La legitimación de la ultraderecha
¿Estado de derecho o derecho al odio?
Lo ocurrido en Torre Pacheco debería servir como advertencia. Lo que empieza con un rumor puede terminar en violencia. Y lo que se permite una vez, se repite. Porque cuando se empieza a tolerar lo intolerable, no se está siendo neutral: se está abriendo la puerta a un modelo de sociedad incompatible con la democracia.
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Hace rato que la ultraderecha ya no necesita ganar elecciones para imponer su verdad. Le basta con que la escuchen, que la pacten, que la justifiquen. Y cuando el odio se normaliza, la democracia se diluye.
La normalización del odio no llega de golpe. Llega en titulares que relativizan, en silencios estratégicos, en pactos que se justifican «por gobernabilidad» y en discursos que presentan el retroceso como sentido común. Llega disfrazada de libertad de expresión, cuando en realidad es libertad para señalar, excluir y deshumanizar. La ultraderecha no ha irrumpido: ha sido invitada. Y lo preocupante no es solo que entre, sino que cada vez encuentra menos resistencia.
Lo ocurrido en Torre Pacheco es un ejemplo de esta peligrosa deriva. A raíz de una agresión a un hombre mayor, y sin que la investigación policial hubiera identificado aún a los autores, comenzaron a circular rumores no contrastados que vinculaban automáticamente el suceso con jóvenes de origen magrebí. De ahí a la violencia solo hubo un paso: linchamientos digitales, altercados en la calle y un clima de persecución hacia una parte concreta de la población.
No hablamos de un caso aislado, sino del reflejo de una tendencia más amplia: el uso del miedo y la desinformación para construir enemigos internos. Un vídeo descontextualizado, un tuit incendiario o una sospecha sin pruebas bastan hoy para legitimar el odio. Y cuando eso ocurre, la democracia no se rompe de forma visible, pero empieza a resquebrajarse desde dentro.
Una sospecha sin pruebas basta hoy para legitimar el odio
La desinformación no es solo un problema de verdad: es una cuestión de poder. Cuando se repiten mentiras que criminalizan a determinados colectivos –especialmente migrantes y personas racializadas–, no se está simplemente distorsionando la realidad: se está condicionando quién tiene derecho a formar parte del nosotros. Se margina, se señala, se excluye. Y lo más grave: se naturaliza.
La ultraderecha no necesita alzar la voz: le basta con que el resto la tolere
En este contexto, la ultraderecha no necesita alzar la voz: le basta con que el resto la tolere. Con que se le abran las puertas de gobiernos locales o autonómicos, se le concedan altavoces en los medios y se le rebajen responsabilidades en nombre de la «pluralidad democrática». Pero no todo es opinable. Hay principios que no pueden negociarse sin romper el marco de convivencia: la dignidad, la igualdad ante la ley, el derecho a vivir sin miedo. Como expresaba recientemente el filósofo José Antonio Marina: «¿Es verdad que todas las opiniones son respetables? No. Lo que es respetable es el derecho a exponer tu opinión sin que haya una inquisición».
La cuestión es que ya no es suficiente con señalar a los extremos. La responsabilidad de frenar esta deriva no es solo de quienes promueven el odio, sino también de quienes lo minimizan. Cuando se calla ante la mentira, se colabora con ella. Cuando se pacta con quien niega derechos, se legitima su discurso. Y cuando se tolera la discriminación «por no hacer ruido», el precio lo pagan los más vulnerables.
Por eso es urgente una reacción institucional clara, que no se quede en gestos simbólicos. Necesitamos líderes políticos que entiendan que los derechos humanos no son moneda de cambio. Medios que no reproduzcan bulos sin verificar. Ciudadanía que no caiga en la trampa del miedo ni en la resignación del «no se puede hacer nada».
Lo ocurrido en Torre Pacheco debería servir como advertencia. Lo que empieza con un rumor puede terminar en violencia. Y lo que se permite una vez, se repite. Porque cuando se empieza a tolerar lo intolerable, no se está siendo neutral: se está abriendo la puerta a un modelo de sociedad incompatible con la democracia.
La libertad de expresión no puede usarse como escudo para vulnerar los derechos de los demás. Y la democracia no se defiende sola: necesita voces que digan basta, que señalen el peligro, que recuerden que el respeto a la dignidad humana no es una opción, sino el principio sobre el que se sostiene todo lo demás.
Elsa Arnaiz es directora general de Talento para el Futuro
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