Pensamiento

El despertar de la conciencia

No es de extrañar que desde que Goya fuera testigo de los desastres de la guerra se viera envuelto en una pesadumbre y depresión agudizada por una completa sordera. Las ‘pinturas negras’ fueron su modo de expresar su estado paranoico causado por su desesperación al contemplar el lado más oscuro del ser humano.

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23
agosto
2024
Grabado ‘Esto es lo peor!’, Francisco de Goya y Lucientes, 1810. Serie ‘Los desastres de la guerra’

Recientemente, la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid acogió la exposición «Goya. El despertar de la conciencia», que presentaba por primera vez restauradas la totalidad de las láminas de cobre que Goya creó para la estampación de sus grabados. La muestra permitía examinar frente a frente las «pinturas negras» y «los desastres de la guerra», y en particular las 64 estampas centradas en la guerra y el hambre, aquellas que muestran, más allá de cualquier tiempo y espacio, el lado oscuro de los seres humanos. Bien con crudo realismo, bien como alegoría expresiva de la monstruosidad de la guerra, es evidente el impacto emocional que su visión produjo en el pintor aragonés.

Si impactantes por su descarnado realismo son los grabados de esa serie, también lo son, por su expresividad, simplicidad y acierto, las breves leyendas puestas al pie de cada uno de los grabados, cuya lectura permite construir el relato de los ominosos episodios reflejados en los mismos. Ese relato impacta porque más allá de los concretos sucesos a los que se refiere, describe con perfección los horrores y la sinrazón repetida en todas las guerras. Así las leyendas «¿Por qué?» o «Con razón o sin ella» y las imágenes representadas en esos dos grabados nos interrogan sobre las injustificables consecuencias de toda contienda. Aquellas otras «¿Qué hay que hacer más», «Esto es peor» o «Grande hazaña con muertos», junto a las imágenes a las que acompañan –representando descuartizamientos, empalamientos, mutilaciones y violaciones– nos interpelan sobre cuál es la mecha que enciende los instintos más salvajes de los seres humanos. ¿ Y qué decir de los grabados del hambre, «Todo es pedir», «Cruel lástima» o «Sanos y enfermos» y de las esqueléticas y agonizantes figuras que representan?

En estos días en que los informativos nos muestran imágenes de niños famélicos y heridos indiscriminadamente en Gaza, uno no puede dejar de quedarse pasmado al comprobar la similitud de esas imágenes con las representadas por Goya, para finalmente no expresar más que aquello que representa el grabado que lleva por título «Nada (Ello dirá)» donde unos rostros humanos y otros espectrales acompañan a un cadáver en descomposición que escribe en una hoja la palabra «Nada».

No es de extrañar que desde que Goya fuera testigo de los desastres de la guerra se viera envuelto en una pesadumbre y depresión agudizada por una completa sordera y que las «pinturas negras» de la Quinta que adquirió a orillas del Manzanares, «La Quinta del Sordo», fueran su modo de expresar su estado paranoico causado por su desesperación al contemplar el lado más oscuro del ser humano y su relación con el mal. Basta observar «El aquelarre o El gran Cabrón», «Las Parcas» o «Peregrinación a la fuente de San Isidro» para comprender el significado simbólico de esos grabados, vislumbrar los intrincados caminos por los que transitó la mente del genial pintor y convenir que la fuerza expresiva de su arte, rompiendo con todo formalismo, hizo que se convirtiera en la vanguardia del expresionismo.

La fuerza expresiva de su arte, rompiendo con todo formalismo, hizo que se convirtiera en la vanguardia del expresionismo

La relación del hombre con el mal no fue ajena a otros contemporáneos del pintor aragonés. Quizás fue Goethe en Fausto quien mejor la expresó en los diálogos entre Mefistófeles y Fausto. El primero proclamando «¡todo eso que llamáis pecado, destrucción en una palabra, el mal, es mi verdadero elemento», y el segundo renegando «de todo cuanto pone en tensión las almas con artificios de embaucamiento e ilusión», y exclamando: «¡Maldita esa merced suprema del amor! ¡Maldita la esperanza! ¡Maldita la fe y maldita, sobre todo, la paciencia!». Esa relación humana con lo demoniaco como su máxima expresión es una constante en el genial escritor alemán, que en su autobiografía Poesía y verdad incluye un pensamiento personal, que «la manifestación más terrible de lo demoniaco es cuando predomina en alguna persona… personas capaces de ejercer un dominio increíble sobre todas las criaturas e incluso sobre los elementos… Todas las fuerzas morales unidas no pueden hacer nada contra ellos, pues la masa se sentirá igualmente atraída por ellos». Nos viene a la cabeza, sin duda, la imagen de grandes dictadores de la historia, desde Hitler hasta Stalin, Polpot y otros hombres que responden a la perfección a aquel convencimiento de Goethe.

Quizás fue Hitler quien por primera vez en la historia, poniendo en práctica los postulados de Nietzsche –pues fue el filósofo alemán quien redefinió los conceptos de bueno, todo aquello que eleva nuestro sentimiento de poder, y malo, todo aquello que se origina en la debilidad, e impuso como primer principio de la moral que los débiles y los malogrados debían perecer y que lo realmente dañino, más que cualquier vicio era la compasión hacia todos los malogrados y débiles– abrió la puerta a la legitimación del mal. Y a inocular en casi todo un pueblo, sin cuya complicidad no hubiera sido posible la organización «industrial» del exterminio de los judíos y desahuciados de la sociedad, esos nuevos postulados que debían anteponerse a cualquier «mala conciencia» o razón moral.

«Es precisamente esta libertad interior la que nadie nos puede arrebatar, la que confiere a la existencia una intención y un sentido»

Sin embargo, frente al descubrimiento de que la maldad es un continuo en la historia de la humanidad y frente a la desesperación que la iniquidad puede llegar a generar se alza el ejemplo de aquellas mujeres y hombres que en circunstancias adversas de toda índole apostaron por buscar un sentido a su vida, también un sentido al sufrimiento a que se vieron sometidos. Como escribe Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido: «Los que estuvimos en campos de concentración recordamos a los hombres que iban de barracón en barracón consolando a los demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas, la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias, para decidir su propio camino… Y es precisamente esta libertad interior la que nadie nos puede arrebatar, la que confiere a la existencia una intención y un sentido».

Precisamente fue el psicólogo austriaco quien, como réplica al psicoanálisis, fundó la denominada «tercera escuela vienesa de psicoterapia», que articulada bajo el concepto de «logoterapia». Se centraba «en la capacidad del ser humano de responder responsablemente a las demandas que la vida plantea en cada situación particular», y en la capacidad de «provocar un sentimiento de aceptación de los dones de la existencia; por ejemplo la conmoción interior ante la belleza del arte, el esplendor de la naturaleza o el amoroso calor de otro ser humano».

Ante el despertar de la conciencia y el descubrimiento de la realidad del mal hay, como señaló Kant, una especie de deber de confiar, una pequeña esfera de luz en medio de las tinieblas, un ápice de libertad para responder al mal con el bien.

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