Sociedad

Dejar fluir

Un cambio de vida y una mudanza a Madrid. Es el punto de partida de este relato, en el que la protagonista comienza una nueva etapa vital que le lleva a observar las tendencias de la cultura occidental y a plantearse cuestiones existenciales sobre su identidad.

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21
septiembre
2023

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Al sabio todo le viene porque no interviene en nada. Deja fluir.

No sé cómo se me ocurrió venir a España. En qué momento tuve semejante idea. Mi cuñado y mi hermana me repetían sin parar que podía viajar, que tenía suficiente dinero para el billete de avión. Al principio sugerían de manera sutil una época del año y me vendían las bondades de Madrid, más tarde lo exigieron sin cajas destempladas. Yo obedecí sin rechistar. Una orden que consideré una oportunidad para transformar mi vida individual y ensayar nuevos senderos por los que transitar. Un acercamiento a la cultura occidental a modo de entrenamiento espiritual.

El bazar que regenta mi cuñado funciona porque él y mi hermana trabajan a todas horas, en horario interminable. Al sobrino recién nacido lo llevan en el cochecito y solo le da el aire de la plaza cuando lo sacan al exterior, delante de la puerta del negocio. Entiendo que si los hombres no procrearan, la especie humana se extinguiría. Trabajar detrás del mostrador de aquel colmado sobrecargado de objetos me aburría bastante. No me aportaba sabiduría alguna, de modo que decidí por mi cuenta buscarme la vida, como dicen en Madrid. Echo de menos Sanghai, mi ciudad. La calle Preciados se parece ligeramente a la avenida Nanjing, pero ésta tiene muchos más kilómetros, con letreros luminosos más llamativos y más atractivo humano por su enredo de gentes. Los parques de mi ciudad son más frondosos, los ciudadanos son más calmados. Los turistas son igual de insufribles, endurecido el cerebro por el jet lag. A Madrid le falta la actividad del puerto. Admito que tiene algunas cosas buenas como la churrería El Fary. Tenía curiosidad por beber agua del grifo clara y rica. Con la sangría no tuve tanta fortuna, y desde el primer momento me sentó mal y vomité. Estoy acostumbrada a beber zumo de ciruela. He de aclimatarme a un mundo lejano a mi y saltar las barreras culturales, pero aún me aturden las miradas directas de los hombres españoles, que parece que me traspasan. No me habitúo a ver el número ocho por doquier ni a encontrar embarazadas enseñando la tripa sin pudor. En esta latitud no conocen el arte de la simulación.

Unos conocidos traspasaron un pequeño restaurante, que antes había sido vietnamita, en la calle Leganitos y me han contratado de camarera. Lo han promocionado a través de Google ofreciendo una bebida gratis con el menú y lo cierto es que se encuentra lleno a diario, inexplicablemente. El triunfo está en las empanadillas de camarones al vapor, que son insuperables. He comido tantas que las aborrezco. Xiao long bao. Tallarines fritos. Gyozas. No veo la relación que pueden tener los elefantes, cebras y flamencos con nuestra gastronomía, pero a los clientes la vajilla así decorada les parece «fina». Al fin y al cabo, son ellos quienes pagan. Necesitaría una explicación para entender sus gustos y apoyo espiritual para enfrentarme a su insolencia. He empezado a cultivar un sentimiento parecido a la repulsa.

«Necesitaría una explicación para entender sus gustos y apoyo espiritual para enfrentarme a su insolencia. He empezado a cultivar un sentimiento parecido a la repulsa»

Aristóteles dijo que todos los hombres se empeñan por naturaleza en conocer y yo trato de conocer para vivir. Por desgracia solo he alcanzado algunas certezas livianas basándome en comparaciones de una cultura y otra en un ejercicio infatigable. Esta actitud me ha aportado desdicha. He observado que la cultura occidental tiene tendencia a acercarse a la realidad por procedimientos experimentales urgentes. Ese saber utilitario racional está en lo que me rodea y ha generado una especie de escepticismo y perplejidad en mi ánimo.

El sosiego domina lo convulso. Quien se irrita, se pierde en sí mismo, pierde su poder.

He decidido someterme a la moderación. No estoy en disposición de discutir. Supongo que todos somos seres humanos de bien, pero entonces, ¿por qué los que me rodean se comportan de una manera tan poco cordial?, ¿por qué son tan groseros, sucios y maleducados cuando se dirigen a nosotros, los trabajadores del restaurante? En general, no son capaces de esperar ni diez minutos a que se les sirva su arroz frito. Se muestran bastante quejicas y reclaman que el pato asado viene presentado en una ración canija. No sé qué esperan con estos precios. Nuestros comensales rebelan con su actitud un frenesí bastante similar al que tienen ante la comida. Engullen demasiado deprisa, se olvidan de los palillos para comer en lentitud y acaban cayendo en el estupor de la cerveza de graduación elevada. Soy consciente de su ignorancia, que exige ser alimentados como adultos dentro del útero, ansiosos. Todo esto lo contemplo con cierta confusión porque todo exceso repugna. El ciclo de sus exigencias va a acabar con mi resistencia. Me voy haciendo fuerte poco a poco.

Ayer atendí una mesa con dos chicos gais. Parecía que les gustaba el ambiente del restaurante. Eran los únicos atentos, los únicos que sonreían cuando se dirigían a mi y los únicos que pedían las cosas por favor. Quizá tuvieron la fortuna de iniciar sus estudios en otro tipo de colegio. Mi cuñado insiste en que me tengo que casar y ahora tengo claro que sólo podría contraer matrimonio con un gay. ¡Qué bien olían! ¡Qué buen corte de pelo! Tenían maneras suaves. Gesticulaban y hablaban despacio para que les entendiera bien. Yo comprendo a la perfección el español, pero sospecho que lo hacían por cortesía. Para mi entendimiento, los homosexuales representan lo femenino y lo masculino a la vez, yin y yang en estado humano. Unen el estado de marido y mujer, el hueco y lo lleno, abierto y cerrado. He quedado fascinada. Creo que un amor de esta categoría contiene menos sufrimiento.

Tener dominio del respirar, hacerlo naturalmente.

Cuando me veo rodeada de egoísmos y deseos demasiado apremiantes ejercito el arte de la respiración para meditar para centrarme en mi energía vital. Lo acompaño con el sosiego que me ofrecen unos cuantos ejercicios gimnásticos que son práctica común en Sanghai. Retornar a las esencias, caminar hacia la dicha, encontrar la fuerza. Me abstraigo en el chi. No se trata de una ascesis propiamente dicha, pero intento llevar una vida saludable. Trato de descubrir claridad en la confusión de las conversaciones a gritos de los españoles. Al principio creía que estaban enfadados por algún disgusto. Llegué a pensar que necesitaban algún medicamento. Ahora comprendo que es su forma de expresarse tumultuosamente. He aceptado la ausencia de virtud este modo de proceder y ya no me aturde.

El más silencioso gana más sabiduría.

Lo ideal es no hablar tanto porque se acaban diciendo muchas tonterías. Quizá por estas razones no tengo amigos. Para cultivar la virtud, me entrego a paseos solitarios mediante los cuales me ha llamado la atención un pintor que he conocido en una sala de exposiciones. Se llama Fernando Zóbel. Desconocía la existencia de este artista, como desconozco tantas otras cosas. No tendré suficiente tiempo para satisfacer mi curiosidad intelectual hambrienta de estímulos. En algún lugar he leído que nació en Filipinas. Lo más interesante es que llegó a España, a una ciudad llamada Cuenca y se enamoró de su paisaje, como si fuera una prolongación de su estado de ánimo. Los cuadros que pintó en aquellos parajes muestran una belleza indefinible. Trató de representar el orden orgánico de la naturaleza y creo que lo consiguió.

«Cuando me veo rodeada de egoísmos y deseos demasiado apremiantes ejercito el arte de la respiración para meditar para centrarme en mi energía vital»

Los lienzos que he contemplado están atravesados de pigmentos suaves acompañados de barnices que dan sensación de fluidez. En algunas composiciones se percibe el estudio geológico de la topografía en la lejanía, insinuado mediante un dibujo que apenas se percibe. No sé bien cómo explicarlo. Sobre las formas de los barrancos y de las nubes domina el aire que se respira. En conjunto sus pinturas me han gustado mucho. Para alguien poco experto como yo, esos cuadros parecen salirse de las normas reglamentadas. No son repetitivos. Llevan algo oculto. Para un ojo poco diestro como el mío esa pintura parece plasmar el agua al moverse, el aire que mece los árboles. Me parece que el río que pasa por allí se llama Júcar. Me he sentido transportada por esa visión de la naturaleza que no se esfuerza, que simula estar en su estado natural. Acaso sea el Absoluto. El Bien. La Belleza. Es una pintura que tiene el don de curar la aflicción y extender el espíritu en una blandura capaz de vencer a lo más áspero. En algunas escenas me recordó danza acuosa de la escritura con pincel, húmeda como la lluvia que cae lentamente en forma de rocío.

Aquél que se controla a sí mismo, no sabe de peligros y vive más tiempo.

No sé cómo limitar los anhelos. Veo dificultoso salir de este estado del alma si el ayuntamiento de Madrid cierra el parque del Retiro por precaución ante inclemencias meteorológicas. Mi desventura parece perseguirme. Me pregunto de qué manera podría alcanzar la paz si no se me permite inhalar el bienestar que exhala el pulmón de esta ciudad. He ido perdiendo el sosiego de manera paulatina. Quizá no viva más tiempo, pero se me hace más largo. Seguramente mi error es permitir que se apoderen de mi los deseos.

Cuando siento que me gustaría estar en otro lugar o en otro espacio lamento la mayor de las desgracias: ser ambiciosa. La codicia por aprender no me hace una persona de bien. Cuanto más estudio, más se aleja el mundo circundante. Solo consigo entristecerme hasta la eternidad y ello me provoca vacío. Tendré que hacer un ligero esfuerzo para no obrar, no pensar, y sobreponerme. Únicamente así me gobernaré. Con moderación, con humildad, con quietud. Recuerdo al gran maestro. He aspirado a entender la realidad que vivo en el restaurante, pero he fracasado. No entiendo a los turistas ni a los españoles. Tampoco pretendo cambiarme por otra persona, pero he perdido la batalla. Mis actividades en Madrid han ido encaminadas a mi crecimiento mental y sin embargo vivo recordando mi vida espiritual anterior. Desde que llegué a Europa me pregunto con frecuencia ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, como si flaqueara mi identidad.

«Cuando siento que me gustaría estar en otro lugar o en otro espacio lamento la mayor de las desgracias: ser ambiciosa»

Vuelvo al trabajo. Sábado en turno de noche, cuando los clientes beben con menos comedimiento. Acepto que el hombre no es un individuo aislado sino que vive en sociedad y debo entregarme a las penurias cotidianas. Da igual estar en Usera o en Leganitos.

En el restaurante estaba algo abstraída en mis pensamientos. Iba un poco lenta como el sabio que deseaba discurrir y era respetado de este modo. Anotaba la comanda de la mesa seis. Les advertí que el agua mineral que me habían pedido no estaba fría, por si querían cambiar de bebida. De una manera muy insolente la señora gorda de la mesa de al lado me gritó que era ELLA la que había pedido el agua con gas, no la rubita a la que me dirigía. La reflexión sobre la naturaleza como conocimiento hizo que me despistara de mesa, lo admito. La impertinencia de la señora gorda acumulaba tantos excesos que me perturbó. De la angustia pasé a la desazón en aumento. Me disculpé, la gorda siguió gritando. Fui humilde, la gorda no escuchaba. Esa incapacidad para el diálogo me empujó al abismo en donde caí. Casi inconscientemente le aticé con la botella de agua mineral en la cabeza. Ausencia de razonamiento.

Pienso que quizá me haya convertido en un ser mítico que se libra del demonio en cualquier fábula. Quizá esa tendencia predatoria cercana al odio degeneró en violencia. Casi por descuido, he de decir en mi defensa. Me pudo la perturbación a pesar de mis esfuerzos por la vía del pacifismo y la austeridad. No encuentro claras las causas. Las consecuencias de mis actos fueron que la gorda no se levantó del suelo. Me inundó un raro placer de contento.

Si no puedes confiar en los otros, no puedes confiar en ti mismo ni confiar en la desconfianza.

Cuando explicaba a mis compañeros que vivir es una cosa y conocer otra, tampoco me entendían. No se encontraban en actitud de concluir, como yo, que los seres primitivos, aunque que no piensan, viven. Lo mismo que los clientes. Con mi clarividente actuación había liberado a la gorda de la vida embrutecida que llevaba y que sufríamos los de alrededor. Nunca había pensado, ahora ya no vivía. La hice volver a la nada, a la inconsciencia donde siempre había habitado.

En la comisaría he explicado a la policía que acaso haya acercado a aquella señora a la elevación de la inmortalidad, que no es solo la vida material lo que iba a perder. Ese es el mayor deseo del ser humano, la batalla de todo mortal es alcanzar el ser espiritual que lleva dentro, como en un ritual de chamanismo. Lo he explicado del modo más sencillo, pero el policía que me tomaba declaración ha puesto las pupilas cuadradas. Yo insistía en que con aquel acto había liberado a la humanidad de alguien que podría haber vivido durante un período de tiempo demasiado largo haciendo sufrir a sus semejantes. Tampoco comprende la concepción cíclica de la vida de dicha y desgracia. Mis explicaciones son ineficaces. Me encuentro ante la barrera entre ignorantes y sabios. Es posible que necesite aclarar la actitud hilozoísta de la gorda, que ha entregado su alma animal para alcanzar el todo. Se ha hecho alma del universo.

De momento, sigo con las esposas puestas a la espera de pasar a disposición judicial.

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