‘Adolescencia’ o la cultura de la fustigación
Me pregunto qué influencia tendrá sobre la próxima generación haber nacido dentro de una pintura negra, obligados a sospechar de sí mismos. Hijos de un enorme cinismo. Nadie, ni en los libros ni en las películas ni en la calle ni en el discurso de los políticos, les ofrece una mínima palabra de aliento.
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He sabido que en los institutos británicos van a proyectar Adolescencia. En todos. El primer ministro ha salido a decir que es muy importante. Así que ahora millones de muchachos se encontrarán ante un espejo sucio y descascarillado, donde mirarse en su perversión innata. El Gobierno británico cree en una terapia de choque que no se diferencia mucho del sistema de reeducación de La naranja mecánica. Solo que en aquella película se trataba de enfrentar a un chico descarriado con el horror y en este caso se trata de colocar a toda una generación de estudiantes –justos y pecadores– ante la peor versión de sí mismos.
No pasaría nada si no fuera la tónica general desde hace por lo menos 15 años. Un escepticismo completamente desolador cunde por todas partes, un pesimismo que no se parece a ningún otro anterior y que está escasamente balanceado. Es quizás un desprecio al ser humano, pintado siempre como un ser determinado, sin capacidad generadora, cuya única salida es la fustigación, por sí mismo o a través de los pecados de otros.
Si se analizaran con exhaustividad los productos culturales y las tendencias de las últimas décadas, se comprobaría sin duda que no hay rastro de optimismo, redención ni compasión en nada de lo que nos rodea. No existen ya las canciones tontamente alegres ni las películas en las que no aletee algún discurso moralizante. Las series que triunfan son, de fondo, desoladoras y cuando triunfa una que no lo es –piénsese en Los Durrell– cunde la euforia entre los que ya nos sentimos asfixiados.
Para la cultura ‘mainstream’ el hombre es la suma de todos los despropósitos
Se dirá que es el signo de los tiempos. Una época de depresión material y psíquica, de inestabilidad política y futuro poco halagüeño, que simplemente se imprime en la cultura contemporánea como una calcomanía. Es sencillo pensarlo de ese modo, pero también es, una vez más, cogerlo por el lado derrotista.
Somos, en parte, lo que hacemos con lo que tenemos. No únicamente sujetos determinados –como nos quiere la filosofía en boga– sino la suma de nuestras aspiraciones y la capacidad de vernos desde un ángulo favorable, o al menos no siempre desde la cara oculta. Escribió San Agustín: «Decís vosotros que los tiempos son malos. Sed vosotros mejores, y los tiempos serán mejores: vosotros sois el tiempo».
Quizá lo que falta es una aspiración real a ser mejores, la capacidad de proyectarse en un ideal. La contemporaneidad, que ha demolido todo ideal pasado, no ha sabido forjar uno nuevo. Todo su discurso se basa en la oposición o la enmienda a lo anterior, generalmente de manera política o filosófica, artificial en cualquier caso. Para la cultura mainstream el hombre es la suma de todos los despropósitos y por tanto no es posible diseñar una salida que no sea colocarlo ante una pared ciega.
Hay, en toda cultura de antaño, un rastro de optimismo insobornable emparentando con el humanismo, que se ha perdido en la actualidad. Por ejemplo, en el neorrealismo italiano, tan social y tan pesimista –tan político–, los hombres estaban destruidos pero no derrotados, usando una expresión de Hemingway. Hoy el hombre no solo está derrotado sino que lo merece y se trata solo de describir las variadas formas de la culpa. No hay humanismo posible.
Me pregunto qué influencia tendrá sobre la próxima generación haber nacido dentro de una pintura negra, obligados a sospechar de sí mismos. Hijos de un enorme cinismo. Nadie, ni en los libros ni en las películas ni en la calle ni en el discurso de los políticos, les ofrece una mínima palabra de aliento. Son sujeto político sin capacidad de extrapolarse y buscar un lugar en el mundo con buenas vistas, incluso dentro del vertedero.
No sale de su condición miserable quien no puede imaginarse de otro modo, pues la primera escapatoria es siempre a través de la fantasía. Y el discurso mayoritario determina que no hay caminos: tu esfuerzo no valdrá la pena y nunca saldrás adelante, tus amores serán de máximo dos años, tu naturaleza te empujará a hacer cosas terribles o a sufrirlas por parte de otros, el clima implacable se cernirá sobre tu cabeza como el cielo de los galos, morirás tarde o temprano, seguramente en una peste o una guerra.
Pienso que no hay gran diferencia entre proyectar en todos los institutos Adolescencia como antes llevar a los niños de mano de los curas a ver Marcelino pan y vino. El fin es siempre educativo. El problema es de perspectiva y me parece que, en la comparativa, no salimos ganando.
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