Cultura

«Quizá desde el cansancio pueda haber una reconquista de derechos, una resistencia pasiva»

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03
noviembre
2023

En medio de un agotamiento generalizado, en un mundo de prisas y sobreesfuerzo, ‘Gozo’ (Siruela, 2023), la primera novela de la filósofa y poeta asturiana Azahara Alonso, nos muestra que hay otra opción posible: detenerse, vivir con menos, disfrutar –al fin– nuestro tiempo libre. Hablamos con ella sobre el trabajo, el ocio, el turismo, el descanso y una eventual revolución lúdica.


Dice la protagonista de Gozo que «entre el esclavo y quien trabaja no hay apenas diferencia sino de cantidad». Con semejante paralelismo, quisiera devolverte las preguntas de Yun Sun Limet: «¿Por qué nos obligamos a esto? ¿Por qué el trabajo? ¿Por qué no se puede escapar de él?»

La pregunta de Yun Sun Limet nos ayuda a enfocar ciertas zonas un poco más oscuras como la disponibilidad. Trabajar, trabajamos en un montón de cosas, puede ser lavar la ropa o preparar la comida. Requieren un esfuerzo físico, no siempre las hacemos porque queramos, pero no nos dan la subsistencia. Sin embargo, ese empleo al que le dedicamos tantas horas, tanta energía, que incluso hoy hay empresas en las que se exige un cierto estado de ánimo… eso es lo que creo que es más interesante pensar con Yun Sun Limet: ¿por qué nos hacemos esto hasta ese extremo? Y creo que por dos cuestiones principales: una sería por la disponibilidad, sin limitaciones temporales ni emocionales, y por otra parte porque en eso juega la dinámica del supuesto éxito y del supuesto fracaso. Nadie quiere fracasar, cuando en realidad estamos en el tablero de un fracaso humano.

En esto entra el tema de la identidad laboral. Aunque hay matices culturales, parece una visión salida del american way of life: como si toda nuestra identidad se estuviera jugando en entregarnos al trabajo, como si sin trabajo no fuéramos nadie.

Sí, pensaba en cómo quizá aquí culturalmente ha calado muy profundamente aquella ley franquista «contra vagos y maleantes». Se ha equiparado la virtud moral con el trabajo, con el estar sumamente ocupado, porque eso hace que seamos más dignos. Sí que el sueño americano de cierta manera se asimiló aquí con la familia nuclear, con un coche, con un piso comprado y ojalá con un piso de segunda residencia de vacaciones y en eso también jugaba una parte importante el empleo que duraba toda la vida, de entrar a una empresa con 25 años o menos y quedarse ahí hasta la jubilación. Eso yo creo que de forma natural o espontánea hace que esas personas se identificaran con su oficio, porque al fin y al cabo le dedicaban ocho horas, cinco días a la semana durante muchísimos años de su vida. Pero hoy, que hay cierta fluidez –no siempre querida, sino más bien forzada–, la identificación de esa propia identidad con un trabajo al final es casi más un deseo que una realidad.

Como la frase de «haz lo que amas y no trabajarás un solo día de tu vida», que en profesiones creativas hace parecer aún más fácil caer en esa trampa de la vocación. ¿Viene a decir que si te gusta lo que haces se justifica la autoexplotación y el sobreesfuerzo?

Totalmente, sí. Mi lectura es que es diabólico, ¿no? [risas]. Cómo a través de esa especie de látigo lleno de brillantes y purpurina, parece que duelen menos los latigazos porque nos los autoinfligimos y brillan. Es un poco esa trampa de la vocación por la que no hay horarios, todo lo que hacemos es difícil de distinguir entre el placer y el trabajo y parece que sea bueno, cuando en realidad podríamos verlo desde una perspectiva más realista: que es no tener horarios, en estas profesiones creativas, en las que suele ser habitual tener peores condiciones laborales, todo eso nos llevaría a pensar que si, además, se come el resto de la vida, la lectura final no es positiva.

«En nuestra infancia, todavía no estaba todo colonizado por ese deseo de aprovechamiento del tiempo»

La protagonista parece acercarse a una solución intermedia: «Mi vocación es comprar tiempo con dinero. Para eso casi cualquier trabajo es bueno, lo importante es no encariñarse con él». Pero, en muchos casos, tener estudios y optar por un «empleo alimenticio» parece verse como un fracaso laboral. ¿Crees que se trata de una falsa disyuntiva?

Hay que tener en cuenta cómo nos echa para atrás la imagen social. Se ve como un fracaso, a lo mejor, tener un trabajo alimenticio que no tiene que ver, a sabiendas, con nuestra vocación –con lo que supuestamente somos–, pero que nos permite vivir. Y supongo que eso también es un paso previo de la imagen social que hay que saltar para un bienestar más marcado que en la ausencia de horarios. Me sorprende, con la lectura del libro, que muchas veces creen que la protagonista –que además lo dicen por mí como si fuéramos exactamente lo mismo– vive muy bien porque se da un año sabático. Lo que propone en realidad la idea era precisamente lo que acabas de señalar: que alguien pueda tener un trabajo meramente alimenticio que le permita vivir el horario del tiempo libre de una forma más… no sé si auténtica, que es una palabra difícil, pero sí en su propia voluntad. Confío plenamente en los empleos alimenticios en un mundo en el que los empleos vocacionales suelen ser bastante más diabólicos.

La novela pone sobre la mesa la opción de vivir «entre la libertad y la supervivencia», un limbo que suena extraño pero que al fin y al cabo parece una opción viable para la protagonista: un trabajo que le dé suficiente para poder hacer lo que quiere sin tener que pedir permiso para vivir.

Puede que quede resumido en un dicho que es «hacer de la necesidad virtud», que me hace mucha gracia porque todo parte de una precariedad vital que en algunos casos coincide con el proyecto de vida de algunas personas, y en otros casos por supuestísimo que no. Si alguien quiere tener una vida más convencional, una casa en propiedad, una familia formada con hijos, etc., esa responsabilidad también es económica. En el caso de personas como yo, que no tenemos ese interés ni de poseer cosas, ni de tener descendencia, en vez de verlo con la parte negativa, en la que seguimos aún así intentando trabajar todo lo posible, creo que hay una salida, entre la supervivencia y la libertad, que básicamente se resume en necesitar menos.

¿Por qué crees que existe esa visión capitalista de las horas? El tiempo visto como algo que se pierde, se gana, se invierte, se gestiona, todas estas palabras como si fuera dinero.

Tal cual, es una lectura económica del tiempo: los verbos que utilizamos hacen referencia al campo semántico del dinero, de la economía y de la gestión de recursos finitos. Efectivamente, el tiempo es finito y se ha impuesto esa idea de la inversión para que merezca la pena. Antes, incluso en nuestra generación, en la infancia, todavía no estaba todo colonizado por ese deseo de aprovechamiento. El aburrimiento tenía su espacio y el tiempo no dejaba de ser una cosa que vivíamos plenamente, pero ahora creo que el miedo es a perderlo. La lectura puede ir hacia cómo se ha conquistado el tiempo libre desde todas las instancias productivas. ¿Por qué el tiempo libre se ha asimilado completamente al ocio? ¿Por qué las vacaciones son directamente viaje y no descanso? Eso creo que ha conseguido colonizar también una forma de pensamiento, que es que cualquier momento sirve para poner al día las cosas pendientes, por ejemplo, ver una serie que no hemos visto o leer los cinco libros que tenemos pendientes, en vez de hacerlo por placer.

Dices que las vacaciones ya no son como antes. En la tiranía del ocio, no solamente tenemos que viajar y experimentar, sino que el descanso mismo está pensado para que «recarguemos». Y la «recarga» es una analogía de autómatas: como si fuéramos máquinas que hay que enchufar y desenchufar para estar listas para trabajar.

Absolutamente. Se dice que las plataformas digitales, Netflix, HBO, etc., no compiten con otras sino con nuestro sueño, con la necesidad de dormir. Y me parecía muy revelador de todo lo que está ocurriendo con el ocio. Hay dos polos: o bien viajamos y vivimos la aventura, etc., y volvemos agotadas, o bien descansamos, pero no es un descanso, es una desconexión, como si tuviéramos también una batería para recargar. Todo eso es haber perdido el tiempo libre como tal, que no significa no hacer nada –que también es muy difícil–, sino hacer lo que nos apetece. En qué momento tomarnos un café o ir al cine es una pérdida de tiempo, si no se suma a cierto discurso de que nos es útil. Justo ahí creo que sería donde tendríamos que ir, a las intimidades pequeñas del día, del tiempo libre e incluso de las burbujas que le robamos al trabajo.

«Hoy la identificación con un trabajo al final es casi más un deseo que una realidad»

Algunos autores dicen que a las grandes corporaciones no les conviene que durmamos sino que estemos supremamente cansados y ansiosos para que queramos estar pegados de las pantallas comiendo comida rápida…

Es que es la última barrera: el sueño humano, ¿no? Antes se decía en las oficinas que el café era gratis por algo. Para promover esa productividad dentro. Ahora creo que lo llamativo es justo eso que dices, esa atención extrema. Por eso también lo que nos explican acerca de cómo ser más eficaz con las horas de sueño o cómo reducirlas para luego trabajar mejor, etcétera. Es grotesco.

La «teoría de los tres ochos» parece lógica pero luego no tiene en cuenta el tiempo de desplazamiento, la hora de almuerzo, etc. En general si se trabaja a las afueras de una gran ciudad, unas 11 horas quedan cooptadas por lo laboral. ¿Está mandada a recoger, es decir, se ha vuelto obsoleta la jornada laboral actual? ¿Qué se puede hacer?

Creo que el sistema se las arreglaría para seguir haciendo lo mismo [risas]. Aunque pensáramos que trabajamos realmente cuatro horas –vamos a decir seis, y que dos son para el transporte y para acicalarse para ir– creo que aún así algo sucedería para que estuviéramos trabajando la misma cantidad de horas. La jornada laboral de ocho horas, no lo sé, pero sí la disposición tan típica española del horario partido, ese parón a mediodía, a veces de dos horas, es excesivo para los cuerpos. La jornada de cuatro días a la semana está probado que es más productiva, que la gente está de mejor humor y que todo fluye de una manera más clara. Pero sigue habiendo una creencia por el presencialismo bastante fuerte.

Tim Gurner, un CEO australiano, propuso aumentar el desempleo a más del 40% para que haya «dolor en la economía» y los empleados «recuerden que trabajan para sus jefes y no al revés».

Lo que se hace es forzar las condiciones para que las personas vean que necesitan ese trabajo. Efectivamente lo necesitamos. Pero otra cosa es que necesitar un empleo implique aceptar todo lo que se nos impone con él. Entonces creo que lo que decía aquel CEO era un poco la pataleta cuando alguien sobre el que tú tenías todo el poder de pronto toma decisiones. Esa cosa que se decía de «en mi hambre mando yo», y creo que parte de la Gran Renuncia fue eso: no tener una alternativa, pero no soportar más las condiciones dadas. Ahí hay una movilización siempre posible. Y creo que si en lo colectivo hoy no sabemos o no tenemos las herramientas para enfocarlo exitosamente –aunque sea una palabra tan tramposa– quizá desde el cansancio pueda haber una reconquista posible de ciertos derechos o de ciertas cosas, una resistencia pasiva.

Dices en el libro: «En la ciudad grande soy eficiente. El estrés resulta ameno. Ya se sabe lo que se elige entre el dolor y la nada». ¿Por qué no hacer nada acaba siendo una fuente de malestar?

Para mí hay un término medio al que siempre llegamos por extremos. Estamos en el extremo de esa adrenalina casi anfetamínica de hacer cosas constantemente sin pensar y el contraste con el no hacer nada es tan llamativo, tan radical, que creo que el punto medio es interesante. Creo que la clave es por qué no sabemos hacer algo que no sea por inercia, cómo la adrenalina extrema de la actividad frenética nos ha llevado a ya no identificar qué es lo que nos gusta. Por eso creo que durante la época laboral preparamos las vacaciones como si fuera el viaje, la aventura, el continuo hacer. Y a lo mejor no es lo que queremos; es una cosa que hacemos por imperativo social.

¿Crees que el turismo está contribuyendo a un monocultivo global, a una homogenización? Todo el mundo se viste igual, consume las mismas series, usa las mismas redes sociales, viaja de la misma manera.

Creo que la homogenización no necesariamente la hace el turismo que ejercemos, sino que el mundo se ha ido uniformando para que parezca más amable y menos contrastado. Pero creo que sí hay un monocultivo diferente a lo que decías –pero igual de terrible– que es el monocultivo de la economía. Por ejemplo, en el sur de Europa, todo el mundo está abocado en parte a vivir del turismo para el turismo. No vives del turismo, al final el turismo vive de ti, lo dice muy bien un fanzine que hicieron en Sevilla. Vive el turismo de nosotros porque nuestra fuerza de trabajo tiene que estar en ese monocultivo que es la visita.

«Confío plenamente en los empleos alimenticios en un mundo en el que los empleos vocacionales suelen ser bastante más diabólicos»

Escribes: «Todo el mundo piensa que la vida está en otra parte y que no trabajar una temporada es vivir de recreo». Me pregunto si es una epidemia millennial ese deseo perpetuo de estar en otro trabajo, en otra relación, en otro país… y que también lleva al agotamiento.

Creo que está en relación con la lógica de consumo. Esta idea de «hay tantos lugares y ¿de verdad te gusta solo este?» o «hay tantas personas y ¿vas a tener solo esta pareja?». Creo que ocurre mucho y que hemos pensado en eso en parte positivamente porque el mundo se ha abierto y es más accesible todo. Pero cuando eso también se radicaliza y lleva a que nada sea nunca suficiente o siempre nos parezca que todo es poco, creo que acaba siendo, como dices, agotador. Yo creo mucho en el don de la repetición que aparece en el libro. A veces hay algo que nos gusta y su repetición puede ser profundamente político, una política muy anticapitalista, el intentar reincidir en las cosas que nos interesaban. Hay una educación seguro cultural que nos lleva a educar nuestros deseos, pero en parte creo que hay una necesidad personal de descubrir qué es lo que verdaderamente nos gusta y desde siempre.

¿Es esta la revolución lúdica que dices en el libro? ¿El gozo?

Me gustaría marcar una diferencia entre qué es lo que nos gusta y que eso no sea quienes somos realmente; parte de la revolución lúdica a lo mejor consiste en no darnos tanta importancia individual, pero sí en disfrutar de esas cosas. Me parece demasiado utópica como para imaginarla por completo, pero dentro de la resistencia pasiva –que me parece una de las poquísimas salidas que tenemos, porque es imposible tener un pie fuera de todo esto–, esa capacidad de romper desde dentro la burbuja laboral, de robar un día libre, de vivir con lo mínimo si encaja en nuestra idea de vida. Creo que ahí hay algo lúdico que es lo único que puede cambiar las cosas a nivel individual… y a nivel colectivo también. Esto sin olvidar que [Gozo] es una novela, entonces no aborda ciertas cosas que hubiera abordado en un ensayo, como que hay muchísimos estratos de la población de la clase trabajadora que sencillamente no pueden elegir. No sé si ahí podríamos aplicar la lógica de la revolución lúdica, pero en estos otros estratos como el de la protagonista del libro, es decir, trabajos en condiciones precarias, generación millennial, etc., creo que es una oportunidad distinta a esa que se nos dice de aguantar en un trabajo hasta que asciendes. Quizás es la oportunidad de no querer aguantarlo.

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