Cultura

El coronavirus también ataca al arte

Además del cierre de museos y la suspensión de eventos, la pandemia también ha afectado a otros aspectos del patrimonio material e inmaterial, incluidos los daños causados por el uso de desinfectantes agresivos sobre obras artísticas.

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16
diciembre
2020
Exposición ‘Reencuentro’. Foto © Museo Nacional del Prado

Mientras el coronavirus irrumpía con virulenta fuerza en nuestras sociedades, el patrimonio permanecía impávido, ignorante aún de la ola que estaba por venir y que, con el tiempo, lo arrasaría todo. Una intrusión que acabaría por crear un extraño eco en los museos: el de un silencio persistente, no interrumpido ya por las pisadas de zapatos. Sujeto a los vaivenes sanitarios impuestos por la pandemia, el arte en todos sus campos hubo de cambiar rápidamente, adaptándose para sobrevivir, en muchas ocasiones, de la mano de la tecnología. Así, James Blake, un celebrado músico de electrónica, terminó dando un concierto en directo por Instagram, mientras otros artistas actualizaban en redes sociales la obra más famosa de Lichtenstein con unas mascarillas que, aunque odiosas, ya se antojaban necesarias. Es también esta la razón por la que Sotheby’s, una de las casas de subastas más importantes a nivel internacional, tiene programadas más de treinta pujas online hasta final de año.

El mayor impacto, sin embargo, fue el que recibió el arte en su concepción más clásica, incluidos aquellos lugares que lo acogen: pinturas, esculturas, los objetos de carácter histórico y, sobre todo, el patrimonio inmaterial. Incluso la arquitectura se vio directamente afectada. «Con respecto a lo estrictamente material, la afectación ha estado relacionada básicamente con el uso de desinfectantes. Durante el confinamiento el uso de la lejía fue bastante amplio y esta no es nada conveniente para los bienes culturales en general, sobre todo para aquellos compuestos de madera o piedra», señala Alicia Castillo Mena, investigadora en la Universidad Complutense de Madrid. El uso de productos tan abrasivos como este pueden llegar a dañar el arte material y es por esto que, de hecho, el propio Ministerio de Cultura y Deporte sacó informes al respecto en los meses de abril y mayo, con recomendaciones específicas sobre productos y alternativas viables para la conservación de «un bien no renovable» –o, lo que es lo mismo, único–.

Otro de los grandes problemas, sin embargo, no proviene tanto del propio material como de la perspectiva creada por el mismo. «El coronavirus ha creado problemas de movilidad y funcionalidad como lo haría en una oficina, pero también los ha generado en la interpretación del sitio, que no es algo baladí. Es casi una gran agresión, ya que los sitios, por lo general, se visitan de un modo interpretativo: si vas a un castillo, por ejemplo, sueles entrar por la puerta principal, siguiendo un recorrido determinado que evoca un espacio y un tiempo concretos, pero si entras por las mazmorras entonces estás generando un discurso completamente distinto», explica. También es cierto, desde luego, que esto no tiene por qué suponer necesariamente un cambio completamente negativo. En realidad, lo que hace es imponer a dicho lugar un trabajo extra, una suerte de adaptación forzosa en la que se ve obligado a cambiar, en cierto modo, su identidad más íntima. A su vez, también le lleva a romper con una interpretación hegemónica ya casi rutinaria: simbólica es, en este sentido, la retirada de los bancos de edificios como los museos, que dificultan la interpretación y reflexión sobre las múltiples obras que allí se hallan expuestas.

En el sector del arte, el 40% de los empleados son autónomos

Parte de la solución a estos inconvenientes es el uso de las tecnologías, a las que el arte se ha visto obligado a recurrir en su totalidad para evitar el olvido traído por los cierres y las medidas de distanciamiento social. Son esta clase de herramientas las que pueden facilitar una vida más allá de lo físico a cierto tipo de arte. A pesar de todo, tampoco son una solución total: la brecha digital sigue presente en las sociedades occidentales y, por supuesto, también en la española, donde se ha hecho notar especialmente en la educación a distancia. Las posibilidades que despliegan este tipo de avance son enormes, pero ha de tenerse en cuenta que los condicionantes socioeconómicos son también un obstáculo.

Dentro de las instituciones artísticas, el Museo del Prado es un buen ejemplo de esa clase de innovaciones tecnológicas, con una campaña puesta en marcha durante el confinamiento que así lo atestigua. En Instagram, #PradoContigo fue la única forma que el museo tuvo para que todos los visitantes –entonces tan solo virtuales– supiesen que estaba tan vivo como siempre. «Durante los meses del confinamiento tuvimos catorce millones y medio de páginas vistas y tres millones de usuarios únicos, que es el triple que la media del año anterior, la cual ya había sido particularmente alta a causa del bicentenario», explica Carlos Chaguaceda, jefe de Comunicación del Museo de El Prado. «Una de las cosas más emocionantes fue un proyecto que hicimos en el que Javier Solana, presidente del Real Patronato de El Prado iba dando paso a las llamadas que llegaban a las diez de la mañana, hora en que hacemos un directo en Instagram todos los días. Nos llamaba gente de todas partes, como de Argentina, desde donde llamó una señora queriendo ver, a las cuatro de la madrugada de allí, el Cristo de Velázquez», añade.

Según una encuesta realizada por el Instituto Sondea durante el año 2019, para siete de cada diez encuestados el Museo de El Prado era la primera institución cultural de la que se sentían más orgullosos de toda España. «Una de las virtudes del museo es que estando radicado en Madrid no solo es considerado patrimonio común de todos los españoles, sino también la mayor aportación de España a la cultura universal», apunta Chaguaceda. Esto se halla en consonancia con parte del mensaje general que se intenta transmitir desde el plan gubernamental de recuperación económica conocido comúnmente con el nombre de España puede, donde se afirma que el nuestro «es un país que reconoce la cultura como seña de identidad imperecedera, espejo y fuente de aprendizaje». No en vano, la definición del Consejo Internacional de Museos, relata que un museo es una institución al servicio de la sociedad y de su desarrollo, abierta al público y que adquiere, conserva, investiga y comunica el patrimonio de la humanidad». Es decir, un lugar donde acudir a conocernos y, sobre todo, a reconocernos.

¿Qué pasa con el patrimonio inmaterial?

Si bien estos obstáculos son ya fuertes impedimentos para el disfrute y desarrollo del arte, en casos como el del patrimonio inmaterial, la salvaguarda del mismo es casi imposible, llegando a impedirse su mismo desarrollo y, así, su existencia. «Es un patrimonio vivo, claro. Basta con imaginar una Semana Santa que no se celebra: desde el punto de vista de la inmaterialidad, de la salvaguarda de la misma, hemos perdido mucho. Creo que la parte más dura le ha tocado a esta inmaterialidad, ya que el hecho de no poder juntarse, de no poder celebrar nada… es un patrimonio que se construye sobre una base comunitaria muy fuerte», recalca Castillo. El patrimonio de corte inmaterial se enfrenta con la pandemia a su propia e inevitable desaparición temporal. Al contrario que, por ejemplo, el arte pictórico, éste no tiene otra alternativa que una resignación que, como una suerte de leit motiv, parece marcar con dureza estos largos meses.

Según una encuesta de 2019, para siete de cada diez encuestados El Prado era la primera institución cultural de la que se sentían más orgullosos de toda España

Gran parte de los efectos generales causados en la cultura, sin embargo, parecen venir de un origen común. Problemas estructurales que, según las críticas generalizadas, terminan con los museos vacíos y unos discursos hegemónicos incólumes. Esta situación de crisis general se ve reflejada no solo en términos económicos –con fuertes estrecheces en el sector– sino también laborales, ya que gran parte de los empleados del sector cultural, unos 7,4 millones de personas en la Unión Europea, son autónomos que viven, en su mayoría, en riesgo de caer en lo precario. Así lo reflejan los datos que Eurostat arroja sobre España: mientras en términos macroeconómicos el total de personas auto-empleadas supera levemente el 10%, en el sector artístico este porcentaje alcanza casi un 40%. Una relación económica que, además, también se halla estrechamente relacionada con la promoción del turismo y, por supuesto, la propia identidad histórica y cultural. Asociaciones como el Centro Internacional de Estudios para la Conservación y la Restauración de los Bienes Culturales (ICCROM) afirman sin ambages que el actual rol de la cultura es altamente significativo: proporciona apoyo social y post-traumático, permitiendo una cohesión social y la construcción de una resistencia comunitaria durante estos tiempos de crisis.

Por suerte, no todo se antoja de color negro. Parte del presupuesto del documento de recuperación económica tras el coronavirus se adjudicará al «impulso de la Industria de la Cultura y el Deporte». Si bien se trata de una asignación escasa –un 1,1% frente a, por ejemplo, la asignación para la «Administración para el siglo XXI», con un 5%–, es una base sobre la que construir de nuevo unos cimientos cuya consistencia ya parecía comenzar a dañarse. «Hay una dinámica del Estado en relación a la cultura en general que no la sitúa en la jerarquía de valores donde nosotros creemos que debería estar», afirma Castillo. El Gobierno, sin embargo, también ha anunciado recientemente su aumento de un 25% para los presupuestos de cultura, lo que le sitúa cerca de los 1.200 millones de euros y, por tanto, cercano también a la recuperación de unos niveles alcanzados, por última vez, en el año 2009. Tan solo queda por saber si estas medidas serán suficientes para abrir las puertas y, si así es, cuántos terminarán cruzándolas.

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