Opinión

Lo bello del pesimismo

La intensidad de la belleza que observa el pesimista en el optimista se suple con un incansable entusiasmo volcado hacia su propia mejora –autoestima, autoconocimiento, autoayuda–. Vienen solas aquellas palabras de Nietzsche que, en boca de su personaje Zaratustra, describían al optimista tan decadente como el pesimista, pero quizá todavía más nocivo.

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25
abril
2022

En el París de 1970 tuvo lugar una huelga de basureros que hizo de la capital francesa un estercolero gigante por donde deambulaban las ratas a su gusto. Cuentan que Cioran, el filósofo pesimista por antonomasia del siglo XX, salía a pasear con su amigo, el escritor Samuel Beckett, comentando que nunca había visto la ciudad de París tan hermosa como entonces. Era su pesimismo el que le permitía encontrar belleza en medio de la podredumbre. 

No son buenos tiempos para el pesimismo, y habría que preguntarse por qué. Especialmente para esa visión pesimista que da por sentado que el dolor, el sufrimiento y el desconsuelo forman parte del compendio humano por el que todos pasaremos. Es probable que el pesimismo lúcido que acompañaba las reflexiones de Cioran se comenzara a forjar en el cementerio de su pueblo natal, en Rumanía. Allí, con apenas 5 años, el pequeño Cioran jugaba con las calaveras que le daba el enterrador. No hay evidencia mejor para comprender la fragilidad de lo humano que una calavera. Quizá por eso, ahora que se pone tanto afán en ocultar del espacio público la muerte y sufrimiento, cuesta más trabajo encontrar algún tipo de belleza entre tanta consigna primaria.

El impulso vital del pesimismo alcanza su culmen en la idea de suicidio. Para el pensador pesimista, saber que existe esa posibilidad, y que está en nuestras manos, es suficiente alivio de cara a sobrellevar mejor el sufrimiento. Un sufrimiento que, como ya apuntaba Schopenhauer, es inevitable desde el momento en el que la vida del cuerpo es una muerte diferida. A fin de cuentas, hemos sido arrojados al mundo vestidos con el ropaje de la fragilidad y la finitud.

«El pesimista, desde una resignada bondad, no hace distinción entre el ‘yo’ y el ‘tú’, dado que él se reconoce en todos»

Pero he aquí que, ante esta resignación a la desolación, el pesimismo ofrece una moral de consuelo que parte de una propuesta digna de revisar: la compasión (padecer-con). Esa visión ceniza del mundo se equilibra bajo una premisa simple: somos seres insignificantes que compartimos el indigno destino de la muerte. La idea implica un sentimiento de pertenencia a un todo donde nos posicionamos unos junto a otros, pero todos al mismo nivel, evadiendo jerarquías e individualismos. Contra el egoísmo, el sentimiento del todo se presenta como la mejor tabla de salvación, provocando una moral intuitiva que se proyecta en la compasión. A fin de cuentas, el pesimista, desde una resignada bondad, no hace distinción entre el yo y el , dado que él se reconoce en todos.

Me pregunto si esta hermandad en la fragilidad humana, donde no se perciben jerarquías, no será el principal argumento de rechazo al pesimismo para todos esos que optan por la versión optimista de la vida. Si bien es solo una intuición, sospecho que la intensidad de la belleza que encuentra el pesimista en el optimista se suple con un incansable entusiasmo que se vuelca hacia su propia mejora (autoestima, autoconocimiento, autoayuda…). Y en mis sospechas, no puedo evitar acordarme de las palabras de Nietzsche, que en boca de su personaje Zaratustra,  pensaba que el optimista es tan decadente como el pesimista, pero quizá más nocivo.

Ante semejante amenaza, no hay mejor bálsamo que las palabras de Cioran: «Estamos todos en el fondo de un infierno donde cada instante es un milagro». 

Intenso y bello.

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