Cultura

«Nuestro tiempo tiene una especial querencia por lo despreciable»

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16
junio
2022

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En el último título del filósofo Jorge Freire, ‘Hazte quien eres’ (Deusto) hay un propósito de vida virtuosa, lo cual, en estos tiempos inciertos, casi pareciera una insensatez, o al menos un empeño obsoleto. Autor de éxitos como ‘Nuestro hombre en España’ y Agitación. Sobre el mal de la impaciencia’, en este último ensayo Freire nos estimula. Absténgase, no obstante, quienes busquen autoayuda: este es un territorio ajeno a pensamientos mágicos e infantiles positivismos.


Sin ánimo de acritud: escribir un ensayo con un buen puñado de recomendaciones para la vida virtuosa, tan sensatas como las que propone, ¿no peca en cierto sentido de ese narcisismo que trata de combatir?

Escribir un libro en vocativo es una petulancia. Sobre todo, con 36 años. Ahora bien, los consejos que aquí ofrezco no son del todo míos. Los halla todo aquel que sigue la escondida senda por donde los pocos sabios que en el mundo han ido… Escuchar a los clásicos es avanzar a hombros de gigantes.

¿Cómo se reconoce la virtud?

Cuando una entidad realiza su función propia, nos enseña Aristóteles, ha alcanzado la virtud. Para lograrlo, no hacen falta acciones aisladas, sino costumbres. Quien tiene una disposición espontánea al bien es virtuoso.

Hace poco escuché al crítico Constantino Bértolo decir que uno de los libros que más daño le hicieron fue Robinson Crusoe, porque le inoculó la idea de que uno es capaz de hacer cualquier cosa solo. Algo así combate usted, ese individualismo radical de este sistema. ¿Tiene solución?

Difícilmente, porque la sociedad contemporánea produce personas sin ombligo. Ya se sabe que la función hace el órgano. El yo autosuficiente, convencido de que existe por sí mismo y de que a nadie debe nada, vive en una permanente ensoñación adánica. Quien no advierte de las cadenas que lo aherrojan, nunca llega a ser quien es.

«La máscara que nos ponemos revela quiénes somos»

¿Cómo sabremos que uno ha hecho de sí quien es?

Porque, al buscar en el espejo al otro –al otro que, según el verso de Machado, va siempre contigo–, no tienes problema en encontrarlo.

Por otro lado, Bioy Casares afirmaba que la máscara, en el fondo, revela nuestra auténtica personalidad. ¿Está de acuerdo?

La máscara que nos ponemos revela quiénes somos. No hay juez sin toga, ni rey sin armiño. En cuanto comparecemos ante los demás, ya somos un personaje. Se equivocan quienes buscan algo detrás del antifaz, que es, por definición, lo que está delante de la faz. El descaro, quitarse la careta y en consecuencia decir «las cosas claras» y ser muy sincero, no es más que grosería.

Hay una teoría que afirma que lo que cautivaba a los marineros no era el canto de las sirenas en sí, sino las lisonjas que contenían, lo que procuraba su tragedia. ¿Pasa algo similar con las redes?

Sin duda. Y atender en exceso a la opinión ajena termina esclavizando. Como decía Carmen de Burgos, avancemos sin escuchar a los perros que ladran y, sobre todo, a los que, halagadores, menean la cola.

«No es verdad que de la discusión surja la luz», escribes. ¿Cuándo (si es que lo hay) merece la pena discutir?

Casi nunca. En The enigma of reason, libro elucidario como pocos, Hugo Mercier y Dan Sperber muestran que no buscamos conocer la verdad cuando discutimos, sino confirmar lo que previamente pensábamos. Acopiamos argumentos para defender intuiciones que no son en absoluto racionales, y nos afianzamos en el sesgo de confirmación para no dar el brazo a torcer. En realidad, no somos tan racionales como parece.

«El precio de elevar el umbral de la moralidad ha sido su frivolización»

Muchas de las cuestiones que propone tienen que ver con lo inútil (en el mejor sentido de la palabra, en tanto que no pueden convertirse en mercancía). ¿No se permite algo de pereza en este vivir virtuoso? ¿Cómo compaginar esa prisa, ese negocio constante que propone el sistema con cierta rebelión de uno?

Mi maestro Bataille decía que soberano es quien insubordina el instante dentro del tiempo. Es decir, quien pisa fuerte en el sustrato firme del presente, lo que los latinos llamaban el nunc stans, y se niega a vivir desplazado, ya sea anclado en el pasado o proyectado al futuro.

¿Podríamos decir que vivimos en un declive moral?

Diría, más bien, que el precio de elevar el umbral de la moralidad –por ejemplo, la creciente sensibilidad hacia la ética animal– ha sido su frivolización. Se confunde el bien con la exhibición de la bondad. De ahí el auge de supuestas virtudes como la empatía, que, a diferencia de la compasión, no se alberga, sino que se muestra.

Steiner, al que usted cita en alguna ocasión en este ensayo, avisó de los peligros de desentendernos de lo sagrado. ¿De qué modo ha afectado a nuestra manera de estar en el mundo el desprecio a su desprecio?

Muchos de nuestros coetáneos han sustituido el padrenuestro por el biomagnetismo o el reiki, de manera que la conducta religiosa sigue aflorando, aunque mude la piel. La etimología que relaciona religión y religare no es verdadera, pero sí ben trovata, porque la religión nos religa con el absoluto y con la comunidad. ¿O es casualidad que esa nostalgia del absoluto se agudice en las crisis?

«Es importante tener presente que quien se abandona a la pereza, marchita los talentos que se le han dado»

¿Y por qué nadie habla de la importancia de la belleza?

Nuestro tiempo tiene una especial querencia por lo abyecto. Desde que el arte se convirtió en estética, el mundo contemporáneo da la espalda a la belleza, que le parece una cosa predecible y anodina. Resulta esperable de un mundo tan feo como el nuestro: es la rabia de Calibán al ver su cara en el espejo. Yo coincido con el príncipe Mishkin en que la belleza salvará el mundo.

Para «despertar del letargo», como primer paso, ¿qué nos sugiere?

Tener presente que quien se abandona a la pereza agosta los talentos que se le han dado. La persona perezosa vive anegada en la acidia y nunca llega a ser quien es.

¿Qué nos dice el empleo del lenguaje que cada cual hace de sí mismo?

Más que un filósofo, me considero un escritor de prosa filosófica. La filosofía es, para mí, una rama de la literatura. Y me fascina la riqueza del castellano. Lo que, naturalmente, me lleva a frecuentar palabras raras o en desuso. Juancla de Ramón me llama «el ropavejero del idioma», mote que llevo como un blasón. También me identifico con mi nombre, que viene del griego georgos y significa ‘campesino’. Si uno quiere recolectar cosechas fructíferas, debe sembrar en la tradición. Y hay tanta mies en el castellano que quien quiera segarla y orearla se puede poner las botas.

Uno de los capítulos insta al lector a cultivarse, ¿daría un par de títulos de libros que deberíamos de leer para ello?

Aquí van un clásico y un contemporáneo: Las Cartas a Lucilio, de Séneca y La hazaña secreta, de Ismael Grasa.

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