Afganistán: cuando el silencio internacional es cómplice
El pasado 15 de agosto se cumplieron cuatro años de la toma del poder en Afganistán por parte de los talibanes. Un período de horror y violaciones de derechos humanos que tiene a las mujeres y niñas como objetivos principales.
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En Afganistán, cada día es una carrera de obstáculos para sobrevivir, especialmente si eres mujer, niña, periodista, defensor de derechos humanos, integrante de una minoría étnica o religiosa, o simplemente alguien que se atreve a pensar distinto de los talibanes. Bajo el yugo de las autoridades de facto talibanas, el país vive una crisis de derechos humanos que no cesa. La persecución por motivos de género, la represión política y las ejecuciones extrajudiciales ya no son excepciones: son la norma.
La represión talibana se sostiene sobre un elemento clave: el desmantelamiento total del sistema de justicia. Desde que tomaron el poder en agosto de 2021, hace ya cuatro años, han sustituido la Constitución y la legislación nacional por un sistema opaco, arbitrario y sin garantías, basado en su estricta interpretación de la sharia. No hay leyes claras ni tribunales independientes. Las sentencias dependen de interpretaciones personales y contradictorias de los textos islámicos: un mismo delito puede acarrear desde una breve detención hasta la lapidación pública.
La justicia talibana no es justicia: es un instrumento de control. Los juicios se celebran a puerta cerrada, sin supervisión pública ni documentación. La gente es arrestada sin orden judicial, detenida sin juicio o desaparecida. Las condenas se ejecutan en plazas y estadios, con castigos corporales y ejecuciones públicas que violan flagrantemente el derecho a la dignidad y la prohibición de la tortura. Como dijo una exjueza ahora en el exilio: «No hay independencia judicial ni juicios con garantías. De la noche a la mañana lo han convertido en algo aterrador e impredecible».
La purga del sistema judicial ha borrado a las mujeres de la administración de justicia. Antes de 2021, representaban hasta el 10% de la judicatura y un cuarto de la abogacía colegiada. Hoy, la mayoría vive escondida o en el exilio. Los Tribunales de Familia, las Unidades de Justicia de Menores y las Unidades de Violencia contra las Mujeres han sido eliminados. Para las mujeres afganas, la justicia ya no es un derecho que puedan ejercer, sino algo de lo que deben sobrevivir sin esperar protección.
Este colapso jurídico agrava todas las demás violaciones de derechos humanos. Las mujeres y las niñas están sometidas a un verdadero apartheid de género: se les prohíbe estudiar más allá de la escuela primaria, trabajar en la mayoría de los sectores, viajar sin acompañante masculino y, desde hace poco, incluso que su voz se escuche en público. Las oportunidades económicas desaparecen y los hogares encabezados por mujeres caen en la pobreza más extrema.
Las mujeres y las niñas están sometidas a un verdadero apartheid de género
Pero la represión no se detiene ahí. Periodistas, activistas, antiguos funcionarios y líderes comunitarios son encarcelados, torturados o ejecutados. Entre 2021 y 2024, al menos 336 periodistas fueron arrestados, hostigados o agredidos. La comunidad hazara chií sigue siendo blanco de ataques mortales, en muchos casos reivindicados por el Estado Islámico del Gran Jorasán, mientras los talibanes perpetúan la discriminación religiosa y cultural.
En este contexto de impunidad, un hecho reciente marca un hito: la Sala de Cuestiones Preliminares de la Corte Penal Internacional ha emitido recientemente órdenes de detención contra el líder supremo talibán, Haibatullah Akhundzada, y el jefe del poder judicial, Abdul Hakim Haqqani, por su presunta responsabilidad en el crimen de lesa humanidad de persecución de género. Este anuncio es un paso crucial para hacer rendir cuentas a quienes han orquestado la privación, basada en el género, de derechos fundamentales como la educación, la libertad de circulación y expresión, la vida privada y familiar, la libertad de reunión y la integridad física. Es un rayo de esperanza para mujeres y niñas afganas y para todas las personas perseguidas por su identidad o expresión de género, incluida la comunidad LGBTQI.
La crisis humanitaria agrava aún más el sufrimiento: más de la mitad de la población necesita ayuda; 12 millones sufren inseguridad alimentaria y casi tres millones de niños padecen desnutrición aguda. El sistema sanitario está al borde del colapso y solo el 10% de las mujeres puede acceder a atención médica. Las inundaciones de 2024, consecuencia de la crisis climática, devastaron 32 de las 34 provincias.
Frente a este panorama, la comunidad internacional no solo ha fallado en proteger a la población afgana: ha sido cómplice por omisión. No se ha creado un mecanismo independiente para investigar y preservar pruebas de crímenes de derecho internacional, pese a las demandas de decenas de organizaciones, incluida Amnistía Internacional. Algunos países —Alemania, Australia, Canadá y Países Bajos— han llevado al Estado afgano ante la Corte Internacional de Justicia por violaciones de la Convención sobre la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer, pero esto no basta.
Amnistía Internacional exige que los talibanes restablezcan un sistema jurídico formal, constitucional y con garantías, que respeten la independencia judicial y retiren de inmediato los edictos y castigos crueles que violan los derechos humanos. Pide también que la comunidad internacional reconozca el apartheid de género como crimen de derecho internacional y ejerza una presión diplomática y política sostenida para poner fin a este régimen de terror legal.
Afganistán no es una causa perdida. Su sociedad civil sigue resistiendo con un valor extraordinario: mujeres que enseñan y aprenden en la clandestinidad, periodistas que informan pese a la censura, comunidades marginadas que luchan por sobrevivir. El mundo tiene la obligación —y aún la oportunidad— de ponerse de su lado.
Mirar hacia otro lado no es neutralidad: es complicidad. La historia nos juzgará no solo por lo que hicieron los talibanes, sino por lo que hicimos —o dejamos de hacer— para detenerlos.
Ángel Gonzalo es periodista de Amnistía Internacional encargado del trabajo sobre Afganistán.
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