Cultura

«Hay que huir no de la realidad, sino a la realidad»

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04
julio
2024

Si algo destaca en la literatura de J.A. González Sainz es su preocupación por el lenguaje. Se trata de un rasgo que lo emparenta con referentes como Ferlosio o Benet y que le ha llevado a menudo a hurgar arqueológicamente en el idioma en busca de expresiones y sentidos abandonados, en la creencia de que pueden depararnos experiencias éticas y culturales más sedimentadas, más plenas. Autor de ‘Un mundo exasperado’ (Anagrama, 1995) y ‘Volver al mundo’ (Anagrama, 2003), el escritor, nacido en Soria en 1956, publica ‘Por así decirlo’, cuatro piezas breves llenas de gravedad y humor contra la «gran fantasmada» de un mundo «entregado al relato». 


Este libro está compuesto por cuatro relatos que no son exactamente cuentos. Usted los llama divertimentos. ¿Cuál es la diferencia?

Es algo que tiene una intención. He publicado dos libros de relatos, Los encuentros y El viento en las hojas, y creo que ambos tienen una línea de fluencia, algo que les da unidad. En El viento en las hojas, que es el más reciente (2014), ese motivo es lo impepinable, lo inextricable: la narración avanza y es como si hubiese naufragado, como si se hubiese hundido en el misterio de las cosas. De ahí su título, que vendría a expresar la noción límite que cierra las posibilidades del lenguaje y se abre a lo misterioso. En este caso, sin embargo, lo que he pretendido es algo distinto: he pensado en crear un artefacto, una especie de paralelepípedo donde proyectar cuatro imágenes distintas y complementarias sobre el mundo nihilista en el que nos movemos. Las dos primeras tienen una proyección más social, de crítica de las instituciones; y las dos segundas son más existenciales, la última se podría decir que incluso religiosa. A estas imágenes se les puede llamar relatos, porque ya todo es relato y nos movemos en el ámbito del relato más que en el de la realidad, pero he preferido llamarlas divertimentos, fantasías, caprichos en el sentido goyesco.

Siendo un escritor realista, no ha hecho en este caso literatura realista: la verosimilitud de estos relatos no la define la realidad. ¿Es una decisión consciente, quería expresar algo en particular?

En realidad nunca me he considerado un escritor realista. Incluso el espacio de Volver al mundo, que podría tener una lectura más realista, incorpora una proyección mítica muy importante, pero efectivamente en esta ocasión hay un grado mayor de fantasía. Por así decirlo seguramente sea una prolongación de Un mundo exasperado, donde abordo lo que he denominado el «último hombre moral»: ese tipo de persona que se plantea éticamente cualquier momento cotidiano de su vida hasta el extremo que se convierte en un hombre patético o ridículo. Siempre pensé que esa línea de ficción que había ahí debía recogerla en algún momento y prolongarla. Aunque también se juntan más cosas, como que quería hacerle un homenaje a Kafka en el centenario de su muerte: esa línea que va del Licenciado Vidriera de Cervantes, pasa por él y llega a Pirandello y otros autores que me han formado en gran medida. Creo que, en definitiva, vivimos momentos de gran fantasmagoría, en el sentido de que esto es una fantasmada de mundo, un alejamiento de la realidad y una colocación muy satisfecha en el mundo de la comunicación, de los mensajes. Las trazas de realidad que tienen los discursos, incluidos los políticos, cada vez son menos. Nuestros enunciados se muerden la cola a sí mismos: son ellos mismos su propia referencia. Esta es una época que ha endiosado la confusión de signo y referente propia del posmodernismo.

«Vivimos momentos de gran fantasmagoría, en el sentido de que esto es una fantasmada de mundo, un alejamiento de la realidad»

¿Quería que en estos relatos pesara más la gravedad o el humor?

Trato de tematizar la cuestión del humor en ellos, es cierto. Como casi todas las cosas, el humor se puede aplicar para una cosa y para la contraria: puede ser una máscara de cobardía que te desvíe de las cosas fundamentales, pero también una herramienta de conocimiento muy fuerte. Yo siempre digo que tengo un humor muy serio o una seriedad muy humorística y seguramente eso tenga que ver con que aquí haya tratado de delimitar una frontera entre gravedad y humor muy delicada, de tal modo que, al leer algo realmente serio, uno pueda concluir en una carcajada o, viceversa, atragantándose con algo que en un principio parecía humorístico.

La cuestión del lenguaje es clave para entenderlos. ¿Está reduciéndose nuestra capacidad de nombrar el mundo?

Diría que el mundo contemporáneo, en cuanto mundo de la comunicación, de las redes, de la televisiones, de los discursos, nombra de una forma trapacera, torticera, tramposa, en definitiva. Estamos en un momento en el que, ante el grado de trampas que nos hacemos a nosotros mismos como civilización, como país y como individuos, deberíamos llevarnos a replantear si el individuo es aún el sujeto de nuestro tiempo. Para mí, hay una especie de derrota o de marcha atrás en esa construcción del individuo que viene de la Grecia Clásica, atraviesa el cristianismo y el humanismo y llega hasta la Ilustración; de ese individuo que aspira a ser un sujeto capaz de someter a crítica lo que tiene delante y a sí mismo mediante el contraste y la experiencia individual y válida de la realidad. Nos hemos olvidado de eso que decía Heráclito de que el valor supremo radica en la experiencia de la realidad inmediata: ya no somos capaces de darnos un criterio y un gusto demasiado elaborados. ¿Por qué? Por eso otro que profetizó Nietzsche de que no habría hechos en sí, sino únicamente interpretaciones debido a que el valor supremo consistiría en la construcción de maquinarias poderosísimas de creación de interpretaciones. Teniendo en cuenta eso, hoy se podría analizar tanto el Gobierno de Sánchez como la propaganda de las empresas. Este es un mundo muy peligroso: cuando digo que el relato se ha endiosado, me refiero a que los individuos de hoy se bastan a sí mismos. La publicidad ha sabido sacar punta muy bien de eso que decía Machado de que al hombre siempre le falta algo, de que es esencialmente «faltusco».

Son explicaciones que nos remontan muy atrás. Más inmediatamente, ¿a qué atribuye este estado del mundo?

La baza principal del hombre es su capacidad tecnológica y la principal de sus capacidades, el lenguaje. En la complejidad del mundo necesitamos nombrar, relatar las cosas y, en la medida en que hacemos eso, abandonan el terreno de la realidad para pasar a formar parte del terreno del lenguaje. Lo que ocurre es que si este se ensoberbece, surge el mundo de jauja: podemos nombrar de cualquier manera cualquier cosa. Y entonces se lleva el gato al agua quien tiene la mayor estructura de construcción de mensajes. En esa situación estamos.

«La publicidad ha sabido sacar punta muy bien de eso que decía Machado de que al hombre siempre le falta algo»

A los ciudadanos que viven en sociedades consumistas, ¿los han embaucado o se han dejado engañar? ¿Por quién?

Decía San Agustín que al hombre le puede gustar engañar, pero nunca dejarse engañar. No estoy de acuerdo. A buena parte de nuestros contemporáneos les encanta que les engañen; si no, no se comprende cómo actúan de según qué formas. Y quienes están detrás son las maquinarias de la publicidad, de la comunicación, de los partidos… Los recientes cinco días de reflexión de Pedro Sánchez, como los han denominado, solo se explican desde una realidad dominada por el relato.

En sus libros late una necesidad de retornar a formas de vida y de sociabilidad más elementales. ¿En qué somos peores que hace cincuenta años?

Lo plantearía así: ¿nuestra vida cotidiana se ha hecho más compleja? Yo diría que más embarullada, y que por esa razón deberíamos probablemente volver a formas más sencillas, pero sin caer en formulaciones como las del Rousseau de Las ensoñaciones del paseante solitario o las del Walden de Thoreau. De eso iba La vida pequeña. A lo que hay que volver es a la consideración de que las cosas tienen un polo de realidad; por eso digo que hay que huir no de la realidad, sino a la realidad. La clave de la vida está en las proposiciones: cualquier cosa es situación, circunstancia. No es tanto hacer algo: sino hacer con, en, hacia, por, para, entre. Las preposiciones son muchas veces mucho más fundamentales que los sustantivos o los verbos. Lo que quiero decir es que no se puede perder de vista el poso de realidad de las cosas: esa sería mi línea de fluencia, que tiene mucho que ver con ese pararse a meditar tan machadiano, que hago mío.

¿Cómo se recupera al individuo no cegado por la ideología, a ese «hombre de una sola pieza»?

Si nos estamos refiriendo a un individuo con cierta entereza moral, yo creo que con una buena cultura que pase desde los orígenes griegos pasando por el humanismo hasta la Ilustración que haga descubrir a un sujeto con ciertas capacidades de prudencia, de memoria, de distinción continua, de valentía y, en definitiva, de mantenerse en guardia contra las mentiras y las supersticiones. Pero no hemos completado el proceso de secularización, no hemos evitado el desplazamiento de categorías eclesiásticas a la política. Hay gente que tiene una relación con la política como si esta fuera una religión monoteísta.

Volviendo sobre el tema del lenguaje, ¿a dónde quiere llegar dándole tantas vueltas a las palabras? Si algo destaca de su obra, es precisamente eso: la creencia en que si hurgamos como arqueólogos en el idioma podemos llegar a vivencias individuales y sociales más ricas que las actuales. ¿Está seguro de que es así?

Seguro no estoy de casi nada. De que me tengo que morir y poco más. Tengo una inmensa fascinación por el lenguaje, es cierto: desde pequeño he querido comprender qué significan las palabras que no conozco para incorporarlas. Y también es verdad que hay en mis libros un continuo estar pendiente del lenguaje con el que se dicen las cosas, hasta el punto de que más de una vez un narrador se me ha convertido en una especie de conciencia de las palabras; de si lo he dicho bien o se podría decir mejor; de si lo expresado es lícito o habría que buscar palabras más «decideras», términos que nos digan más de la realidad, que nos la abran, que nos la enriquezcan, que nos la continúen… Creo que la literatura es eso, continuación o apertura de la realidad, un intento de mantener lo que en la vida cotidiana se nos pierde. La de Jiménez Lozano, un autor al que he leído siempre gratamente, expresa muchas veces ese prurito de desandar el curso de las cosas, de evitar que todo se diluya y se desvanezca. Y el lenguaje es fundamental en esta tentativa, ya que es el principal arma de que disponemos para evitar que se nos pierda la realidad y nos lleve por delante. 

Preguntaba porque a todos nos vienen a la mente expresiones que remiten a lo contrario, a estigmatizaciones raciales, de género, de clase… No solo es que sea difícil retornar al origen del lenguaje común, es que a lo mejor no es ni recomendable, ¿no le parece?

Por supuesto. Realidades que descubrimos mediante el lenguaje nos pueden parecer fecundas y resulta que tienen unas posibilidades patéticas, ridículas o contraproducentes. Pero eso no quita para que se puedan tomar distancias. Lo que no es aceptable es creer que uno puede inventar un lenguaje de cero por esos prejuicios a los que en ocasiones remiten las palabras. Esa alternativa me parece peor.

«Creo que la literatura es eso: continuación o apertura de la realidad, un intento de mantener lo que en la vida cotidiana se nos pierde»

Pese a que ya era conocido, a usted muchos lectores le descubrieron en 2021, cuando un año después de los confinamientos publicó La vida pequeña, una especie de dietario de la vida buena que desarrolla estas ideas. Ese libro se presentó como primera parte de una trilogía, ¿qué le faltaba?

Sí, la idea era y sigue siendo escribir tres libros. Los dos que faltan por salir están al 50%, pero me ocurre que, cuando me pongo a trabajar, dependo mucho de mi estado de ánimo. Y ahora el cuerpo me pedía otra cosa. Hay veces que te esfuerzas en un determinado proyecto y notas que estás como frenado, que no es el momento. En cualquier caso, el proyecto se iniciaba con la meditación sobre la fuga a la realidad a la que ya me he referido que iría seguida de una segunda sobre el espacio y una tercera sobre el tiempo. Esa estructura sigue en pie.

Por último, ¿se siente un escritor extramuros? Los autores de su generación jugaron, y aún juegan, un papel público muy destacado y usted, sin embargo, tratando en muchos casos temas similares, como la memoria, ha permanecido más al margen.

Siempre me ha gustado estar un poco apartado y ese paso atrás está presente en mis novelas, aunque mi actividad social ha sido y es grande: durante años hice con algunos amigos la que me gusta decir que fue la revista más independiente que ha existido, Archipiélago. Y ahora estoy dedicado en Soria al Centro Internacional Antonio Machado, donde hacemos lecturas atentas durante un par de días de piezas de determinados autores y otros experimentos culturales. En ese sentido, sí soy participativo. Pero mi ritmo no es el del artículo semanal, que me pondría nervioso, pese a que lo he hecho a veces. Te diría que, en resumen, estoy razonablemente contento con la posición que he ocupado y que, efectivamente, me siento muy próximo a autores como Antonio Muñoz Molina, Justo Navarro o Alejandro Gándara. Hay un aire de familia en el que me reconozco que tiene que ver en parte con que todos rondábamos los 20 años cuando murió Franco. Eso fue importante.

 

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