Sociedad

«Hoy todos somos publicistas de nosotros mismos»

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Pilar Martín Bravo
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13
noviembre
2023

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Pilar Martín Bravo

Que la palabra hueca suplante a la acción útil. Que la propaganda de nosotros mismos desplace a la virtud que debiera regirnos. Que la fachada se imponga a lo auténtico. Que lo sucedáneo impere. Todo ello remite a una expresión: la banalidad del bien. Así titula Jorge Freire (Madrid, 1985) su último ensayo, publicado en Páginas de Espuma, una reflexión sobre la vacuidad de los valores, que, como su propio nombre indica, apuntan a lo bursátil, a la moneda de cambio y que han entronizado el buenismo, desplazando el bien y la bondad.


¿La banalidad del bien es tan inicua como la del mal?

En realidad, la banalidad del bien no existe, el libro debería de haberse titulado «la banalización» o «la trivialización» del bien; lo de banalidad es un juego de palabras con la expresión que utilizó Arendt. Como ella misma escribió en una carta a su amigo el historiador Gershom Scholem, «el bien nunca es banal, el bien siempre es profundo, es radical. En cambio, el mal siempre es superficial, es como un hongo que aflora en la superficie». Insisto, el bien nunca puede ser banal, lo que pasa es que, en ocasiones, el bien se trivializa en bienes, y se manufactura, se vende al peso y a granel y se sustituye el bien por exhibiciones de golpes de efecto, por publicismo de la propia bondad, que es lo contrario del bien.

De lo que acaba de decir, ¿podríamos deducir que lo que distingue al bien del buenismo es la falta de pudor?

Bien visto, efectivamente, la banalidad del bien exige la falta de pudor porque hoy todos somos publicistas de nosotros mismos y porque, entre otras cosas, la banalidad del bien implica que la palabra se impone sobre la praxis; y no la palabra cualquiera, sino la palabrería, la palabra banal que nada significa. Es mucho más importante, en nuestra sociedad, decir que hacer, es mucho más importante mostrar nuestros valores, que albergar principios, mostrar empatía que albergar compasión, más importante hacer publicidad de nuestros buenos deseos que nuestras buenas intenciones. Nos movemos con valores que nos gustan colgarnos como si fueran blasones y eso nos exime de hacer buenas acciones. En las redes sociales, de hecho, hacer buenas acciones no te da ninguna ganancia, es mejor apuntarte al carro de una buena causa, ser un «abajo firmante» o sumarte a una moda, manifestar tal o cual opinión, y olvidarse de la praxis, porque no importa. Sí, es importante lo del pudor… La banalidad del bien es una cuestión obscena porque, etimológicamente, obsceno es lo que queda «fuera de escena». Recuerdo lo que prescribe el Evangelio, que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu izquierda. Si haces una buena acción, no deberías llevar una orquesta detrás que vaya anunciando con campanas lo que has hecho. Pero eso es exactamente lo que se hace hoy en día. Peor, no hacemos la buena acción, pero queremos que nos publiciten, por eso es obsceno, porque lo que quedaba fuera de la cámara es ahora justo lo que se enfoca. Hablando de citas bíblicas, recuerda la parábola del rico epulón, que es un trasunto de Caifás, a quien se le acerca un mendigo al que manda a paseo. Yo digo, entre bromas y veras, que si sucediera hoy esa escena no solo lo habría mandado a paseo sino que antes se habría hecho un selfie con él. La banalización de toda praxis.

Asegura en el ensayo que los valores no existen. Ante esta realidad, ¿conviene hacer como si existieran o rescatar la virtud y devolverle el lugar que no debimos hurtarla?

Podríamos hacer como si existieran los valores si tuvieran algún tipo de contenido, pero los valores no valen nada, son valores especulativos, y lo son en un doble sentido: en el sentido de abstractos, son meras abstracciones, espantajos, fantasmadas, pero también son valores bursátiles, solo buscan una inversión, una ganancia; creo que los valores habría que arrumbarlos y olvidarnos de ellos y recuperar la virtud. De hecho, un libro que siempre recomiendo es Tras la virtud, un libro importantísimo, aunque difiero en muchas cosas de las que plantea. La virtud es el único camino para sacudirnos estos valores. ¿Por qué se proscriben los principios y la virtud? Porque nuestro tiempo trata de acostumbrarnos a una serie de valores mercuriales que son los que interesan al capitalismo anímico, el imperativo de fluir con la corriente, de no comprometernos con nada, de que no tengamos raíces, de que seamos dúctiles, cambiantes, con una flexibilidad ilimitada, siempre sometidos a constantes cambios y estímulos, dispuestos a ser lo que no somos. Eso es opuesto a cualquier tipo de principio, porque es lo opuesto a cualquier firmeza moral.

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Los valores serían, ya que estamos tan canónicos, sepulcros blanqueados…

Exacto, como explica David Cerdá, al que cito varias veces en mi ensayo, los valores, en el fondo, no implican nada. Si tienes un ideal, es como si tuvieras un globo que tira de ti hacia lo alto, te empuja. Cerdá asegura que tener valores es como tener un arcón con un tesoro, invitas a unos amigos a casa, lo abres y dejas que vean cómo brilla y ya está, no obliga a nada; te los pegas, los valores, en la pechera como si llevaras una escarapela. Sin embargo, los principios te obligan, te atan a lo que eres y te compromete con una serie de acciones. Los ideales no solo te comprometen, sino que hacen que pongas la proa hacia un ideal que quizá nunca alcances, pero que te permitirá recorrer un buen trecho. Me gusta mucho la imagen de Julio César llegando a lo que hoy es Cádiz, a Gades, al templo de Heracles. Cuando contempla el busto de Alejandro Magno rompe a llorar. Él era Julio César, pero nunca sería Alejandro Magno. Cuando nosotros ponemos la proa hacia el ideal nunca lo alcanzamos, y nunca estamos a la altura de aquello a lo que nos habíamos encomendado, pero cada vez nos acercamos un poco más a él. Un ideal siempre es mucho más estimulante, un principio es edificante, pero un valor no vale nada.

Aparte, caigo en la cuenta de que los valores no tienen adjetivos. Las virtudes hacen de alguien un virtuoso, pero alguien que tiene valores no tiene palabra que lo designe…

Es verdad… ¿qué hace de uno los valores? Es justo eso…No hacen nada de ti, una persona banal.

¿Cómo recuperar la frontera que divida ocio/negocio, de manera que no estemos en una continua autoexplotación de uno mismo?

Criticar que se haya roto esa frontera no significa, en absoluto, que se quiera volver al viejo mundo fordista en el que fichábamos en la fábrica, etc. Criticar los desafueros del progreso o algunas cosas que se nos cuelan de matute so pretexto de que es progreso no significa oponerse a él. Antes podías saber si tenías un jefe que quería tiranizarte, pero cuando el jefe se disfraza de coleguita, cuando el jefe ya no es un tipo avaro y opulento con un puro y sombrero de copa, sino un chico vestido de atorrante, con la camiseta o los pantalones rotos, que te dice que te vayas con él de copas el viernes y el sábado juegues con él al pádel, cuando se difuminan las fronteras porque ya no hay jerarquías, no puedes decir que no, ¿cómo no le vas a hacer el favor de trabajar un puñado de horas extras gratis? No poder decir que no significa, entre otras cosas, perder la libertad. Cómo no vas a hacer gratis esas horas extras si en el fondo… ¡sois amigos! Total, tú cobras en «likes» y en el modo en que te atiza el entusiasmo y esa vocación que te mueve. Basta ya, hay que decir que no. Nos venden como progreso lo que a todas luces es una regresión, y lo hace gente que no tiene ningún tipo de escrúpulo, gente que además es el epítome de ese capitalismo anímico que promueve, entre otras cosas, la banalidad del bien. Que no, que no tenemos que estar cambiando constantemente, que seamos firmes, ser firmes no consiste en ser monolitos. El rasgo de nuestro tiempo no es la precariedad sino la precarización, porque la primera es algo relativo al mundo laboral y la precarización abarca todos los ámbitos de la vida. Esta idea de que tenemos que estar completamente disponibles a cualquier hora para todo, es terrorífica. Hay que ser intransigente con el capitalismo anímico.

¿Por qué ese rechazo a la jerarquía, como si fuera per se algo nefasto? Vuelvo al ejemplo que ha puesto, el de Julio César y Alejandro Magno. Ahí también se explicita una jerarquía.

Hay un rechazo de la jerarquía porque hay un rechazo de la autoridad. Este es uno de los grandes cambios culturales que se han producido. La autoridad, por definición, excluye la negociación, es decir, quien tiene autoridad no pastelea, no se aviene a componendas, no templa gaitas, no dice «sí, pero no». Eso no quiere decir que tenga que ser autoritario, quien tiene autoridad no cede, pero no es un perro rabioso, no es un padre cabreado, no es un policía violento. Eso no es autoritas, es potestas. Para ejercer la autoridad no se necesita ser autoritario, porque la autoridad viene investida por parte de los demás. El gobierno del populacho no es democracia. El fin de la autoridad se ve en la educación; los próceres del nuevo pedagogismo nos dicen que el docente tiene que ser un gatekeeper, el que está a las puertas del conocimiento, el que entrega las llaves para que los educandos accedan a la educación, es decir, te enseño cómo funciona Google y ahí te las den todas. Esto es una imbecilidad. Me encantan las viejas metáforas botánicas, según las cuales los estudiantes eran como sarmientos de vid que había que enderezar, ahí se ve que el docente no es solo alguien que les da la chapa, ni el alumno un hardware al que le metes un software, el alumno es cera virgen al que hay que moldear. El fulcro en el que se apoyan las ramas al crecer se llama «tutor», y precisamente la tutoría es ofrecer al alumno un soporte firme para que crezca recto. La educación es imitativa, y de ahí que la figura del docente sea tan importante, los alumnos ven cómo se comporta en clase, cómo resuelve los conflictos, como ejerce esa autoridad que imprime carácter para la formación de los alumnos. No se trata solo de transmitir conocimiento, sino de enseñar cómo comportarse, cómo hablar, cómo actuar. Sabemos que una persona que se educa en casa va a aprender diez veces más que en la escuela, porque en la escuela hay mil distracciones, las hormonas están disparadas… pero en la escuela aprenden a sociabilizarse, aprenden a ser ciudadanos. Seneca decía: «No aprendemos para la escuela, sino para la vida». La escuela no está hecha para hacer cerebritos sino ciudadanos plenos.

Y ahora se plantea la escuela como un parque de atracciones en el que entretener a los alumnos…

La dispersión es, por definición, lo contrario de la concentración, y la nueva pedagogía nos dice que hay que gamificar la clase. La dispersión puede ser consecutiva pero nunca simultánea a la concentración. El momento de la clase no puede ser el del patio. La clase no es una flashmob, así es imposible que aprendan.

¿Es posible encontrar en la escuela la vocación?

Es necesario encontrar nuestra vocación, aquello que da sentido a nuestra existencia, pero a veces eso es una trampa, nos expone mucho más a ser tiranizado, como ya explicó Remedios Zafra, aprovechándose de nuestro entusiasmo. El mercado laboral es inhóspito para jóvenes, y se aprovechan de ello, exprimiéndoles. En alemán, trabajo y vocación tiene la misma raíz etimológica, eso es bien bonito, pero no es el caso de España, donde uno propone y la realidad laboral dispone. Pero, a pesar de todo, hay que buscar la vocación, encontrar aquello por lo que pagarías, pero no hacerlo nunca, nunca trabajar gratis. El trabajo de cada cual vale un dinero.

«Una vida errónea no puede ser vivida correctamente», afirma en el ensayo pero, ¿cómo saber que es errónea?

Esa frase es de Adorno, y da para muchas interpretaciones. La vida buena es difícil de alcanzar en nuestro tiempo porque, al tiempo que se nos hace deseable, se nos pone muy lejos, lo que incentiva el buenismo. Cuando la vida buena no es alcanzable emerge el buenismo como sustituto. ¿Qué vida buena va a alcanzar aquella persona que vive entre dos zanjas, que no alcanza nunca tierra firme, una persona que vive existencialmente como si fuera un interino, una persona continuamente reemplazada, en un entretiempo constante? Con un sueldo mísero, precariedad de su puesto de trabajo, sin posibilidad de tener una casa digna, sin poder llegar a fin de mes… ¿qué buena vida se puede tener? Si el nuestro es el tiempo muerto constante, siempre a punto de tirar el penalti pero sin tirarlo… hay gente en España con cuarenta años que no se ha independizado, con un salario de becario, afrontando una enorme inflación… qué buena vida va a tener… será un simulacro.

Los patronos de nuestra sociedad capitalista, ¿serían Salomé, con su desaforada sed de deseos, y Narciso?

Sí, incluso más Salomé que Narciso, porque el narcisismo de nuestra época, ese hombre prendado de sí, es menos peligroso que Salomé poniendo en los morros en esa lámpara del genio perverso que nos ofrece algo inaudito: la satisfacción inmediata y constante de nuestros deseos. La civilización, dijo Freud, es el trecho que media entre un deseo y su satisfacción. Si uno no aprende a asumir la frustración, estamos perdidos. Hay que aprender a frustrarse, satisfacer inmediatamente los deseos es terrorífico, esta idea de que todas las voliciones podemos satisfacerlas es perverso. Salomé es el arquetipo de nuestro tiempo: pide la cabeza del Bautista sin desearla realmente. Hedonismo a corto plazo. El hedonismo está bien, pero es lo opuesto a lo que estamos hablando. Es como confundir el presente con la actualidad. No hay nada que ilumine nuestro presente como lo clásico. Fíjate en los políticos: antes tenían una carrera larga, ahora, con la industria del entretenimiento, son efímeros, producto de lo que se exponen, tan breves como Dafne cuya belleza dura muy poco, antes de convertirse en laurel. Rivera, Pablo Iglesias, Arrimadas, Casado… nunca tendrán la autoridad de un Adolfo Suárez, aunque tampoco creo que Suárez fuera un héroe de la democracia. Para Hegel, y estoy de acuerdo, el heroísmo precisa de misterio, de inaccesibilidad. De los héroes se sabe poco, te llegan hablillas, leyendas… Cuanto más hablamos, menos significativo se vuelve el lenguaje, sufre depreciación, inflación. Digo estoy sabiendo que soy boquirrubio, que conste.

«La banalidad del bien exige la falta de pudor porque hoy todos somos publicistas de nosotros mismos»

¿Preferiría llegar tarde a una fiesta o a una revolución?

¡Qué bueno! Esa frase es de Diego Garrocho, compañero de facultad, aunque yo iba poco a clase…

¿Por qué?

Porque la universidad fue el descubrimiento de los placeres y de vida licenciosa, una escuela de aprendizaje, tengo un recuerdo maravilloso, pero la critico como lugar para quedarse, la universidad ha de ser un rito de paso. Hay que pasar por ella y salir, no quedarse. Conservo grandes amigos que conocí en la universidad, resultó un momento vital excepcional, y muchas de las cosas que se aprenden en la academia no se aprenden en el aula sino de la gramática parda de los botellones, las jaranas y la sabiduría docta de Dionisios cuando cae la noche. A filosofar no se enseña en un aula. El hombre más sabio que conozco no ha recibido educación, se dedica a la agricultura: José Francisco Quiñones. En un momento de su vida, un momento delicado y bajo, cayó en sus manos la Crítica de la razón pura. Le cambió hasta tal punto la vida que llamó a los espárragos que comenzó a comercializar «Séneca», y llevan una faja en la que se lee: «A la memoria de Immanuel Kant». Por azares del destino lo conocí.

Pero volvamos a aquello a lo que no le gustaría llegar tarde, ¿una fiesta o una revolución?

No querría llegar tarde a una fiesta, porque si llegas tarde a una fiesta te encuentras lo peor de la condición humana. Defiendo la virtud de irse a tiempo, pronto. Hay que aprender a despedirnos, ser breve con los amigos, no alargar el encuentro, evitar ser un coñazo. Por otro lado, la revolución ha quedado descartada por utópica. Como demostración, el hecho de que hoy todo se venda como revolucionario. Cuando algo ha quedado neutralizado, ese algo de repente lo inunda todo, todo es revolucionario, un peinado, un disco… qué casualidad, justo cuando solo quedan revolucionarios de mesa camilla que hacen la revolución desde Twitter. La revolución se ha convertido en un flatus vocis, en mero eslogan. La revolución ha fracasado, ha muerto.

Déjeme que niegue la mayor…

Lo siento, no puedo estar de acuerdo contigo en esto. Hoy no tenemos revolucionarios sino rebeldes, como distinguía Sartre. Los revolucionarios quieren la revolución, los rebeldes, no; quieren seguir rebelándose a los veinte y cuarenta, han hecho de la revolución su modo de vida y por ello, la revolución no puede llevar a término, y dejan de ser revolucionarios. No se puede vivir siempre en momentos épicos, hace falta momentos de prosa. Piensa en la secesión de Cataluña. Mucha gente está a favor, pero en el fondo no quieren que se produzca. Están ahí por lo lucrativo, porque se hace amigos, porque se genera comunidad, algo que nos falta hoy… Ser revolucionario es otra coa, es que te dejen un mes sin nómina y tú sigas peleando. Lo siento, creo que la revolución ha muerto.

 

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