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Miriam Reyes

«No hay sinónimos perfectos ni siquiera dentro de la misma lengua»

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Fotografía

Irene Signorelli
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18
noviembre
2025

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Irene Signorelli

La poeta Miriam Reyes (Ourense, 1974) ganó hace unas semanas el Premio Nacional de Poesía con su poemario ‘Con’, un libro, destacaba el jurado, de «una inteligencia lingüística que piensa y conmueve, mientras escribe, desde la desnudez de la conciencia y del cuerpo». El reconocimiento le llegó semanas antes de publicar ‘La edad infinita’, su primera novela. En ella, a través de la mirada de una niña de ocho años que, como la autora, deja su Galicia natal para ir a vivir a Caracas, asistimos a la transformación de un país, Venezuela, pero también a la transformación de una niña que se enfrenta a la experiencia de la migración. Reyes observa estos cambios a través del lenguaje, deteniéndose en las palabras, fijándose en cómo cada nuevo término utilizado crea y transforma la realidad del país y de la propia niña.


¿Qué da más miedo, un premio nacional o una primera novela?

Una primera novela, sin duda. Un premio nacional da mucha alegría.

¿Le da miedo por el cambio de género, por pasar de la poesía a la narrativa?

En realidad, considero que el cambio de género no provoca miedo por sí miedo. Aunque, evidentemente, te encuentres en un terreno en el que no habías incursionado antes, con todo lo que esto supone. El miedo (o la preocupación) se debe más bien a lo que cuento en el libro, al punto de vista con el que me acerco a determinados temas políticos, sociales y culturales y a que lo hago de una forma más directa que en la poesía.

La novela se construye a partir de dos voces, la de la niña y la de una narradora aparentemente externa que, desde la edad adulta, complementa y matiza la voz de la niña.

Llegar hasta esa voz narrativa que se mueve entre la segunda, la primera y la tercera persona fue un proceso largo. En un principio, era la niña quien narraba en primera persona y desde el presente, pero no acababa de funcionarme. Le di muchas vueltas hasta ver que el uso de las distintas perspectivas era lo que el texto necesitaba, porque, por un lado, me daba la posibilidad de establecer una distancia necesaria para abordar algunas cuestiones y, por el otro, me permitía subrayar los dos procesos transformativos que se narran, el de la niña, a partir de la experiencia de la migración, y el de su país de acogida, Venezuela, que en el mismo momento en el que llega la niña, vive el punto de quiebre que supuso el Viernes Negro.

«A veces nos da la impresión de que las cosas suceden de repente, pero, en realidad, son el resultado de procesos»

Recientemente, han aparecido algunas novelas que nos hablan de la Venezuela de ahora, pero usted prefiere observar el proceso.

Yo no me atrevería a hablar del momento presente de Venezuela. Primero, porque no lo he vivido desde dentro y, segundo, porque me faltaría perspectiva temporal. Cuando llega el chavismo, yo ya estoy fuera del país. Lo que me interesaba aquí era narrar el proceso que condujo hasta él y que yo sí viví. A veces nos da la impresión de que las cosas suceden de repente, pero, en realidad, son el resultado de procesos (no carentes de azar, por supuesto). Por ejemplo, Bolívar como símbolo de identidad nacional ya estaba muy arraigado cuando yo era pequeña. En el colegio, teníamos una asignatura que se llamaba Cátedra Bolivariana, dedicada a estudiar exclusivamente la figura de Bolívar. En la televisión pública, entre anuncios, aparecían citas de Bolívar. El chavismo se apropió del símbolo de Bolívar hasta el punto de hacerse llamar Revolución Bolivariana y cambiarle el nombre al país, que pasó a llamarse República Bolivariana de Venezuela. El máximo prócer se convierte en su marca, porque se venden como salvadores de la patria. Inicialmente, para narrar este proceso de crisis económica, política y social que llevó a mucha gente a ver en Chávez la solución de todos los problemas del país, quería trabajar con documentos oficiales y con discursos políticos; sin embargo, me di cuenta de que, de esta manera, la novela no funcionaba. Quizás, en parte, porque yo no soy una especialista en cuestiones políticas o económicas. Por esto, al final, decidí integrar dentro de la historia de la niña la crisis política, económica y social que vive Venezuela.

No tuvo que ser fácil.

No, me llevó mucho tiempo destilar toda esta información. Y, evidentemente, mucho quedó fuera. La suerte es que a mí no me cuesta quitar. Soy de tijera fácil. En general los poetas solemos serlo, quizás incluso en exceso.

Fueron casi cinco años de redacción. ¿Esta novela le enseñó a ser paciente?

Yo soy una persona paciente, es una de mis características. Sin embargo, eso no evitó que, a lo largo de la redacción, me desesperara la frustración de no encontrar la manera de darle forma a todo aquello. Es cierto que disfruté mucho escribiendo la novela, porque fue como volver a Venezuela, pero también fueron muchos los momentos de frustración. Peleé mucho con el texto, pasé mucho tiempo perdida en investigaciones, hasta que encontré el juego de perspectivas que me permitió trabarlo todo. En una charla escuché a Cristina Rivera Garza decir que un libro se acaba de escribir muchas veces, y puedo dar fe de ello. Cada cierto tiempo llegaba a un punto en el que no podía dar más de mí y me parecía que lo había acabado. Entonces, dejaba pasar el tiempo, lo volvía a leer y era capaz de verlo de otra manera y darle otra vuelta.

¿Es usted muy autoexigente o me equivoco?

Se trata de escribir algo que tenga sentido para ti y yo no le encuentro sentido a escribir por escribir. Considero que cada libro debe ser una exploración por medio del lenguaje, de lo contrario, para mí no vale la pena. Tiene que tener pulso, ritmo e interrogaciones.

«Cada libro debe ser una exploración por medio del lenguaje»

Su novela nos habla de una niña que empieza a escribir y se da cuenta de cómo las palabras construyen la realidad y determinan la percepción sobre las cosas.

La manera de nombrar –o de no nombrar– transforma el mundo. En la novela los personajes no tienen nombres propios, ni siquiera los personajes históricos; sin embargo, los lugares, sí. De alguna manera generaliza e iguala en estatus a los personajes, en el sentido de que ninguno tendrá un nombre con el que ser recordado; mientras particulariza a los territorios. En el nombrar los lugares, además, creo que también hay algo de invocación. Se los nombra para que aparezcan, para que vengan a nosotros.

En la novela se percibe una fascinación por el lenguaje.

Me fascina el lenguaje como objeto biológico, como capacidad y como herramienta, y me fascinan todas las variedades de una misma lengua y también los diferentes usos de un mismo término que se dan en diferentes disciplinas. Cómo cambiando el contexto cambia el significado de una palabra y nos hace verla como nueva. En la novela explicito esa fascinación a través de la mirada extraña de la niña, de sus juegos y de las canciones. Cuento ese descubrimiento y esa sorpresa ante los deslizamientos de significado de algunas palabras, por ejemplo. Y también cómo al nombrar lo ya conocido con palabras nuevas, la propia carga sonora de estas nuevas palabras modifica la manera en la que vemos el objeto que nombra. En realidad, no hay sinónimos perfectos ni siquiera dentro de la misma lengua.

«Al nombrar lo ya conocido con palabras nuevas, la propia carga sonora modifica la manera en la que vemos el objeto»

¿Y por esto toda traducción tiene algo de transformación, de traslación de un sentido a otro?

Efectivamente. Una palabra traducida es y no es la misma que la de la lengua de origen. Y esto le pasa también a la niña, cuando comienza a ser llamada de otra manera, al llegar al nuevo país, es y no es la niña de antes. Se da una transformación, un deslizamiento hacia algo nuevo. Cuando llega a Venezuela proveniente de Galicia cambia de nombre, porque es a través del cambio de nombre que puede convertirse en otra persona.

A través de la figura del abuelo gallego, usted explora el lenguaje como vínculo afectivo, tema que ya abordó en algunos de sus poemarios.

La lengua tiene una carga afectiva enorme y, además, es una herramienta para conocernos y para conocer a los demás y al mundo que nos rodea. La lengua está ligada al pensamiento, pero también al campo de los afectos. Por eso, está tan connotada y, por eso, cuando traduces ciertos términos sientes que pierden parte importante de su significado, porque pierden su carga afectiva.

«La lengua tiene una carga afectiva enorme»

Suele decirse que escribir poesía implica buscar la palabra precisa. Usted, además, de en castellano, ha escrito también un poemario en gallego. ¿Cómo afronta las distintas lenguas y las distintas variedades del castellano a la hora de escoger la palabra precisa?

Tanto la lengua que hablo como la lengua que escribo son el resultado de mi trayectoria vital. Me gusta la multiplicidad de perspectivas que, en ocasiones, esto me puede llegar a dar sobre una palabra o una expresión. La palabra precisa será, en mi caso, no solo la que sea precisa desde la definición de un diccionario normativo sino desde las variedades de uso que me han marcado y la connotación que las palabras han adquirido para mí a lo largo de los años. Como escritora, no me interesa una lengua que pretenda ser neutra, la lengua real nunca lo es. Soy consciente de que un mismo término o una misma expresión pueda ser interpretado de manera distinta dependiendo del origen de los lectores. Por ejemplo, en Venezuela, «de repente» no significa de golpe, sino «quizás». Cuando en mi poesía utilizo «de repente» puedo estar aludiendo a un significado u a otro y no es necesario aclarar a cuál de los dos aludo. Cada persona que lee da a las palabras su carga de significado, las interpreta y las reescribe. En Con, por ejemplo, buscaba que los poemas tuvieran concreción, pero, al mismo tiempo, la suficiente potencia de abstracción para que cada lector pudiera llevárselos a su terreno y añadir capas de significado.

Mientras la escucho, pienso en María Zambrano y su concepto de «razón poética». ¿La poesía es para usted una forma de pensar?

Para mí, es mi mejor forma de pensar. Y es una forma de pensar diferente a la del ensayo, porque con la poesía te mueves dentro de un pensamiento menos racional y lo que buscas es tocar la realidad de otra manera.

«Con la poesía buscas tocar la realidad de otra manera»

En La edad infinita y en su anterior poemario reflexiona sobre las relaciones en sentido amplio, es decir sobre cómo nos relacionamos con los demás a partir de nuestro yo.

Mientras escribía estos dos libros, estaba muy preocupada por la cuestión antropológica en torno a los problemas que la relación con la alteridad nos produce como individuos y como sociedad, es decir, desde la esfera más íntima hasta la más colectiva. En La edad infinita se incide más en la relación entre un nosotros versus un ellos, que está estrechamente ligada a la experiencia migratoria, porque es precisamente aquí, en la confrontación entre un nosotros y un ellos, donde aflora la incomprensión, el rechazo, el miedo a lo diferente, que pueden desembocar en odio, xenofobia y distintas formas de violencia. El «nosotros» permite construir comunidad y ayuda a vivir, pero puede volverse muy restrictivo, hasta el punto de considerar a todo aquel que está fuera de este «nosotros» como un enemigo. Por esto, es tan importante, no solo tenerlo muy presente, sino cuestionarnos cada vez que no sentimos empatía por el otro y lo consideramos un enemigo o lo deshumanizamos por qué lo hacemos.

Pero que no solemos interrogarnos por miedo a tener que cuestionarnos individualmente y como sociedad.

Por supuesto, cuestionarse a una misma y a la sociedad de la que se forma parte implica un esfuerzo. Y no solo el cuestionamiento, cualquier cambio que nos propongamos necesitará de nuestro trabajo. Del de cada uno como individuo y del de todos como sociedad. Es muy complicado porque el ponerse de acuerdo no es fácil, no ha sido fácil llegar a los acuerdos a los que hemos llegado en este presente, y tampoco será fácil alcanzar los acuerdos a los que necesitamos llegar para seguir conviviendo amablemente en el futuro.

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