Máriam Martínez-Bascuñán
«La posverdad es el fin del mundo común»
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COLABORA2025
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Máriam Martínez-Bascuñán (Madrid, 1979) es profesora de Teoría Política en la Universidad Autónoma de Madrid. También ha sido directora de Opinión del diario El País y sobre todo una estudiosa de Hannah Arendt, de cuya mano visita los desafíos de posverdad y credibilidad que afrontan las democracias actuales en su último libro, ‘El fin del mundo común‘ (Taurus, 2025). Bascuñán abre una grieta nueva al señalar que la gran amenaza que se cierne sobre nuestra sociedad es la fractura de ese horizonte compartido sobre el que se asienta la convivencia. Pero no todo está perdido.
Dice que el mundo común se está acabando. Si es así, ¿qué nos depara el futuro?
Yo hablo del fin del mundo común, pero no como algo irreversible. Es el diagnóstico que hago. Me detengo en lo que es el mundo común y mi diagnóstico es que la posverdad es esto, el fin del mundo común. Junto a Hannah Arendt defino esta idea del mundo común como aquello que nos conecta y nos separa a la vez. Nos conecta porque estamos todos en la misma realidad, pero al mismo tiempo nos separa porque cada uno la ve desde una perspectiva distinta. Arendt siempre habló de que la democracia tiene que velar para que exista ese mundo común. Que no se trata de que todos pensemos igual, sino que todos podamos discrepar sobre el mismo mundo. La posverdad no es que el político mienta, ya que los políticos han mentido siempre. Lo que pasa ahora es que el político utiliza la verdad o la mentira como un arma de poder para construir una realidad alternativa, que es una ficción. Lo que ha desaparecido es que hemos dejado de habitar en el mismo mundo. Para que haya un mundo común tenemos que mirar todos a ese mundo y discutir sobre él. El mundo común es también la erosión de todos esos intermediarios, de todas esas instituciones invisibles que ayudaban a sostener el suelo compartido para que fuese posible una conversación, la deliberación pública, e incluso las reglas del juego democrático. En el momento en el que caen todas esas instituciones invisibles con todos los consensos, es posible creer en realidades alternativas y en mundos ficticios que el líder es capaz de imponer. Lo vimos durante la pandemia. Por ejemplo, si alguien llega a decir que el virus no existe o que las vacunas tienen chips para controlarnos, ya no estamos discutiendo sobre el mismo mundo, ya no hay una conversación posible porque hemos roto ese suelo compartido.
«No se trata de que todos pensemos igual, sino que todos podamos discrepar sobre el mismo mundo»
«Sin pluralidad no hay mundo común», señala. ¿El problema es que los partidos políticos ahora buscan desprestigiar y deshumanizar al rival?
El problema hoy es que de alguna forma hemos sustituido la pluralidad por la lógica tribal. El tribalismo instala una lógica en la ciudadanía en la que la verdad no exige que la entiendas o que te preocupes; lo que exige es pertenencia. La fidelidad al grupo vale más que su propia opinión o que la evidencia, y el juicio crítico se convierte casi en un lujo innecesario. A los políticos les renta esto porque diluyen la pluralidad de perspectivas. Lo que estamos haciendo es meternos en tribus, en burbujas, y el criterio de validación de la verdad pasa por la palabra del líder. Nosotros repetimos lo que dice el líder frente a lo que dice el medio de comunicación desprestigiado o la evidencia científica. Hay que entender qué ha pasado para que esto ocurra, y hay que hacer una autocrítica. Muchas voces han quedado fuera de la conversación pública, fuera del radar de los políticos tradicionales y de los medios, como, por ejemplo, los chalecos amarillos. Lo que ha hecho el populista es decir: «Yo sí os escucho», se hace cargo desde la manipulación de esas demandas y las canaliza a través de la ira. Al darles voz, lo que ocurre es que homogeneiza esas voces, las manipula y, cuando llega al poder, vacía la propia democracia, ya que el populista acaba representándose a sí mismo.
«Hemos sustituido la pluralidad por la lógica tribal»
Hoy cobra sentido lo que apunta en el libro de que la tecnocracia de los Draghi deja el camino abonado para los Meloni…
Yo creo que sí. Lo hemos ido viendo con muchos temas, que por ser muy importantes o por considerar que nos jugábamos todo con eso, han salido de la discusión pública. Se han tomado decisiones políticas en nombre de la autoridad científica. Durante la pandemia esto sucedió muchísimo, y algunos políticos se envolvieron en la bandera de la ciencia y se parapetaron en ella para justificar decisiones. Al expulsar a la ciudadanía de ese tipo de decisión y escudarte en la autoridad científica, de alguna forma lo que estás preparando es el camino para la revuelta populista. Cuando se habla o se parapetan determinadas decisiones en élites de expertos, hay un riesgo de deslegitimar otras opiniones que no están especializadas. Esto genera una centralización antidemocrática, una salida tecnocrática de los problemas, que es la antesala del populismo. Cuando no explicas bien lo que quieres hacer o utilizas la autoridad del experto para justificar una decisión y la suprimes del debate público, la gente empieza a imaginar cosas, como que hay un interés oscuro. Un ejemplo claro fue este verano con los incendios. Las autoridades e instituciones parecían abandonar a mucha gente, que se sentía invisible y fuera de las decisiones políticas. El resultado no solamente es la revuelta populista, sino la antipolítica, que acaba siendo aprovechada por la ultraderecha.
¿Y cómo es posible debatir sobre estas cuestiones en medio de tanta polarización?
Es muy difícil porque todo ya ha tomado forma como una guerra cultural; cualquier tema, incluso el cambio climático, se vuelve una guerra de posverdad. Al final, se ha creado mucha confusión en la que ya nadie sabe a quién creer. Lo peor no es lanzar una mentira, sino dejar de creer en todo. Y dejar de creer en todo implica que si alguien te dice que ha ganado las elecciones cuando las ha perdido, pues hay un porcentaje muy importante de la ciudadanía que lo acaba creyendo. Para que esto suceda, han tenido que desprestigiarse los medios de comunicación, las instituciones electorales, las autoridades y los periódicos. Al final, lo que hacemos es adherirnos a la lógica de la tribu, a la narrativa, que además te canaliza la ira y te presenta un rostro de a quién odiar y contra quién protestar.
«La lógica de la tribu canaliza la ira y presenta a quién odiar»
En el libro señala que «tenemos una ciudadanía más desorientada que un pueblo engañado». ¿Puede ser porque la única ideología propositiva es la de la extrema derecha?
Yo creo que la clave es que se han convertido en buenos narradores políticos. Ellos tienen una forma de ver el mundo que reconoce a esas personas que se han sentido fuera y que da una visión coherente sobre el mundo, aunque sea ficticia. Por ejemplo, cuando Trump dice «Estados Unidos primero», es coherente con querer construir un muro más alto, o coherente con decir «cuidado que los inmigrantes se comen nuestras mascotas y hay que protegernos de estos bárbaros». Ellos son narradores políticos con narrativas perfectamente coherentes y diseñadas. Eso se intenta combatir con datos y con expertos, pero los hechos por sí solos no convencen a nadie. Además de datos y ciencia, lo que se necesita son narradores políticos que sepan contar los hechos de manera que interpelen a la ciudadanía y que nos hagan ver por qué importan.
¿Tenemos que asumir que el debate público va a estar ya para siempre inmerso en falsedades y posverdad?
Un programa político no debería ser reactivo, es decir, no debería estar todo el tiempo contestando las barbaridades del populista y no debería dejarse colonizar por la agenda del populista. Además, los políticos deben ser capaces de llegar a la gente con historias basadas en hechos. Yo creo que hemos menospreciado las emociones. Un político no puede ganar unas elecciones sin movilizar emociones. La clave está en qué tipo de emociones movilizas, si la ira o la esperanza, como hizo Obama. No vas a llegar a la gente solo con autoridad científica. Tienes que, basándote en esa evidencia científica, construir una narración política que convenza a la ciudadanía y la haga sentir protagonista, no espectadora, que la invite a ser parte de la solución, a deliberar, a decidir juntos.
«Además de datos y ciencia, lo que se necesita son narradores políticos que sepan contar los hechos de manera que interpelen a la ciudadanía»
Cuando habla de la autoridad de los expertos, señala que en muchas ocasiones se impone un criterio patriarcal y vale más la opinión de un hombre blanco que la de una mujer experta en el tema nada más que por ser hombre. ¿Hasta ese punto llega la preponderancia masculina?
Bueno, he escrito algunos trabajos sobre esa jerarquía de legitimidad en el espacio público a la hora de opinar. Esto ha sido así a lo largo de la historia; hay voces que gozaban de más autoridad y otras que han estado siempre en los márgenes. Los trabajos que yo cito en el libro tienen que ver con el Brexit y cómo se desprestigiaba a las expertas cuando hablaban de las implicaciones económicas. Ahí el ejemplo claro fue el secretario de Justicia del Reino Unido, Michael Gove, cuando dijo «estamos hartos de los expertos». Pero en el caso de las mujeres, la crítica muchas veces tiene más que ver con la identidad de la propia experta que con los argumentos que da. Esto demuestra la importancia de qué voces cuentan como narradores legítimos en el espacio público y qué voces se han deslegitimado, incluso la voz de la ciencia. Esto nos lleva a distinguir entre la verdad valiente, el discurso valiente, y el otro discurso que pasa por valiente porque dice que habla sin filtros. Y aquí hay una trampa peligrosa: se ha confundido la verdad valiente con el discurso «sin filtros». Verdad valiente es cuando alguien dice algo incómodo basado en hechos, aunque le cueste poder: un científico que advierte sobre el cambio climático contra intereses petroleros, un periodista que investiga la corrupción arriesgando su carrera. Discurso «sin filtros» es cuando alguien dice algo ofensivo o falso y lo presenta como valentía: Trump diciendo que las elecciones fueron robadas, políticos que llaman «valentía» a insultar minorías. No es valentía, es impunidad disfrazada de transgresión. La diferencia es crucial: uno desafía al poder con hechos o desde una voz con conciencia moral. El otro ejerce poder sin consecuencias.
«Se ha confundido la verdad valiente con el discurso ‘sin filtros’»
Cierra el libro hablando de los medios de comunicación y el periodismo con una sentencia muy dura: «El objetivo no es tanto salvar al periodismo sino la función pública que realizaba». Si no van a seguir siendo los medios, ¿quiénes serán los nuevos actores que lleven a cabo esta función?
No creo que tengan que ser otros actores, ni que vayamos a volver al mundo de antes. El espacio público ha cambiado y las redes lo han hecho. Hay una lectura positiva en esto: han entrado opiniones que eran totalmente marginales y que han roto el consenso hegemónico. Defiendo la importancia de la crónica y el relato de los hechos a partir de la imparcialidad homérica. La imparcialidad homérica, según Arendt, no guarda silencio sobre el vencido, da testimonio de Héctor y de Aquiles. Lo que hace Homero es mostrar todos los lados con dignidad y preservar esa pluralidad de perspectivas. La imparcialidad homérica no es equidistancia, no es tratar todas las afirmaciones como igualmente válidas, ni es dar el mismo peso a los hechos y a las mentiras. Es dar testimonio de hechos como son. A veces, esa falsa equidistancia hace que se normalicen cosas que nunca deberían haberse normalizado. La clave está en la pluralidad de perspectivas y la imparcialidad, que no es equidistancia. Lo que no podemos es volver a asistir a casos como la cobertura de la BBC en las elecciones de 2024, que ponía al mismo nivel una propuesta de justicia de Kamala Harris que las declaraciones de Donald Trump diciendo que iba a fusilar periodistas.
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