Siglo XXI

La (otra) España a la que volver

Aunque la pandemia nos haya empujado a mirar con envidia las zonas rurales y sus grandes casas, hoy más de cuatro mil pueblos españoles corren el riesgo de desaparecer. Cuando sus últimos habitantes bajen la persiana, con ellos se irá un patrimonio inmaterial incalculable: en medio de la guerra contra la despoblación se juega una batalla para salvaguardar la gastronomía, las lenguas, el folclore y las tradiciones que también forman parte de la identidad española.

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Emilio Fraile / Mamola Stories
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19
mayo
2020

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Emilio Fraile / Mamola Stories

Cuando el coronavirus hizo que todo saltase por los aires, quizá uno de los primeros indicios de que nos encontrábamos ante algo que iba a desbaratarlo todo fue ver cómo, de manera unánime, las zonas rurales rogaban a sus vecinos de la diáspora que se quedasen en las ciudades. El mundo al revés: aquellos que reciben siempre con los brazos abiertos a los que un día se fueron, quienes llevan décadas reclamando políticas para atraer turistas y habitantes, pedían ahora todo lo contrario. Eso sí, lo hacían para proteger a sus vecinos más vulnerables ante la avalancha de gente que abandonaba las masificadas urbes para pasar la cuarentena en su segunda residencia del pueblo, lejos de los focos de infección, en casas más grandes que, incluso, tienen un jardín en el que estirar las piernas o tomar el aire, el súmmum del lujo en las últimas semanas.

Los habitantes de esos refugios rurales temen que la vida que insuflan normalmente los nuevos pobladores traiga esta vez un virus que ponga en riesgo a quienes todavía resisten allí, que cada vez son menos y más viejos. Según los datos del INE, en el 96% del territorio viven menos de la mitad de los españoles, y bajando: en más de 5.000 localidades residen menos de un millar de personas. Si a principios de año agricultores y ganaderos se manifestaban para reclamar precios más justos sin que nadie les hiciera demasiado caso, hoy la pandemia los ha reconocido como esenciales para seguir alimentando al país. «Nos hemos encargado de pensar que el único fin del mundo rural era ser la despensa de las ciudades y el lugar al que ir en vacaciones. En ellos se recibe un cariño, una cultura y una gastronomía que no viajan de vuelta. Digamos que las ciudades están impermeabilizadas ante el contacto con lo rural. Tenemos que preguntarnos de verdad cómo podemos ayudar a todos los que nos dan de comer: si en el ticket te aparece quién te cobra el café, ¿por qué no saber el nombre de quien cosecha unas manzanas?», se pregunta Fédor Quijada, cocinero centrado en la recuperación de la gastronomía tradicional.

Más allá de los recursos que atesora y de las soluciones que necesita –un mantra habitual en congresos y planes para abordar la despoblación–, esa España desierta es el guardián de un modo de vida y de saberes que no podemos tocar, pero que forman parte de la esencia de nuestra identidad como pueblo. «En áreas rurales que están hoy despobladísimas, normalmente se desarrollaban una serie de manifestaciones culturales inmateriales que, entre otras cosas, contribuían a la sostenibilidad del medio ambiente. Sería deseable que, al menos, antes de que desaparezca una comunidad, se documentaran sus conocimientos y saberes: hablamos de actividades agrícolas, ganaderas o forestales que se regían por criterios de adaptación al medio, unos conocimientos que hoy nos vendrían muy bien en la lucha contra el cambio climático», valora María Pía Timón Tiemblo, etnóloga del Instituto del Patrimonio Cultural de España (IPCE).

Procesión cívica del Vitor en Mayorga (Valladolid)

Ella fue una de las encargadas, en el año 2015, de coordinar y redactar el Plan Nacional de Salvaguarda del Patrimonio Cultural Inmaterial, definido como «toda manifestación cultural viva asociada a significados colectivos compartidos y con raigambre en una comunidad». En él, se esbozaban algunas líneas para proteger esos usos, representaciones, lenguas, expresiones y conocimientos transmitidos de generación en generación y recreados para promover un sentimiento de identidad y pertenencia. «Es algo que está vivo, que es experimentado y vivenciado en tiempo presente. Tiene que tener emoción y remitir a la biografía individual y colectiva de la comunidad. En él se engloban los oficios, las fiestas, la música, la danza, los conocimientos, las hermandades, las aficiones…», puntualiza.

Rodrigo Cuevas: «Puedes ser moderno o puedes aparentarlo. Lo segundo es más fácil en Malasaña; lo primero, en el campo»

Si el 13% del territorio español es considerado oficialmente un desierto demográfico, la situación de gran parte de ese patrimonio inmaterial es crítica. Por poner un ejemplo: según reconoce la Unesco, en nuestro país existen al menos seis lenguas con más de 250.000 hablantes que están en peligro de desaparecer, por ejemplo, el asturleonés, el aranés o la fala extremeña. Además de ellas, también se encuentra en peligro la supervivencia de jergas propias de oficios que ya nadie practica o términos propios de pueblos casi vacíos. «No se trata solo de las palabras, sino de los modelos de producción más sostenible que llevan aparejados, y también de los sonidos: por ejemplo, ya no conocemos cómo suena un carro tirado por bueyes sobre los adoquines o la rueda de un antiguo molino. Tenemos claro que Las Meninas o El Guernica son cultura, pero todo eso también forma parte de nuestro patrimonio y de lo que somos como sociedad», reivindica María Sánchez, veterinaria rural y escritora, autora de Tierra de mujeres, uno de los fenómenos editoriales del año pasado. Su próximo proyecto, Almáciga, es un libro y una página web donde recopila algunos de los términos y variantes sobre animales, plantas y oficios tradicionales en riesgo. «Me da rabia que estemos usando constantemente términos en inglés cuando tenemos muchas palabras en desuso en castellano. Aunque los tiempos han cambiado y haya algunas que antes, directamente, no existían, deberíamos cuidarlas, conocerlas y adaptarlas al mundo de hoy», reclama.

Invención y reinvención

«Debemos reivindicar las lenguas minoritarias desde todos los ámbitos y eso se logra hablándolas, ya sea en música, en prensa o en casa. Lo único que puede salvarlas, por mucho que hagan los gobiernos, es usarlas», añade Rodrigo Cuevas, cantante –él se autodenomina «agitador folclórico»– y artista que reinterpreta la música tradicional asturiana en una puesta en escena que mezcla la estética drag con la electrónica. Su último trabajo, Manual de cortejo, realizado junto a Raül Refree –exproductor de Rosalía, por ejemplo–, ha recibido grandes elogios, también procedentes del mundo de la música tradicional. «Nunca he sentido rechazo por parte de los puristas. Los que hacemos folclore somos mucho más libres que quienes se dedican al flamenco, por ejemplo. Aquí no hay integristas: a la mayoría de los que hacen folclore puro les encanta lo que yo hago, o lo que hace Mercedes Peón o los Baiuca. Todas estas propuestas alimentan al folclore y viceversa, porque hasta los más experimentales bebemos de lo puro», explica.

De hecho, aunque de entrada pueda sonar incluso paradójico, la reinterpretación y el cambio son los que han mantenido con vida la tradición. «El patrimonio inmaterial nunca ha sido idéntico a sí mismo, pero la decisión de los cambios siempre debe ser de la comunidad portadora, no exigida desde fuera. Sin embargo, ahora nos encontramos con que empieza a serlo», valora Antonio Muñoz Carrión, sociólogo y profesor de la UCM que investiga sobre la permanencia y la transformación del patrimonio cultural inmaterial en la sociedad. «Si se cambia para atraer un turismo masificado, convertimos el patrimonio inmaterial en espectáculo, en algo que no es vivido ni vivenciado ni transformador sobre las dinámicas de una comunidad: es un producto hecho para un destinatario al que se espera y al que se quiere complacer», advierte.

La pérdida de población está muy ligada a esa pérdida de identidad, sobre todo entre aquellos que ni siquiera formaron parte de esas tradiciones o rituales. «Cuando eres joven, te define la pertenencia a unas formas de comunicarte, a un lugar, a unas fiestas, a tu pandilla… Y eso hace muchísimo para que la gente se quede o quiera volver», defiende Cuevas, que aprovecha para reivindicar el poder transformador del mundo rural. «Puedes ser moderno o puedes aparentar ser moderno. Lo segundo es más fácil en Malasaña, donde cada día te muestras para ser visto. Para mí la modernidad es otra cosa: es la audacia, el riesgo, buscar lo genuino sin imposturas, llegar a la esencia… y todo eso es más fácil en el campo».

Una defensa parecida hace Fédor Quijada de la cocina tradicional que, hasta hace nada, se consideraba como algo carente de interés o de menor valor que el resto. «Desde pequeños, se nos ha enseñado a querer siempre más, a coger lo nuevo y tirar lo viejo, y eso es lo que ha pasado en España con la cultura gastronómica. Sin embargo, cuando vamos al pueblo, lo primero que hacemos –incluso el objetivo de ir– es comer bien. Es increíble cómo cuidan los ingredientes y manejan los puntos de cocción y cómo, con una oferta más limitada, son capaces de hacer cosas que le dan mil vueltas a lo más vanguardista», destaca. Y lanza una pregunta: «Puedes comprarte un sushi aceptable en cualquier supermercado, pero ¿dónde encuentras unas buenas patatas a la importancia?».

Desde hace años, eso parece haber empezado a cambiar. Las reivindicaciones e iniciativas para visibilizar los problemas de esa España vacía –y vaciada– han saltado de las páginas de información local a tener representación en el Congreso. Pero, en cuanto a cultura y patrimonio inmaterial se refiere, la sangría poblacional sigue poniendo en riesgo la transmisión entre generaciones. «Madrid es el sitio de las mil identidades y los barrios están llenos de extremeños y andaluces pero, hoy, si la gente no ha vivido la realidad de los pueblos, cuando hablas de ellos te mira como a un extraterrestre. Todavía arrastramos una gran vergüenza de contar de dónde y lo que somos, pero para mí lo paleto es algo a reivindicar», defiende María Sánchez.

El doble filo del turismo

Mantener la identidad –aunque sea con variaciones–, no es fácil, sobre todo cuando los patrones de comportamiento social han cambiado tanto. Los símbolos se han visto despojados, en muchas ocasiones, de los significados que tenían en su origen para intentar atraer un turismo interior que se consolidaba como única vía para resistir a la ruina económica. Cuando los veraneantes de sol y playa se cansaron y reclamaron otras cosas, el escenario cambió y muchas localidades se centraron en aquellos turistas ávidos de ese «consumo de experiencias» del que habla Jeremy Rifkin en La era del acceso o, siendo un poco más punkis, en esa mochufa que retrata Santiago Lorenzo en Los asquerosos. «Algunos pueblos que gozaban de un patrimonio inmaterial espectacularizable intentaron, a veces con buena intención, reivindicar una tradición que estaba ahí o de la que quedaban ciertas estructuras. El problema es que, en gran parte, la rehabilitación se hace con criterios externos y sin documentación, tomando, por ejemplo, una mascarada como si fuera un mero teatro de calle, sin ningún carácter de vivencia colectiva», apunta Muñoz, que añade que eso, aunque no lo parezca, «también degrada lo que los propios protagonistas y portadores de la tradición querrían llevar a cabo».

María Pía Timón: «Los conocimientos tradicionales nos vendrían muy bien en la lucha contra el cambio climático»

Hoy, las redes sociales han sustituido al tradicional boca a boca para dar a conocer los atractivos de las localidades a nivel gastronómico, festivo y fotográfico. «La tecnología tiene un papel contradictorio, pero también una parte positiva, por ejemplo, en todo lo que tiene que ver con la inclusión de la mujer. Antes, ambos géneros tenían roles muy diferenciados pero, en cuestión de cinco años, en España ha habido un cambio abismal y las redes son responsables en gran medida: al comprobar que otros lo hacían, algunos pueblos han incorporado a las mujeres de forma natural en rituales en los que normalmente no participaban», valora Timón que, como Muñoz, también subraya el aspecto negativo de una masificación turística que no entiende ni valora ciertas manifestaciones culturales.

Celebración de las Águedas con el tradicional ‘Salto del Piorno’ en Andavías (Zamora).

«A nivel vivencial, las nuevas tecnologías contribuyen a que los ya no están allí puedan reconectar con la comunidad a la que pertenecen. También sirven para documentar y dejar constancia de esa España vacía en la que los pocos que quedan siguen llevando a cabo sus rituales y protegiendo sus símbolos», destaca el sociólogo, mientras recuerda los riesgos de buscar una difusión masiva: «No es lo mismo que vaya un fotógrafo para dar a conocer una fiesta que ir a tomarse una cerveza y a hacer doscientas fotos para Instagram. Eso no es una valoración de la tradición, sino un consumo de masas que la desvirtúa». «Cuántas veces me he encontrado en estos lugares a gente que pregunta qué significa un salto, como si a los locales que están disfrutando de su fiesta les preocupase la semiótica del significado: les interesa la percepción, la sensación y la emoción final que los motiva a seguir celebrando. No todo necesita un significado, no es un texto que estás analizando como si fuera un trabajo. Esto no es la Wikipedia», subraya Muñoz.

A la vez, el experto alerta de que la globalización está produciendo una estandarización a todos los niveles del concepto diversión que hace que las fiestas se asemejen cada vez más entre sí. «Ahora mismo vemos que existen fiestas montadas a partir de modelos cada vez más globales y de materiales estandarizados y exteriores, escenificados además de una manera previsible, normalmente incluso con un guion de mano, como los de las óperas. Antes no había horarios, se sabía qué se hacía, o lo que se comía, o lo que se cantaba, pero sin una guionización. Ahora existen tablas que especifican qué hacer en cada momento. Digamos que la sociedad urbana está usando –quizá por la nostalgia o quizá por ese deseo de experiencias únicas que tiene la gente–, a los protagonistas que llevaban a cabo tranquilamente sus rituales en el mundo rural», incide.

Sin embargo, el patrimonio inmaterial no solo se circunscribe a celebraciones o festejos populares capaces de subsistir al paso del tiempo de forma más o menos fiel a como un día fueron. Las formas de hacer y de pensar, los oficios o los saberes culinarios no siempre son algo tan fácil de archivar o exponer en un museo: si no están vivos, no pueden restaurarse y protegerse; y, si sus portadores desaparecen sin que haya una nueva generación que reciba ese conocimiento, este simplemente muere. «Conocer la cultura de tu país no responde a un afán nacionalista de hacer patria, sino a la necesidad de conocer y transmitir saberes humanos, antiguos y exhaustivos de lo que nos rodea y que hemos perdido en beneficio de lo global: sabemos algo de todo el mundo, pero poco o nada de lo que tenemos cerca», concluye Cuevas, que también subraya la necesidad de hacer hincapié en la intergeneracionalidad de ese conocimiento tradicional. «Tenemos que meter a la gente mayor en las escuelas. Si dejamos a abuelos y bisabuelos fuera, perdemos la capacidad de transmitir sus conocimientos», recuerda.

Tras los cristales de uno de los museos etnográficos que intentan conservar esos saberes, cuenta Maribel A. Llamero que conoció a su bisabuela. Lo dice en uno de los poemas recogidos en Autobús de Fermoselle, poemario en el que canta precisamente al legado que han dejado aquellos guardianes de unas esencias inmateriales que no siempre se tocan, pero que –como un virus, pero al contrario– pueden percibirse todavía flotando en las calles de los pueblos: «Mi pasado de amapolas y zarzales / se rompe en cuatro sensaciones / y un par de olores que hacen / que me salten las entrañas».

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