Sociedad

La sociedad del ‘yo’ (o la nueva exaltación de la identidad)

La fuente de las nuevas identidades sigue siendo la misma que hizo relevante a las llamadas tribus urbanas: la necesidad de distinción dentro de esa gran marabunta que pueden constituir las ciudades.

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14
noviembre
2022

La identidad es un concepto que ha cobrado particular importancia en los últimos cincuenta años, ya que antes tenía escasa cabida en la discusión y el activismo político: entonces no era la identidad o la autoimagen el objeto primordial de la lucha política. Fue a partir de los años sesenta, por tanto, cuando la identidad comenzó a cobrar particular importancia, lo que poco a poco llevaría a desembocar en las «políticas de la identidad» de los últimos años, las cuales inundan el discurso de la llamada izquierda woke. 

Antaño la identidad nos era dada. Es decir, era algo con lo que contábamos desde nuestro nacimiento; algo fijo u objetivo. Viviendo y conviviendo en comunidades no masificadas –en el pueblo, el barrio, el distrito– que representaban nuestro entero horizonte vital sabíamos bien quiénes éramos. La comunidad inmediata, al fin y al cabo, era un organigrama más o menos simple. Así, nuestra identidad en una comunidad reducida, pre-mediática, se reducía a nuestra procedencia o rol social (relacionado con el oficio o el estatus económico), aspectos que no tan bien definidos en el seno de las grandes metrópolis, donde toda nuestra existencia está mediada, ya sea por radios, televisiones, redes sociales o internet.

Con la llegada a Occidente de un gran superávit económico y de los nuevos medios de comunicación y producción, el individuo se siente perdido en un océano de personas y se ve por primera vez capacitado –gracias al anonimato– para moldear su propia identidad por medio del consumo masificado. No es casualidad que sea en los sesenta cuando en la mayoría de países occidentales surgen las tribus urbanas o identidades de consumo, obtenidas por medio de la compra de constelaciones de productos asociados a una determinada identidad ya cristalizada y de alcance global: mods, rockers, heavies, rappers, hipsters. En sociedades globales como las actuales es particularmente importante consumir tales identidades, ya que sirve para definirnos frente a la mirada ajena. La apropiación de identidades a través de la compra de bienes materiales ha representado un modo de neutralizar la angustia producida por un potencial aniquilamiento identitario propio de entornos en los que el sujeto se siente avasallado por muchedumbres de personas con las que convive, las cuales hacen de él un «hombre masa» indistinguible de la multitud. Este tipo de consumo ha sido una forma de combatir de modo eficiente toda desintegración identitaria.

En sociedades globales como las actuales, las identidades sirven para definirnos frente a la mirada ajena

No obstante, aunque las tribus urbanas vivieron sus años dorados en la década de los ochenta y noventa, hoy día están de capa caída: internet ha traído consigo una uniformidad globalizada en los gustos, hábitos y modos de gasto, que no deja espacio a la expresividad tribal tal y como se conocía. Es por ello que la obsesión identitaria, azuzada por las formas de vida inherentes de las ciudades habitadas por grandes multitudes, ha transferido su interés al ámbito político, segregando a las personas en identidades grupales definidas por género, color de piel, orientación sexual, edad y autoimagen. Y ello provoca una paradoja: aquellos que precisamente descartan la existencia de las razas (cuando hablan de personas «racializadas»), de las edades biológicas (frente al «edadismo» afirman que la «edad es solo un número») o del género como lo entendemos hoy (que serían meros constructos culturales) son quienes otorgan particular importancia a las etiquetas para la conformación de identidades, las cuales, según sus críticos, lucharían unas con otras por erigirse como más oprimidas o más humilladas por el sistema.

En última instancia, sin embargo, la fuente de estas identidades actuales sigue siendo la misma que sirvió de base al surgimiento de la tribu urbana global: la necesidad de distinción para aquellos que viven inmersos en las grandes marabuntas (si bien esta distinción está ahora asociada a una supuesta desventaja que puede servir, según critican algunos, para sacar rédito o privilegios como «víctima» frente a otras identidades consideradas privilegiadas). Hoy, ser estimado como víctima puede contar con ventajas innegables a la hora de apropiarse cierta autoridad moral, ser escuchado o acallar a otros, si bien la vía exclusiva que hace de alguien una víctima en el plano abstracto es que pertenezca a una identidad colectiva, artificialmente constituida, identificada con una opresión o sufrimiento.

A todo ello se ha de sumar el narcisismo, que ha ido cobrando más y más relevancia como fenómeno sociocultural en las últimas cinco décadas. Así lo demuestra la obra publicada en 1979 por Christopher Lasch, Cultura del narcisismo. Dicha cultura habría sido intensificada por un capitalismo, que trata de halagar y potenciar el ego del consumidor como estímulo para un consumo ad infinitum, nunca saciable. De este modo, el yo como entidad devoradora, siempre interesada en la autoglorificación y engrandecimiento de sí, sería la base de gran parte de nuestra economía global, algo que, indudablemente, se ha visto exacerbado por el surgimiento de las redes sociales, donde cobrar protagonismo se vuelve un fin esencial de su instrumentalización por parte de los usuarios.

Es por esto que el activismo político de los últimos años, según los sectores más reticentes a este, no fijaría su atención en transformaciones colectivas, económicas y sociales de gran alcance, sino en objetivos como transformar la autoimagen o elegir autoidentidades. En última instancia, el identitarismo actual, tan flexible y fruto de una supuesta libre elección, expresa una «lucha política» inscrita en unos márgenes muy bien delimitados por un sistema económico en el que el narcisismo se manifiesta a través de un anhelo de autodefinición en la que la mirada del sujeto –a sí mismo– parece haberse tornado de lo más esencial; en una lucha en la que manipular y transformar nuestra propia representación o imagen en el espejo se traduce en el objetivo último de todo activismo social y político.

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