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El futuro y sus fantasmas

Quien vive demasiado tiempo sobresaltado termina, paradójicamente, por no inmutarse. Los profetas del desastre ya no intimidan y los titulares suenan a chacota. Obligar a la gente a vivir pendiente de un porvenir enigmático es pedirle que ponga en suspenso la vida.

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01
diciembre
2025

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Hay épocas que inducen la íntima sensación de hallarse como aquellos romanos que, desde los adarves finales del imperio, contemplaban sin convicción el horizonte viendo poco más que brumas. Si no vislumbramos el futuro, concluimos demasiado rápido que no existe. Y eso que la historia, ese espeso muladar donde una y otra vez brotan flores extravagantes, demuestra que, cuando la salida parece cegada, alguien termina inventándosela. (Conviene recordarlo, pues la desesperanza suele fingirse más razonable de lo que es).

Ahí están los neolíticos, sin otro porvenir que la caza exhausta, improvisando la agricultura; ahí Carlomagno, remendando un renacimiento primigenio en pleno derrumbe medieval; ahí las potencias del XVII, fatigadas de sangre, pactando en Westfalia una paz que nadie sabía cómo imaginar antes de tenerla delante de las narices. La historia, si algo enseña, es que la obstinación humana por abrir claros en la espesura no conoce tregua.

Cosa bien distinta es la machacona insistencia con que nuestros próceres recalcan que «hace falta imaginación». La invocan con la desenvoltura del mago que anuncia el truco: ponen en marcha la maquinaria de la razón abstracta y nos piden que saquemos el conejo de la chistera, lo cual supone, en el mejor de los casos, poner el carro delante de los bueyes. Ni el futuro se deja convocar por medio de sortilegios ni se improvisa como un brindis o una merienda.

En De anima, considerada la primera obra de psicología de la historia, Aristóteles advierte del fantasioso cauce por el que discurre la actividad del alma, en tanto que esta «nunca piensa sin la concurrencia de algún phantasma». Pero una cosa es constatar que la intuición, que es la potencia que nos permite pasar de lo sensible a lo inteligible, lleva consigo la tenue marca de lo imaginario, y otra reducir la actividad del entendimiento a fantasmagoría. Confundir ambas cosas es tomar el reflejo por la fuente.

Ni el futuro se deja convocar por medio de sortilegios ni se improvisa como un brindis o una merienda

El porvenir no es sino la decantación lenta del presente. No se revela en forma de oráculo ni en esas profecías que suenan a teletienda cuanto alguien las pronuncia, sino como un leve tirón en la trama del día, un crujido que solo percibe quien sabe escuchar el murmullo de las cosas, en vez de escrutar el mañana como si fuera el número de la lotería. A veces basta con atender a lo que ya se mueve bajo los pies.

De ahí que los movimientos que prometieron futuros diáfanos hayan envejecido como casetes deformados por el calor. Los himnos sacros de las religiones políticas del siglo XX, reducidos hoy a jingles, suenan enlatados y no emocionan a nadie. No es extraño que la ciudadanía, harta de ser emplazada a un mañana hipotético, haya aprendido a metabolizar el miedo hasta hacerse refractaria a él. Quien vive demasiado tiempo sobresaltado termina, paradójicamente, por no inmutarse. Los profetas del desastre ya no intimidan y los titulares suenan a chacota. Obligar a la gente a vivir pendiente de un porvenir enigmático es pedirle que ponga en suspenso la vida.

Nietzsche propuso, en un arrebato de esos suyos tan broncíneos, «cantar el mito del futuro». Y un mito no se fuerza; acude cuando quiere, como las viejas musas. Claro que para cantar, nos dice la filosofía, primero hace falta que anochezca y que el mochuelo de Minerva levante su vuelo. Tal vez convenga, para cantar lo que aún no es, dejar por un momento de ser filósofos y concedernos el lujo de ser mitopoetas, aunque sea solo para evitar la superstición del porvenir planificado.

Del pasado sabemos por el corazón (recordar es, etimológicamente, que algo vuelva a pasar por él) y del futuro por las corazonadas, que no son ciencia exacta pero rara vez mienten del todo. ¿Hay forma más razonable de actuar que poniendo la mano en el pecho? Quien entiende que el presente es la coagulación del pasado no se deja seducir por futurismos de cartón ni nostalgias heroicas. Sabe que estar —estar a lo que hay que estar— es la condición necesaria para llegar a ser.

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