Internacional

La letra pequeña del fracaso en Afganistán

Sobre el conflicto afgano se sigue diciendo que la operación fue un éxito, aunque falleciera el paciente. Sin embargo, urge evaluar y aprender porque, de otro modo, seguiremos repitiendo errores con un altísimo coste humano.

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24
septiembre
2021

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El curso pasado elegí el caso de Afganistán para analizar con los estudiantes de la asignatura de Desarrollo Internacional los desafíos de estabilización y construcción de Estados viables en países en conflicto. Les pedí que sacaran conclusiones sobre un conjunto de materiales que ilustraban la intervención desde el terreno, contando la experiencia de militares, diplomáticos y otros actores que habían sido parte de la misma.

También les proporcioné el documental This is What Winning Looks Like y capítulos de dos libros firmados por el militar Emile Simpson, War from the Ground Up y el diplomático Rory Stewart, Can Intervention Work?, ambos conocedores directos de Afganistán. También repartí una lectura del Banco Mundial sobre desarrollo en países en conflicto y un balance sobre los esfuerzos de construcción de la democracia en Medio Oriente de Thomas Carrothers.

«No puede hablarse de buenos proyectos si estos fracasan a la hora de ponerlos en práctica»

No les costó mucho percibir que, más allá de otros factores, Afganistán es un buen ejemplo de los enormes problemas de implementación que afectan a las intervenciones en los llamados ‘Estados fallidos’ y que, entre otros, incluyen a numerosos países africanos como Mali, Libia, Sudán del Sur o Níger; algunos asiáticos como Siria, Nepal, Yemen y el propio Afganistán; y Haití, en el hemisferio occidental.

Es importante destacar esta dimensión porque la mayoría de los análisis sobre el fracaso en Afganistán la pasan por alto o la dejan en muy segundo plano. Desde mi propia experiencia en la reconstrucción de Haití, la distancia entre intenciones y resultados es tan grande que va mucho más allá de los factores de contexto que a menudo se señalan como la razón principal del fracaso. No puede hablarse de buenas estrategias, programas o proyectos que fracasan en la puesta en práctica. Es su efectividad sobre el terreno lo que hace de las intervenciones un éxito y eso depende de interiorizar desde su diseño las restricciones políticas y culturales que enfrentan.

La apuesta por objetivos excesivamente ambiciosos pero políticamente atractivos, el voluntarismo de profesionales bien intencionados con fe excesiva en su capacidad de vencer los obstáculos, la insistencia en buscar soluciones técnicas para problemas que ni están bien diagnosticados, ni tienen una respuesta exclusivamente técnica, y la dificultad para reconocer que las cosas no van como se esperaba son un círculo vicioso que se repite demasiadas veces.

«Hay quien dice que en Afganistán ha habido tantas estrategias como años ha durado la intervención»

El primer problema habla de una articulación conflictiva y poco funcional entre la estrategia política y la intervención operativa. Los objetivos políticos de la intervención han ido moviéndose en el tiempo y se han definido, entre otros, como lucha contra el terrorismo, liquidación de la insurgencia talibán, construcción de un Estado estable, erradicación de la pobreza –hasta promoción de la democracia y los derechos humanos–. Hay quien dice que ha habido tantas estrategias como años ha durado la intervención y lo cierto es que no valen los mismos medios para fines tan diferentes en alcance y profundidad.

Por otro lado está el problema de la coherencia entre los planes operativos y la estrategia política. Si los planes exigen en tiempo, recursos y capital político unas condiciones que no se cumplen, los estamos abocando al fracaso. Políticos y militares han operado con hipótesis de trabajo diferentes que no han sabido reconciliar, siendo ambos conscientes de esta contradicción. Como advierte Emile Simpson, las guerras actuales son mucho más políticas y, por ello, separar las esferas del poder político y militar se hace más difícil. Los militares están acostumbrados a trabajar bajo misiones precisas y bien definidas, con una idea clara de lo que significa ganar una guerra; no es evidente cómo visualizar la victoria en los conflictos que enfrentamos.

Hasta el más modesto de los objetivos planteados pasaba por dotar a Afganistán de unas fuerzas de seguridad con un nivel mínimo de competencia y legitimidad en lo que constituye la función más básica del Estado moderno: el control de la violencia. Lamentablemente, la ambición fue mucho más lejos y se aplicó todo el catálogo de temas de desarrollo institucional: justicia, derechos humanos, elecciones, servicio civil, regulación económica, registro, descentralización, Estado de derecho y –como no podía ser de otra forma– la lucha contra la corrupción.

«Las fuerzas de seguridad de Afganistán se diseñaron para operar de un modo que les hacía dependientes de equipos internacionales»

Esto supuso no solo dividir la financiación en multitud de iniciativas diversas, sino desviar el recurso más escaso, que es la atención y voluntad política, de la función básica de seguridad en la que había que poner todas las energías. En la construcción del Estado hay un itinerario histórico que, en una primera etapa, conecta la seguridad con la burocracia y en el que, posteriormente, la democracia constituye un hito generalmente posterior. Como decía Huntington: la diferencia no es tanto si el Estado es de un tipo u otro, sino la medida en el que existe o no.

Si bajamos un escalón en la intervención, el modelo elegido para el despliegue de las fuerzas de seguridad se parecía demasiado al propio de un país desarrollado. Un militar norteamericano que sirvió en Afganistán utiliza la metáfora de trasplantar un hotel Marriot en Washington D.C., con piscina y gimnasio incluidos, a la mitad del desierto sin modificar las hipótesis de funcionamiento. Obviamente no encajaría en absoluto, y el hotel quedaría inservible. A su juicio, esto es lo que ha pasado con las fuerzas de seguridad en Afganistán. Se diseñaron para operar de un modo que les hacía dependientes de equipos y contratistas internacionales, cuya desaparición repentina les dejó sin apoyo aéreo para realizar sus misiones. A esto se suma la falta de recursos para preparar adecuadamente a policías y militares: se planteó un objetivo imposible de una fuerza con 350.000 efectivos. También un comandante de la Guardia Civil desplegado en Afganistán describía en una entrevista la inviabilidad de formar en dos meses a jóvenes afganos de entre 16 y 18 años, analfabetos y sin la mínima preparación física.

«La precariedad de todo este entramado básico estaba patente y no sorprende la facilidad con la que se ha descompuesto»

Algo típico de muchas intervenciones de construcción del Estado en países en vías de desarrollo es poner el foco en una combinación de dotación material y formación básica operativa. Como indica Mike Jason, un exmilitar norteamericano que estuvo destacado en Afganistán, no se puso el énfasis en construir las fuerzas de seguridad como instituciones –lo que exige un marco de políticas y capacidades administrativas básicas de selección, formación, promoción de cuadros, gestión de retribuciones e incentivos, control y disciplina–. Esto es lo que al final constituye la espina dorsal de los cuerpos de seguridad como organizaciones profesionales y le da la consistencia de liderazgo y valores culturales para enfrentar situaciones adversas. La precariedad de todo este entramado básico estaba patente y no sorprende la facilidad con la que se ha descompuesto.

Por último, y en esto insiste mucho Rory Stewart, la asistencia se proporciona de un modo excesivamente fugaz, sin preparación previa adecuada y con rotaciones muy cortas, lo que hace muy difícil construir confianza. En primer lugar, ha predominado la adopción de soluciones técnicas estandarizadas y genéricas sin una lectura del contexto. En segundo lugar, han faltado mecanismos para dar más continuidad institucional a los apoyos, más allá de la asignación de territorios por países. Tiende a abrirse una distancia muy grande a la hora de comprender los problemas entre los que están destacados sobre el terreno (y observan la verdadera marcha de las cosas) y los reportan y planifican, que trabajan parta satisfacer expectativas políticamente sesgadas en los países de origen.

Sobre Afganistán se sigue diciendo que la operación fue un éxito, aunque falleciera el paciente. Falta una lectura crítica de la ausencia de articulación. Se echa de menos un análisis pausado de las estrategias operativas aplicadas. Y sigue habiendo una distancia muy grande entre la lectura de los que han vivido los problemas sobre el terreno y aquellos que los han interpretado en las capitales. Urge evaluar y aprender porque, de otro modo, seguiremos repitiendo errores con un altísimo coste humano.


Koldo Echebarria es director general de Esade.

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