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El desapego según el budismo

Para Siddhartha Gautama, el Buda, el sufrimiento surge del anhelo de que las cosas sean distintas a como son. El budismo nos recuerda que nada nos pertenece.

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12
diciembre
2025

En el núcleo mismo de las enseñanzas budistas palpita lo que, a primera vista, parece ser una paradoja: para vivir plenamente, hay que aprender a soltar. Frente al impulso humano de poseer —cosas, relaciones, ideas—, el budismo propone el desapego como vía hacia la liberación. Más que de negar el mundo, se trata de habitarlo sin quedar atrapado por él.

Siddhartha Gautama, el Buda, nacido en el siglo VI a. C. en Lumbini, enseñó que el sufrimiento (dukkha) surge del deseo (tanhā), es decir, del anhelo de que las cosas sean distintas a como son, de la resistencia al cambio, de la ilusión de la permanencia. Su diagnóstico, formulado en las Cuatro Nobles Verdades, sigue siendo de una precisión psicológica asombrosa: el dolor humano no procede solo de lo que nos ocurre, también proviene nuestro apego a lo que quisiéramos que ocurriera.

Para el budismo, el desapego no implica indiferencia, sino una comprensión profunda de la impermanencia. Todo cambia, todo fluye. Los vínculos, los cuerpos, las emociones. El sufrimiento comienza cuando intentamos fijar lo que, por naturaleza, está destinado a transformarse.

En el Dhammapada, una de las compilaciones más antiguas de textos budistas atribuidos al Buda, se nos dice que del apego nace el pesar y del desapego, la serenidad. El mensaje es sencillo pero radical y, en resumidas cuentas, viene a decirnos que la paz interior surge de la aceptación y no del control sobre lo que nos rodea.

El sufrimiento comienza cuando intentamos fijar lo que, por naturaleza, está destinado a transformarse

Esta noción influyó en muchos pensadores occidentales. El filósofo alemán Arthur Schopenhauer, uno de los primeros en integrar ideas budistas en su obra, escribió en El mundo como voluntad y representación (1819) que el deseo es una fuente inagotable de sufrimiento. Admiraba la claridad con la que el budismo había diagnosticado esa cadena de insatisfacción, y propuso, a su modo, la renuncia a la voluntad como camino hacia la quietud.

Friedrich Nietzsche, aunque crítico con el pesimismo schopenhaueriano, también reconoció en el budismo una religión (o, más bien, filosofía) para la higiene del alma, un sistema ético sin dogmas, capaz de conducir a una forma superior de autoconocimiento. Más tarde, escritores como Albert Camus o Simone Weil retomaron esa mirada desprendida ante la vida. Weil, por ejemplo, dijo que la atención pura, sin apego, es, en realidad, una forma de amor, señalando que solo quien deja de proyectar sus deseos sobre el mundo puede percibirlo verdaderamente y, por tanto, amarlo. En todos los casos, hay una constante: el desapego es una forma de lucidez.

La trampa del apego moderno

El desapego budista adquiere una relevancia particular en nuestra época. Las redes sociales, el consumo compulsivo o la cultura del yo hiperconectado han transformado el deseo en un mecanismo perpetuo de insatisfacción. Siempre falta algo, ya sea más reconocimiento, más objetos o más experiencias.

El psicólogo y monje vietnamita Thich Nhat Hanh, figura esencial del budismo contemporáneo, explica que el apego, lejos de ser amor, es una forma de miedo. Amar sin apego es posible cuando comprendemos que el otro no nos pertenece y que el verdadero amor libera, no encadena. Su enseñanza, heredera directa del budismo zen, traduce la práctica del desapego en términos de compasión activa y presencia consciente.

Desde la psicología moderna, algunos conceptos se aproximan a esta idea. El mindfulness o la atención plena —una práctica derivada del budismo, que, sin embargo, al estar de alguna manera enroscada en los valores capitalistas, se aleja de su camino— enseña a observar pensamientos y emociones sin identificarse con ellos. Jon Kabat-Zinn, pionero en integrar esta práctica en la medicina occidental, define la atención plena como la conciencia que surge al prestar atención, intencionalmente, en el momento presente y sin juzgar. Esa neutralidad es, en esencia, una forma de desapego cognitivo.

La economía y la tecnología también nos empujan al apego constante. Nuestros dispositivos almacenan recuerdos, conversaciones, imágenes; pero también fijan nuestra (supuesta) identidad. Nos aferramos a la idea de estar permanentemente disponibles, conectados, visibles. En este contexto, el desapego puede entenderse como un acto de libertad, de desconectarse, callar y dejar pasar.

En el contexto digital, el desapego puede entenderse como un acto de libertad, de desconectarse, callar y dejar pasar

Incluso la naturaleza, desde otra perspectiva, nos ofrece lecciones de desapego. El escritor japonés Kenko Yoshida, en su Tsurezuregusa (siglo XIV), observaba cómo las flores de cerezo eran más bellas porque estaban destinadas a caer. Su efímera vida era precisamente lo que las hacía valiosas. Esa sensibilidad hacia la impermanencia —que en Japón se denomina mono no aware, algo así como el pathos de las cosas— resume a la perfección parte de la filosofía del desapego: la belleza está en lo que desaparece.

Desapegarse para habitar el presente

Entonces, el desapego, entendido correctamente, es una manera de estar, en general, más presentes. El Dalái Lama asegura que no se trata de que debamos renunciar a todo, sino de dejar de ser esclavos de lo que poseemos. Esa diferencia es crucial. Desapegarse no significa abandonar las responsabilidades o los afectos, significa reconocer su transitoriedad.

En un ensayo reciente titulado Ecoespiritualidad para laicos: cuaderno de apuntes (El Desvelo, 2024), el escritor español Jorge Riechmann retomaba este concepto en clave ecológica. En tiempos de crisis climática, el desapego puede leerse también como un gesto político, algo que puede guiarnos a reducir el deseo de consumo y a reconciliarnos con la fugacidad de los recursos.

El budismo enseña que todo lo que nace está destinado a transformarse. El desapego no busca, pues, anular el deseo, al contrario, busca separarlo del concepto de posesión. Implica renunciar a la ilusión de control y aprender a estar presentes en lo que existe ahora. Más que nunca, recuperar el arte de soltar es un acto de resistencia y, también, cómo no, de bondad hacia nosotros mismos. Quizás en ese desapego sereno encontremos la forma más pura de existencia y plenitud.

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