José Luis Fernández Casadevante «Kois»
«La agricultura urbana reconstruye comunidades»
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La gentrificación, la especulación inmobiliaria, la emergencia climática y otros factores menos visibles, pero igualmente nocivos (la soledad no deseada, el aislamiento, etc.) obligan a reinventar las ciudades para hacer de ellas espacios donde la naturaleza vuelva a unirnos. Zonas verdes y pequeñas reservas de la biosfera son algunas soluciones que se practican desde hace años. Pero hay otras que aún no han desarrollado todo su potencial, como los huertos urbanos. De todo ello hablamos con el sociólogo José Luis Fernández Casadevante «Kois» (Madrid, 1978) a propósito de su último ensayo, ‘Huertopías’ (Capitán Swing).
¿Qué aportan a las ciudades los huertos urbanos?
Muchas veces nos ceñimos a lo más obvio: los huertos producen algunos alimentos y nos dan de comer, pero es mucho más lo que aportan. En el libro planteo una aproximación que trata de ver todas las potencialidades de los huertos urbanos, que en algunos casos se están empezando a desplegar y, en otros, están por explorarse aún, y que tienen que ver con su capacidad para generar espacios de encuentro vecinales, cohesionar y volver a trazar vínculos entre las personas, conformándose como espacios de participación ciudadana, espacios para la educación ambiental, lugares para abordar las transformaciones en el sistema alimentario, puesto que se vinculan con cooperativas de consumo y otra serie de iniciativas que abordan la relaciones en el espacio urbano, lugares en los que se desarrollan terapias médicas que están reconocidos en los sistemas nacionales de salud, huertos que pueden, además, como complemento, ayudar a complejizar, ecologizar y hacer más útiles a nivel social determinados equipamientos. Hay huertos en centros de salud, bibliotecas, polideportivos… Tienen muchas potencialidades que estamos empezando a explorar.
¿Hasta qué punto es posible ruralizar una ciudad?
Todavía no lo sabemos, es una apuesta. Entendemos que el futuro de las ciudades no es esa imagen que nos han vendido el cine y la ciencia ficción de coches voladores, tecnologizadas por completo, sino que pasa más por hacernos cargo de lo que plantea la ciencia que va a ser nuestro futuro: vivir con menos recursos, menos energía y en entorno medioambientales más adversos. Eso no parece negociable, y las ciudades tendrán que adaptarse a esa realidad, y una de las formas de adaptación clave es profundizar en los procesos de renaturalización, de penetrar y abrir hueco a la naturaleza en la ciudad. Eso podría hacerse también a partir de generar espacios comestibles, huertos, plantando árboles frutales… La clave es pensar cómo hacemos que la alimentación, el cultivo y la producción de alimentos arraigue en el corazón de las ciudades, tanto literal como metafóricamente.
La agricultura urbana, ¿de qué difiere principalmente de la agricultura tradicional?
Hasta ahora se está planteando la dimensión, digamos, más productiva, a nivel intensivo, de cómo maximizar la producción de alimentos dentro de la ciudad. La agricultura urbana ha dado de comer, pero sobre todo ha tenido esta vocación de juntar personas, de reconstruir comunidades especialmente en contextos de crisis, que son los momentos en los que aparece con más fuerza la necesidad de generar lugares de encuentros y socializar y reconstruir desde la cooperación, desde la ayuda mutua, y así a lo largo de la historia. Su grueso de actividad no es tanto el material que produce como a cuántas personas es capaz de reconectar con el funcionamiento alternativo de los sistemas alimentarios, y de reconectar tanto con su barrio como con otras personas.
«Stephen Ritz, profesor en el Bronx, puso a trabajar a sus alumnos más conflictivos en huertos. Eso mejoró los resultados académicos de los muchachos, y la solidaridad entre ellos»
Plantar lechugas contra el fracaso escolar. ¿De qué modo incide esta práctica en el rendimiento de los más jóvenes?
Ha sido una herramienta que viene utilizándose casi desde hace un siglo en las sucesivas olas de renovación pedagógica, de democratización del funcionamiento de las escuelas. Los huertos se introdujeron como pequeños lugares de reconexión con la naturaleza para que un chaval supiera de primera mano de dónde vienen los alimentos y tuviera vivencias significativas en este contacto con la naturaleza. A partir de ahí, ha habido desarrollos completamente transformadores, como el del profesor de un instituto en el Bronx, Stephen Ritz, que puso a trabajar a sus alumnos más conflictivos en huertos para después cocinar entre todos los alimentos que producían. Eso mejoró los resultados académicos de los muchachos, y la solidaridad entre ellos. Iniciativas como esta son muy inspiradoras. Fue reconocida con el Global Teacher Prize Machine, el equivalente en educación al Nobel. Este tipo de prácticas demuestran cómo a partir de un huerto se puede transversalizar el conjunto de currículum educativo. Todo se puede aprender a partir de actividades culturales, supone entender que a los adolescentes determinadas actividades les vuelven a conectar con las otras materias escolares, y aceptar el desafío de salir de determinadas inercias y apostar por la innovación educativa.
«A partir de un huerto se puede transversalizar el conjunto de currículum educativo»
Uno de los principales problemas a corto plazo tienen que ver con la salud mental. ¿Serviría de ansiolítico la agricultura urbana?
Sí. No es que lo crea, sino que la ciencia, incluso la psiquiatría ha acabado reconociendo los beneficios para algunas personas de este tipo de hábitos. Acudir a un curso de terapia hortícola durante cuatro semanas resulta igual de terapéutico que tomar determinados medicamentos. No se trata de suplir, pero sí de completar; de hecho, la terapia hortícola forma parte de los sistemas de salud de Reino Unido o Estados Unidos, y hay programas de estudios oficiales que abordan esta cuestión. Hemos evolucionado en la naturaleza y, a pesar de que los huertos urbanos son espacios más domesticados o más artificiales, generan muchas mejoras en la salud mental. Son, además, unas de las fórmulas más eficaces para sacar a la gente de casa cuando hay problemas de soledad no buscada, de depresión, de ansiedad… Facilitan reconectar con otros, ofrecen un lugar donde concentrarnos en una actividad, dando espacio al lado más introspectivo, o a relacionarnos con otras personas. Se empieza hablando de plantas y verduras y se acaba hablando de nosotros.
«Acudir a un curso de terapia hortícola durante cuatro semanas resulta igual de terapéutico que tomar determinados medicamentos»
Hábleme de las iniciativas de crear huertos en cementerios, como la práctica de Berlín, en Prinzessinnengarte. ¿Ve eso posible en un país como el nuestro?
Posible es: se hace en otros lugares, aunque sean cuestiones que puedan resultar chocantes. También en Madrid nos dijeron que era imposible tener huertos urbanos comunitarios y, después de varios años, ahora contamos con un programa municipal con setenta huertos comunitarios; lo posible y lo imposible no está definido, hay que ver si es viable, que la gente lo vea como deseable y que encaje dentro de la propia legislación, que evoluciona para contestar a los desafíos de los tiempos. Estamos abocados a realizar estos procesos de renaturalización masiva para encontrar esos lugares donde crear espacios verdes, pequeñas reservas de biodiversidad en ciudades.
¿Tienen cabida las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial en la agricultura urbana?
Sí, deberían tenerla. Pienso en los proyectos aeropónicos: las innovaciones tecnológicas pueden ayudarnos a ser mucho más eficientes en la producción de alimentos en contextos urbanos, siempre y cuando no caigamos en relatos tecnoentusiastas o de lo que yo llamo «ilusionismo tecnológico», porque las innovaciones tecnológicas no nos van a ahorrar los problemas complejos que tienen que ver con cómo transformamos las ciudades. Hay que pensar en la planificación territorial, en cómo reconectar campo con sociedad, en cómo modificamos nuestros sistemas alimentarios…
Ahora que menciona la aeroponía, pienso en las granjas verticales, como las que se abrieron en Japón, después de Fukushima, en 2011. ¿Se les puede llamar granjas?
Son lugares donde se producen alimentos, no sé si son granjas exactamente. Nos gustan ponerles ese nombre por una cuestión de cierto romanticismo, pero son innovaciones interesantes en determinados contextos climáticos o geográficos donde prácticamente no hay sol, por ejemplo, y pueden ser tecnologías útiles para completar determinados sistemas alimentarios. La parte tramposa en estos casos es no incorporar las contabilidades de forma rigurosa, los balances energéticos, por ejemplo, ni ser transparentes en la parte más política: quién tiene las patentes, quién hace esas macroinversiones financieras… Hay cuestiones que hay que hablar, no quedarnos con los titulares del tipo «un rascacielos que produce comida». Pueden ser elementos positivos, pero no son una alternativa per se, por el volumen o coste energético que tienen, incluso visualmente, porque podríamos acabar teniendo granjas para producir cerdos en edificios que parecen oficinas. Eso no conecta demasiado con las transformaciones que necesitamos, sino que agrava los problemas.
¿Cuál es principal obstáculo para la práctica de los huertos urbanos, la gentrificación, la contaminación, la falta de espacio?
La falta de espacio es un problema global en las ciudades. Cada metro cuadrado de suelo está sometido a mucha presión, hay que disputar cada fragmento de tierra para ver el uso adecuado. Por eso hay que reivindicar la importancia de la agricultura por sus potencialidades, es necesario producir alimentos y generar esos espacios de activismo y de dinamización comunitaria de los que hablábamos antes.
Muchas comunidades locales se movilizan para reverdecer los barrios populares, pero cuando lo logran, pasado un tiempo, las dinámicas del mercado inmobiliario vuelven a empujarlas a entornos menos atractivos. ¿Cómo combatir esta situación?
Hay que explicitar un problema que existe, que tiene que ver con la gentrificación. El mayor poder adquisitivo es una dinámica que opera en las ciudades, pero este riesgo no puede abocarnos a la parálisis. Ahora nos encontramos con mucha gente que no quiere que construyan un metro cerca de donde viven ni un parque, porque eso aumentará los alquileres del lugar, pero hay que mejorar la calidad de vida de la gente, si no, podemos acabar en una espiral en la que reivindicamos vivir peor para que no nos reemplacen. Hay que hacer transformaciones urbanas ágiles, no podemos caer en la parálisis. Sí, hay riesgos, cualquier tipo de intervención puede tener contradicciones, por eso hay que pedir a las administraciones públicas un mayor compromiso para que estas prácticas no se den. Que haya estrategia que inhiba al mercado de tratar de acaparar las mejoras, porque las zonas verdes y los huertos por sí solos no gentrifican.
«Hay que mejorar la calidad de vida de la gente, si no, podemos acabar en una espiral en la que reivindicamos vivir peor para que no nos reemplacen»
De las muchas experiencias urbanas transformadoras que recoge el libro, ¿por cuál siente especial querencia?
Hay muchas… Tengo un especial interés por Detroit: la capacidad que ha tenido una ciudad como esa, en banca rota municipal, con un colapso sociourbanístico radical, con una crisis de unas dimensiones no conocidas en ciudades occidentales, de reinventarse a partir de la agricultura urbana, encontrando en ella una de las piezas para refundarse y reorganizarse, para satisfacer las necesidades de la gente que se ha visto obligada a quedarse cuando la mitad de la población huyó, es algo realmente inspirador. Crearon agrobarrios, consiguiendo una regeneración urbana a partir de entender que la agricultura urbana podía ser un espacio capaz de rehabilitar un barrio, tanto en lo social como lo económico.
¿Qué los huertos urbanos se ubiquen en las periferias de las ciudades es solo una cuestión urbanística?
Hay un factor urbanístico, es cierto: los centros de las ciudades son barrios mucho más compactos, más consolidados urbanísticamente, y los márgenes, las periferias, cuentan con más espacios. Por otro lado, a las afueras de los centros las zonas están más empobrecidas y los tejidos asociativos son más fuertes, más densos, y el interés por estas cuestiones está más representado. Además, este tipo de iniciativas son muy inclusivas, y hay una mayor diversidad cuanto más nos alejamos de los centros.
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