Pensamiento

Pensar con María Zambrano

Desde una posición filosófica a contracorriente, que se va configurando como una búsqueda de la razón poética, María Zambrano buscó abrir «claros del bosque» en los que replantear una nueva relación del ser humano consigo mismo y con el mundo.

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10
marzo
2025

«Escribir es defender la soledad en que se está»: con esta frase inicia María Zambrano su artículo «¿Por qué se escribe?», publicado por primera vez en 1934 en la Revista de Occidente y recogido posteriormente en el libro Hacia un saber sobre el alma. El texto aparece pocos meses antes que el artículo que dará nombre al citado volumen y que marcará el inicio de su distanciamiento con Ortega y Gasset. «¿Por qué se escribe?», ya en su arranque, tiene así algo de profético en su casi disimulada declaración de independencia, en la certeza de que quien comienza a escribir, si no quiere traicionarse, solo puede seguir su sendero propio. Algo que ya barruntaba aquella niña que, como recordará una Zambrano anciana, quiso ser una caja de música, pero al mismo tiempo presintió que no le valía la música de otros, la melodía ya escuchada:

«Primeramente quise ser una caja de música. Sin duda alguna me la habían regalado, y me pareció maravilloso que, con solo levantar la tapa, se oyese la música; pero sin preguntarle a nadie, ya me di cuenta de que yo no podía ser una caja de música, que yo tendría que ser una caja de música inédita, una caja de mi música, de la música de mis pasos, de mis acciones… Y yo era una niña que no tenía remordimientos, y aun sin ellos, temía o sabía que una caja de música no se podía ser».

Cualquiera que se adentre en el pensamiento zambraniano no puede obviar ese gesto que está ya desde el principio: no se escribe desde un espacio abstracto, impersonal, desde ese no lugar sin rostros donde resplandece pura e inmaculada la Verdad. Se hace desde una vida concreta, una vida que se reconoce en esa soledad como un territorio propio y a la vez como algo que pide ser rebasado. «Alguien herido pregunta / en la oscuridad», escribe Gil de Biedma en el poema que le dedica a María Zambrano, y, en efecto, hay «alguien herido» al fondo de este pensamiento, que muestra inequívocamente una voluntad sanadora, por más que no será precisamente el acto de preguntar, sino más bien el de la escucha, el que marcará su peculiar camino filosófico. Para Wittgenstein la filosofía es ante todo un trabajo sobre uno mismo, y, desde luego, así se presenta en la autora de El hombre y lo divino, para quien la labor filosófica es todo menos una entrega a un supuesto saber desinteresado. Aquí hay desde luego intereses en juego, y el interés máximo es la propia vida, la de cada uno, la de todos.

Zambrano se muestra especialmente reticente a la hora de usar la jerga filosófica

En su libro Claro del bosque Zambrano evoca la mirada de la Medusa, aunque sin las connotaciones puramente negativas que esta suele traer aparejada. La Gorgona es, para nuestra filósofa, imagen del terror que a la postre libera, de cuya sangre, como nos cuenta la mitología, nació Pegaso, el caballo alado. No es tanto el monstruo de mirada letal como un rostro que fascina, del que no se pueden apartar los ojos porque encierra un secreto que causa temor, pero del que no se puede prescindir. No son pocos los lectores que han sentido una fascinación semejante a la hora de acercarse a la obra de la filósofa española, una fascinación que puede ser perfectamente compatible con el desconcierto, incluso (¿por qué no?) con la irritación o con cierto malestar ante determinados pasajes, en los que no resulta raro perder pie. Nos hallamos ante una obra extraordinariamente compleja y que ofrece no pocos problemas de lectura.

Sin embargo, la dificultad en el caso de Zambrano no reside, a diferencia de tantos filósofos, en el uso de una terminología muy precisa o de tecnicismos de escuela. Zambrano se muestra especialmente reticente a la hora de usar la jerga filosófica, lo que, si por una parte parece facilitar la puerta de entrada en su pensamiento, por otro lado hace difícil reconocer el diálogo –latente en muchos casos, no explícito– que la escritora establece con la tradición. La palabra fascinante de Zambrano semeja a menudo un hallazgo repentino, un nacimiento inesperado sin padres ni madres, pero detrás, si se escucha con oído atento, pueden oírse los ecos de múltiples voces: desde luego Ortega y Gasset, pero también Platón y los presocráticos, Plotino, Séneca y la escuela estoica, Leibniz, Spinoza, Nietzsche, Scheler, Heidegger…


Este texto es un fragmento de ‘Pensar con María Zambrano’ (Editorial Ciudad Nueva), de José Luís Gómez Toré. 

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