, no recuperaremos la capacidad de sentir. A partir de ahí, lograremos empatizar, amar y relacionarnos de una forma más humana. Esa capacidad que vamos perdiendo poco a poco es lo que nos vuelve menos compasivos y más violentos.

Además de esta obra, dos de tus trabajos más recientes –La boda de Rosa, de Gracia Querejeta, e Invisibles, de Icíar Bollaín–, son películas que hablan precisamente sobre la realidad de las mujeres desde un punto de vista femenino. ¿Hay ahora más espacio para hacerlo del que había hace diez o quince años?

Seguramente sí, pero no nos podemos relajar. No me refiero a cubrir ese espacio, sino a tomarlo de verdad. Puedes trabajar en un proyecto dirigido, producido y escrito por una mujer que no tenga valor real porque ninguna de nosotras esté cogiendo el sitio que verdaderamente desee coger. Te pongo otro ejemplo que me ha pasado también en Prostitución. En una entrevista, la periodista era abolicionista radical –probablemente la postura a la que yo más me acerco– y vi cómo le era imposible aceptar otro tipo de visión que no fuera esa. Cuando le hablé de la defensa de la dignidad que hacía una de las prostitutas, ella me decía que, en el momento que vendes tu cuerpo, la has perdido. Entonces, te paras a pensar en lo peligroso que es que una mujer que escribe sobre estos temas nos obligue a adoptar a todas la misma postura. Yo lo he vivido: a veces, en proyectos femeninos, nosotras mismas podemos adoptar posturas que nos silencien aún más. No podemos dejar de estar alerta y defender que cada una tengamos la voz que elijamos tener. No todas tenemos por qué pensar igual. En el caso del cine, he trabajado con hombres que, por momentos, han sido más flexibles a la hora de escucharme o plantearse posturas que no conocen o comparten que otras mujeres. Estamos en un momento delicado en que tenemos que reclamar nuestro espacio, pero debemos hacerlo sin invisibilizarnos más de lo que ya hemos estado.

«No sé si podemos salvarla, pero debemos aferrarnos al deseo de sostener la naturaleza que nos queda»

De hecho, en el discurso de agradecimiento del Goya por No sé decir adiós, diste las gracias a Pablo Remón por crear un personaje femenino extraordinario. «Es muy sospechoso que un tío escriba algo así, pero es verdad, se puede», dijiste entonces.

Me salió del alma porque es la verdad. Fue lo que más me sorprendió al leer el guion. Si había mujeres que veían la película y pensaban que era violenta o desagradable, ¿cómo podían saber ellos que una podía estar en ese lugar? Por eso es importante tener cuidado con la imagen que queremos dar. Ellos fueron valientes también escuchando mis opiniones o mis interpretaciones al leerlo, aunque les pareciera demasiado dura. A veces los propios guionistas no son conscientes de hasta dónde pueden llegar lo que escriben hasta que no les pones voz y cuerpo a sus palabras. En el caso de No sé decir adiós, había escenas que eran de una intimidad que violenta mucho y que, para mí, es lo más bonito del cine: que, por momentos te dé vergüenza mirar porque sientes como si estuvieses espiando a través de una cerradura. Aunque ellos eran hombres, tenían curiosidad y fascinación por un tipo de comportamiento femenino que supieron plasmar en la película.

Esa gala estaba llena de abanicos rojos que llevaban un #MásMujeres serigrafiado. Además de reivindicar la presencia femenina dentro del cine español, ¿se sintieron aquí los ecos del terremoto que el #MeToo causó en la industria cinematográfica de Hollywood?

Solo puedo hablar por mí, pero a mí sí me sirvió y me cambió. Me da cierto pudor reconocerlo, pero todavía me queda muchísimo que aprender. Tengo compañeras más jóvenes que están muchísimo más avanzadas a nivel de feminismo, de lecturas o de compromiso. Fue algo que me hizo pensar en cómo había podido tardar tanto en darme cuenta de algunas cosas que siempre habían estado ahí. Después del #MeToo hemos podido entender de qué hablaba Virginie Despentes con eso de que la violencia no nos pertenece, una idea que era muy revolucionaria en el momento que escribió su Teoría King Kong. Sirvió para desempolvarnos la memoria colectiva. Yo recordé situaciones que había vivido, a nivel personal y profesional, que ahora no sé cómo fui capaz de tolerar. No es que me pasara nada traumático, pero sí creo que hemos sostenido la torpeza masculina y su capacidad de ejercer poder sobre nosotras. Gracias a este tipo de movimientos, comienzas a hablar de tus experiencias y a compartir una intimidad que puede resultar muy sanadora para todas las mujeres. Pero hay que seguir peleando para avanzar, sobre todo en otros países.

«El arte tiene un poder ilimitado para transmitir si lo haces con honestidad y sin dar lecciones»

También en una profesión donde la presión sobre la imagen de la mujer es enorme, desde sus cuerpos a su edad.

Esa presión existe y se puede comprobar, sobre todo en las redes, que se acaban convirtiendo en espacios de autopromoción. Impresiona ver algunas actitudes que no te esperabas de personas que creías conocer. He de decir que siempre he intentado estar fuera de todo eso, porque siempre me he sentido rara, como que no acababa de encajar en un determinado canon. Eso nunca sabes si es bueno o malo pero, con los años, creo que es lo mejor que te puede pasar como actriz: tener una personalidad específica no es algo que se espere de ti a la hora de actuar, porque en ese momento tú importas una mierda. Mi imagen no es interesante, porque lo interesante son los personajes que hago, y ahí caben todo tipo de mujeres. En el teatro, todos los cuerpos y las edades son posibles. En las grandes compañías hay gente mayor, jóvenes, gordos, flacos… Y hacen obras de una belleza que no se puede soportar. Esa diversidad de cuerpos es lo moderno; que un señor te diga que tienes que salir guapa es retrógrado y aburridísimo. Nunca me he visto en ese punto, pero sí me han tirado de algo por ser demasiado joven, demasiado mayor o porque «buscan otro tipo de belleza», pero siempre he pensado que eso pasa porque tú ahí no tienes que estar ahí. No podemos caer tan bajo y dejarnos atrapar por ese tipo de pensamientos tóxicos que nos generan enfermedades.

Has contado que tú sufriste anorexia cuando eras joven.

No hay nada más terrible que un productor te pida que adelgaces cinco kilos, y entonces tú empiezas a no cenar. Eso me pasó a mí, que ya tenía algo torcido dentro, pero la realidad es que ese señor existía y que hoy sigue trabajando. No sé qué le dirá ahora a sus actrices, pero es terrible que alguien que te está dando trabajo o que parece que cree en tu talento te diga eso de «qué bien lo haces, pero ya si perdieses tres o cuatro kilos…» cuando, además, no tiene ningún sentido. Hace poco, leía que Emma Thompson le aconsejaba a las actrices más jóvenes que no dejasen que esas demandas crueles se quedasen sin cuestionar: si un señor te dice que adelgaces, pregúntale si tu personaje tiene algún tipo de trastorno alimenticio. Eso es lo que tendríamos que hacer, y no irnos a casa hechas polvo.

El consejo que le dabas tú a las actrices más jóvenes lo resumiste en una frase preciosa en el discurso de los Goya que antes mencionábamos: «El arte importa. Si hay alguna chavala que quiera dedicarse a esto, ¡salta! Abraza tus heridas y conviértelas en una obra de arte». En un momento dramático como este, ¿seguirías diciéndole lo mismo?

Absolutamente. Cuanto más desestructurada está la sociedad, más trabajo tenemos y más creativos tenemos que ser. El artista con red de seguridad debajo no existe. Está muerto. Lo decía David Bowie: en el momento en el que te metes en el agua y haces pie, desconfía. Nosotros siempre hemos estado en crisis y de ellas aparecen las mejores obras de arte. Ahí es cuando nosotros tenemos que salir a la superficie. Ahora que vamos a morir, ¿para qué nos sirve el miedo? [risas]. Aunque lo digo desde el humor negro, creo que es así: cuando sabes que te quedan dos días, cuando sabes que no te queda más remedio que saltar al abismo, el miedo desaparece. Si hay alguien ahí fuera que quiere pintar o actuar, que lo haga. Ha habido épocas de la historia muchísimo más terribles, y el arte siempre las ha salvado y se ha salvado. La cultura es lo que nos constituye como seres humanos, y lo único que mantiene tus ganas de vivir es hacer lo que deseas. ¿Cómo voy a decirle a alguien que no se dedique apasionadamente a lo que le hace vibrar? Hacerlo es una necesidad que te mueve y, si tienes el norte marcado, no vas a naufragar nunca.

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