Pensamiento
Los dioses y los océanos
Los antiguos griegos creían que el mar estaba plagado de dioses, algo que no es difícil de imaginar cuando se piensa en la cualidad mística e inexplorada de esas grandes masas de agua.
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«Todo está lleno de dioses», decía Tales de Mileto. «Numen in est» («aquí habita una divinidad»), decían los romanos, refiriéndose a la costumbre antigua de asociar todo elemento (un lago, una piedra, el viento) a un dios. Las antiguas civilizaciones, para las que el agua era tan importante, no dudaron en llenar los océanos de deidades grandes y pequeñas. ¿Cómo no imaginar, ante la inmensidad rumorosa del mar, toda una civilización subterránea de dioses? Recorrer los océanos es recorrer su divinidad, tanto si hablamos de mitología sensu stricto como si nos dejamos llevar por los misterios de la Historia y grupos como los Pueblos del Mar o los piratas, que casi han trascendido al plano mitológico.
Imposible no fondear en este viaje en Grecia, donde el mar Mediterráneo y sus otros rostros (el Egeo, el Adriático) tuvieron un papel definitorio en su civilización y en su literatura. Los griegos hablaban de Océano como un titán, hijo de Urano y Gea, y también como un gran río que conectaba todas las partes del mundo. Pero, sobre todo, hablaban de las aguas que rodeaban su península y sus islas como de un elemento primordial para su cultura y pensamiento. Tales consideraba que el agua era el inicio de todas las cosas y, para una civilización de arraigo tan marítimo en su sociedad, en su política y en su economía, no es de extrañar que el mar fuera un elemento poderosísimo de la mitología y de la historia de su literatura y religión.
Entre los griegos, nunca como en el mar «somos testigos del anhelo y de la potencia de los dioses, de sus milagros, de su gracia, de su hermosura y de su ira», como indica Aurora Luque en su libro Aquel vivir del mar: el mar en la poesía griega (Acantilado). Del mar nace Afrodita, entre espuma y sexo: el mito cuenta que la diosa surgió a partir de los testículos cortados de Urano que, al caer al océano, se mezclaron con el agua dando lugar a la madre de los Amores. En el mar habitan, también, millares de personajes a medio camino entre criaturas y deidades, como las Nereidas, ninfas acuáticas que solían ayudar a los marineros del Mediterráneo, o los ancianos hombres del mar, como Proteo, dioses menores que tenían el don de la profecía y de la metamorfosis.
Los griegos hablaban de Océano como un titán, hijo de Urano y Gea, y también como un gran río que conectaba todas las partes del mundo
Pero el gran dios del mar para los griegos es Poseidón, Neptuno para los romanos. Cuenta el mito que en un sorteo entre Zeus, Hades y él se repartieron los tres reinos (el cielo, el mar y el inframundo), y a Poseidón le correspondió el agua. Desde sus enormes palacios submarinos y acompañado de su esposa, la nereida Anfítrite, a partir de entonces gobernó las aguas del Mediterráneo y marcó los destinos de todos los que se aventuraban en él. Como los océanos, Poseidón es impredecible, cruel y caprichoso en sus dominios, aunque a veces dadivoso. Personaje fundamental en relatos como la Odisea, su culto es de los más bellos por la habitual cercanía al océano de sus templos: imposible no pensar en el cabo Sunio, próximo a Atenas, donde las ruinas de uno de ellos aún se alzan a escasos metros del Egeo.
Para los griegos, el mar era venerado pero también temido. Hesíodo, en sus Trabajos y días, dedicó unas famosas palabras a la navegación en las que dejaba claro el respeto (en el peor sentido de la palabra) que le inspiraba el océano. Algunas de las criaturas divinas más terroríficas tienen, además, su hogar en el mar. Es el caso de Ceto, monstruo marino que posteriormente daría a luz a las Gorgonas, o Escila y Caribdis, bestias horrorosas que devoraban marineros y aterrorizaron a Ulises en su viaje de vuelta a casa.
Observar el mar, un acto tan simple como primigenio para el ser humano, trae calma, pero también curiosidad y quizá reverencia. Más allá de dioses y mitos, el mar es terapéutico y reconfortante, y mirarlo supone una suerte de reconciliación con la inmensidad que se asemeja a la paz que puede traer un sentimiento religioso, esa comunión que a veces sentimos al entrar en una gran catedral, seamos o no creyentes.
Dice María Belmonte en su libro Peregrinos de la belleza: viajeros por Italia y Grecia (Acantilado) que el viajero encontrará que en el Mediterráneo «hay lugares en los que siente que ya ha estado antes y tiene la sensación de recordar». Y es que el mar despierta algo antiguo y supraterrenal dentro de nosotros, y no es difícil, si observamos un paisaje marino agreste sin intervención humana, comprender a un hombre o una mujer antiguo cuando veía un dios en cualquier lado. En la actualidad, menos del 5% del océano ha sido explorado. ¿Quién sabe si, en las profundidades ocultas, no se esconde aún alguna de estas divinidades?
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