Identidades, ¿la nueva religión?
A pesar de lo confuso que resulta el concepto en su vertiente tanto individual como colectiva, hoy es más esencial que nunca, como demuestran las polémicas «políticas de la identidad».
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COLABORA2023
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La palabra «identidad» es confusa y a partir de un concepto confuso no se pueden construir argumentos claros, ni sacar consecuencias fiables. Al comienzo de su libro Identidades asesinas, Amin Maalouf hace esa misma observación. La pregunta tampoco era clara, porque la religión es una de las más potentes fuentes de identidad.
La otra es la política y, ambas resultan a veces indiscernibles.
Oliver Roy y Gilles Kepel han polemizado sobre si el aumento de radicalismo islamista de principios del siglo XXI se entiende mejor como un problema de «identidad» (Roy) o como un problema religioso (Kepel).
El diputado Vicente Manterola, por ejemplo, exponía en la tribuna de las Cortes Constituyentes el 4 de febrero de 1870 la íntima unión que establecían los vascos entre los fueros y la religión, salvaguarda de su más profunda identidad: «El pueblo vascongado podría sucumbir, podría desaparecer de la faz de la tierra, y el Gobierno dominaría en sus más altas montañas; pero nunca dominaría sobre un solo vascongado. ¡Ah! Mientras hubiese sobre la tierra un vascongado, abriendo su pecho descubriríais en lo más íntimo de su corazón un templo y un altar: un altar en el que se quema incienso, un templo en que se rindiera culto a sus fueros, porque los fueros son en las Provincias Vascongadas una especie de segunda religión, así como la augusta religión del Calvario es el primero de sus fueros, es su fuero transcendental».
Sabino Arana dice lo mismo: «Ideológicamente hablando, antes que la Patria está Dios; pero en el orden práctico y del tiempo, aquí en Vizcaya para amar a Dios es necesario ser patriota, y para ser patriota es necesario amar a Dios; porque este se halla comprendido en el lema patrio». Además de estas identificaciones extremas, podemos decir metafóricamente que cualquier ideología que dé sentido a la vida, proponga un modelo de acción y exija una adhesión incondicional, funciona como una religión. Así sucedió con la psicoterapia o el multiculturalismo, que también se convirtió en religión política.
¿Cómo podemos definir la identidad?
Hay dos significados posibles: la personalidad individual (el yo que unifica los comportamientos de un individuo), y lo que sirve para identificarme socialmente, mediante la pertenencia a un grupo. Pero esto no basta. Siguiendo la tesis central de El Panóptico, solo la genealogía de un concepto nos permite comprender lo que encierra en su interior. Y vamos a remontarnos muy lejos en esa genealogía.
Nuestro cerebro se ha desarrollado en un entorno social. Su pasado tribal ha dejado huella en nuestra mente individual. Necesitamos pertenecer a un grupo. El destierro era un castigo terrible porque suponía un desarraigo total, la no pertenencia. En el pensamiento político moderno, hay un enfrentamiento entre el pensamiento liberal, que afirma la prelación del individuo autónomo, y el comunitarismo, que defiende la prioridad de la sociedad, sin la cual el individuo no es nada.
La evolución ha conferido gran fuerza a los sentimientos grupales, porque eran necesarios para la supervivencia. Por eso, incluso en culturas individualistas, pueden despertarse con facilidad y adquirir una fuerza arrolladora. Jonathan Haidt, en su obra sobre los orígenes de la moral, describe lo que denomina «interruptor de la colmena», que activa en nosotros ese impulso de defensa del grupo. Su libro La mente de los justos (Deusto) lleva un subtítulo significativo para nuestro tema: «Por qué la política y la religión dividen a la gente sensata». La respuesta es sencilla: porque esas adscripciones grupales pueden hacer perder la sensatez.
La evolución ha conferido gran fuerza a los sentimientos grupales, porque eran necesarios para la supervivencia
A partir de esa matriz social, se fue fortaleciendo una «identidad personal», que no lleva hacia el grupo sino hacia la singularidad. Somos seres contradictorios: necesitamos la independencia y la dependencia. Hay, pues, dos tipos de identidad, cada una de las cuales responde a una pregunta diferente. A la pregunta quién soy yo, responde la identidad personal. A la segunda qué soy yo, responde la identidad social. Aquella busca mi identidad íntima. San Agustín escribe: «Me convertí en un enigma para mí mismo. Preguntaba a mi alma y no sabía qué responder». La experiencia le deja perplejo: «Gran abismo es el hombre. ¿Quién puede llegar a su fondo?». La segunda pregunta, en cambio, se interesa por los grupos con los que nos identificamos: la familia, la nación, la religión, el sexo, la ideología, la profesión. Tenemos, pues, múltiples identidades porque pertenecemos a diferentes grupos, a distintas categorías diría un lógico. Unas veces elegimos esas identidades y otras nos son impuestas desde fuera, como las castas en la India, o los roles de género en todas partes. Una de las tareas de la personalidad individual es gestionar estas identidades múltiples y establecer entre ellas jerarquías. A ese escalafón de las identidades hacemos referencia cuando preguntamos: ¿se siente usted más catalán o más español? ¿Solo español o solo catalán?
Con frecuencia aparecen «patologías de la identidad social», por ejemplo, cuando una de ellas alcanza una importancia tal que somete o anula al resto de identidades. Eso puede darse en el fervor religioso o en los nacionalismos. En los últimos años ha recibido gran interés la identidad sexual. Amartya Sen advierte que cuando una de esas categorías se impone de forma excluyente, convirtiéndose en la gran motivación, en la última fuente de sentido, puede conducir a conductas admirables o a conductas atroces. Recuerda cómo la exacerbación de la identidad convirtió en enemigos a personas que habían convivido pacíficamente. Ocurrió en la Alemania nazi, en la India, Ruanda, Congo, Bosnia, Kosovo. «La imposición de una identidad irreflexiva puede matar como una plaga». Advierte de los peligros de la categorización excluyente: «Resulta un serio error epistémico y un enorme riesgo ético y político, con consecuencia de largo alcance en materia de derechos humanos. La gente se visualiza a sí misma de múltiples y diferentes maneras. Un musulmán de Bangladesh es, además de musulmán, bengalí y ciudadano de su país, a lo cual cabe agregar las otras identidades vinculadas con clase género, ocupación, ideología política, gustos, etc. Un hindú nepalés es, además de hindú, alguien con características políticas y étnicas que tienen pertinencia propia, junto con otras identidades –o cientos de ellas– que le hacen ser quien es».
Identidad y política
Una de las características de nuestro tiempo es la importancia dada a las «políticas identitarias» lo que escandaliza a muchos autores. El libro de Douglas Murray, La masa enfurecida (Península) lleva un alarmante subtítulo: «Cómo las políticas de identidad llevaron al mundo a la locura».
Del reconocimiento se ha pasado al orgullo por la propia identidad y, de ahí, a la exigencia de una «compensación» por las humillaciones sufridas
Por políticas identitarias se entiende aquella participación política que no se basa en partidos o sindicatos, sino en grupos identitarios, y que centra su acción en la defensa y las reivindicaciones de ese grupo. Los nacionalismos son un caso paradigmático. Y en este momento lo son también los movimientos woke, que se articulan sobre grupos de víctimas. Suelen estar movidos por una exigencia de «reconocimiento» de los derechos del grupo y de su dignidad. El libro de Francis Fukuyama, Identidad, considera que Hegel tenía razón al decir que la historia era una lucha por el reconocimiento, y piensa que la política actual lo pone de manifiesto, e incluso va mas allá. Del reconocimiento se ha pasado al orgullo por la propia identidad (orgullo de la negritud, de la propia cultura o de la orientación sexual) y de ahí a la exigencia de una «compensación» por las humillaciones sufridas.
Muchos politólogos han criticado la política identitaria porque al fundarse en la diferencia fractura la sociedad. El historiador Arthur Schlesinger Jr. discutió sobre política identitaria en su libro La desunión de América. Consideraba que la defensa de los derechos de las minorías oprimidas se hacía mejor desde la óptica de los derechos humanos universales: «Los movimientos por los derechos civiles deberían apuntar a la total aceptación e integración de grupos marginados dentro de la cultura general, en lugar de perpetuar la marginación a través del énfasis en las diferencias».
Creo que Schlesinger tiene razón en lo que dice, pero olvida que el reconocimiento de los derechos humanos ha sido y es muy costoso, y que esos movimientos identitarios, que en efecto no tienen en sí mismos un fundamento riguroso, despiertan las energías necesarias para proseguir la lucha.
Este contenido forma parte de un acuerdo de colaboración del blog ‘El Panóptico’, de José Antonio Marina, con la revista ‘Ethic’.
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