Cultura

Cómo ser una mujer del Renacimiento

«El cambio histórico está pintado en el lienzo del cuerpo», señala Jill Burke en ‘Cómo ser una mujer del Renacimiento’ (Crítica, 2024), una obra donde ofrece una historia alternativa de esta época contada por las mujeres detrás de las pinturas.

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17
septiembre
2024
‘La Venus de Urbino’, Tiziano

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El cambio histórico está pintado en el lienzo del cuerpo. El que estemos gordos o delgados, tengamos la tez clara, nuestro aspecto sea saludable o parezcamos exhaustos no solo tiene que ver con nuestros genes; también está relacionado con un complejo trasiego entre el interior y el exterior, entre nuestros cuerpos y nuestro entorno. Durante mi vida, los cuerpos se han ido volviendo más inmóviles, más pegados a las pantallas, con los ojos más secos y los pulgares más ágiles para manejar los diminutos teclados de los teléfonos. Las expectativas sobre cuál debería ser el aspecto de los cuerpos reales también han ido cambiando, influidas fundamentalmente por el auge de las redes sociales, la disponibilidad generalizada de la pornografía, las aplicaciones para manipular imágenes digitalmente y la cultura actual de la autoayuda.

La Europa renacentista nos ha legado una herencia cultural que podemos ver a nuestro alrededor. Tradicionalmente se considera que entre los años 1400 y 1650 Europa, y en especial Italia, alcanzaron su apogeo cultural. El legado duradero de esta época se refleja en otro término común: la Edad Moderna. La aparición de un medio nuevo, el libro impreso, favoreció el intercambio de información a una velocidad y con un alcance sin precedentes. Los viajes de descubrimiento revelaron un mundo hasta entonces desconocido para los europeos, lo que, por una parte, desmontó premisas intelectuales y, por otra, brindó nuevas oportunidades para el comercio y la explotación de tierras, materiales y personas. Con el capitalismo mercantil en rápida expansión, los productos circulaban por todo el mundo y grandes puertos europeos como Lisboa, Londres, Amberes y Venecia se convirtieron en «ciudades de extranjeros», en las que a la población autóctona se sumó la inmigrante.

Del ideal gótico de caderas anchas, barriga grande y hombros delgados se pasó a la encarnación del reloj de arena de las estatuas antiguas

Aunque ahora encerramos el arte renacentista en galerías, la perspectiva cónica y el naturalismo en el dibujo, la pintura, la escultura y el grabado no fueron solo técnicas artísticas novedosas, sino también un medio preciso para compartir conocimientos. Las nuevas técnicas de dibujo fueron el motor de la revolución científica que cambió radicalmente las investigaciones en campos como la anatomía y la botánica. La llegada del desnudo naturalista y del retrato realista hizo que el aspecto externo fuera objeto de un escrutinio cada vez mayor.

Como consecuencia de ello, la forma conceptual del cuerpo femenino experimentó un cambio: del ideal gótico de caderas anchas, barriga grande y hombros delgados se pasó a la encarnación del reloj de arena de las estatuas antiguas, que volvían a estar de moda. El arquetípico desnudo femenino de 1538 del pintor veneciano Tiziano, La Venus de Urbino, es un ejemplo de ello. Recostada lánguidamente en el sofá mientras las criadas rebuscan en un baúl detrás de ella, esta Venus —tal vez el retrato de una mujer real; nadie lo sabe a ciencia cierta— mira fijamente al espectador mientras se cubre los genitales con una mano y agarra descuidadamente con la otra un ramillete de rosas que cae sobre las sugerentes sábanas blancas revueltas que tiene debajo. Las cartas muestran que esta pintura, representativa de los ideales renacentistas de belleza femenina, suscitaba deseo en los espectadores masculinos de la élite, que dejaron constancia de cómo admiraban la capacidad de Tiziano para evocar la carne real, trémula y acogedora. Sabemos mucho menos sobre las reacciones de las mujeres de la época. No obstante, esta imagen, y los demás desnudos femeninos que saturaron la cultura renacentista, tuvieron profundos efectos en las vidas de mujeres reales y se podían encontrar en las fachadas de casas, las portadas de libros y las esculturas de edificios públicos, así como en viviendas particulares.

Tomemos como ejemplo a la mujer de la imagen nº2 del pliego de ilustraciones. Esta campesina (o contadina, por usar el término italiano), retratada en un dibujo publicado en un libro de viñetas de 1575 sobre la vida cotidiana en Venecia, también ladea la cabeza para mirar al espectador. A diferencia de su relajada homóloga de Urbino, nuestra joven contadina tiene un trabajo que hacer. Va caminando con sus acompañantes varones para llevar sus productos al mercado en las concurridas calles de la Venecia renacentista, que por entonces era una de las ciudades más grandes de Europa. Balancea sobre el hombro dos cestos de fruta —¿melocotones y ciruelas tal vez?—, uno en cada extremo de una simplevara de madera. Lleva la carga sin esfuerzo, a paso ligero, con las pantorrillas desnudas, una sobrefalda plisada de color blanco y un delantal que oculta parcialmente unas mangas rojas y un vestido azul. Las cintas de color escarlata atadas a la toquilla sugieren que ha hecho el esfuerzo de arreglarse para el viaje. Lleva el cabello dorado peinado con la raya al medio y recogido en la nuca, aunque se escapan algunos rizos. En cambio, sus cejas son oscuras, casi negras, y se arquean sobre los ojos castaños. La tez es pálida, bastante más que la de sus compañeros varones, pero teñida de rojo en las mejillas y los labios de rosa.


Este texto es un fragmento de ‘Cómo ser una mujer del Renacimiento’ (Crítica, 2024), de Jill Burke. 

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