¿Quién educa a nuestros jóvenes?
El beneficiario de la educación no es solo el alumno, sino la comunidad entera: tener un buen nivel educativo es imprescindible para que una nación sea próspera, cordial y justa.
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Un estudio de la Finnish National Agency for Education señala que el 70% del aprendizaje de nuestros alumnos se da a través de cauces informales, el 20% a través de canales formales y solo un 10% a través de los programas escolares formales.
Tal vez esta terminología pueda resultar extraña: se entiende por enseñanza formal –cuyo paradigma es la escuela– la que se hace con una finalidad educativa y con programas diseñados y estructurados para ese fin; por enseñanza no formal se entiende aquella que cuenta con un propósito educativo pero no utiliza programas formalmente estructurados, cuyo ejemplo típico sería la educación familiar; y por enseñanza informal se entiende aquella que no tiene una finalidad educativa, como ocurre con la influencia del entorno.
Todo aprendizaje forma, pero no todo aprendizaje es educativo. Definimos ‘educar‘ como el aprendizaje dirigido intencionalmente a un fin. La encuesta finlandesa nos dice que el 70% de la información o formación que reciben nuestros niños y jóvenes no es educativa, sino aleatoria, casual, orientada por otros intereses. Esto introduce un margen de incertidumbre en su futuro. Nuestros jóvenes están continuamente aprendiendo, pero no sabemos qué. El contexto, el ambiente social y el entorno cultural tienen un poder determinante: si no colaboran con la escuela, el poder educativo de esta disminuye estrepitosamente. Lo que ha cambiado en los últimos decenios es que antes se vivía en una sociedad más homogénea, en la que había un consenso básico en ciertos valores. Eso ha desaparecido por causas variadas, lo que ha producido buenos efectos, pero también consecuencias educativas no deseables. Los profesionales de la educación se sienten impotentes ante las poderosas fuerzas formativas de la sociedad, como las nuevas tecnologías, la propaganda o las ideologías.
Tener un buen nivel educativo es imprescindible para que una nación sea próspera, cordial y justa, pero esto es algo más que tener un buen nivel escolar. Como he repetido muchas veces, «para educar a un niño hace falta la tribu entera, y para educar bien a un niño, hace falta una buena tribu». Por eso sería importante elaborar una Carta de los deberes educativos de la sociedad con la idea clara de que el beneficiario no es el alumno, sino la comunidad entera.
«Los profesionales de la educación se sienten hoy impotentes ante las poderosas fuerzas formativas de la sociedad»
Con esa finalidad he intentado a lo largo de mi vida diferentes iniciativas que no acabaron de cuajar. La primera fue llamar a una Movilización educativa de la sociedad, para que todos los ciudadanos fuéramos conscientes de que influimos con intención o sin ella.
Después, intenté ayudar a las familias con la Universidad de Padres. Por último, lo intenté con el programa Ciudades con talento, que señalaba a los municipios como agentes educativos de elección para enfrentarse a ciertos problemas educativos de gran envergadura, como el fracaso escolar, las conductas violentas, el consumo de drogas o el paro juvenil. Ninguna de ellas tuvo éxito, pero vuelvo a la carga. Creo que hemos entrado en una ‘sociedad del aprendizaje’ que se rige por una implacable ley universal del aprendizaje que dice así: «Toda persona, organización, empresa, o sociedad, para sobrevivir deberá aprender al menos a la misma velocidad a la que cambia el entorno; y si quiere progresar, a más velocidad». La orientación de nuestro futuro depende de que elijamos bien cómo debe ser ese aprendizaje.
Este contenido forma parte de un acuerdo de colaboración del blog ‘El Panóptico’, de José Antonio Marina, con la revista ‘Ethic’.
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