¿En qué punto estamos contra el Alzheimer?
Varios ensayos recientes han mostrado los avances en la lucha contra la forma más común de demencia, pero ¿cuál es su impacto a nivel práctico?
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La enfermedad de Alzheimer es silenciosa y progresiva, pero demoledora. Y no solo para quien la sufre, sino también para sus seres queridos. Es la forma más común de demencia, y se calcula que 10 millones de casos nuevos son diagnosticados cada año. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), más de 55 millones de personas en el mundo sufren de demencia y se proyecta que la cifra supere los 139 millones para 2050.
Esta enfermedad neurodegenerativa atrofia progresivamente el funcionamiento cerebral, llevando a un deterioro mental del paciente y siendo capaz de generar cambios en el comportamiento y las habilidades sociales. A día de hoy, es una de las causas principales de discapacidad y dependencia entre los adultos mayores, representando además la séptima causa de defunción.
La OMS afirma que la demencia tiene consecuencias físicas, psicológicas, sociales y económicas, no solo para las personas que viven con la enfermedad, sino también para sus cuidadores, familiares y la sociedad en general. En 2019, la demencia costó 1,3 billones de dólares (unos 1,2 billones de euros) a las economías del mundo, con un 50% de esta cifra relacionado con la atención y los cuidados informales de familiares o personas cercanas al paciente.
Según la OMS, más de 139 millones de personas sufrirán de demencia en 2050
Pero ¿a qué se debe? «Los científicos creen que, en la mayoría de los casos, la enfermedad de Alzheimer es consecuencia de una combinación de factores genéticos, ambientales y del estilo de vida que afectan el cerebro a lo largo del tiempo. En menos del 1 % de los casos, la enfermedad de Alzheimer ocurre por cambios genéticos específicos que prácticamente garantizan que una persona tendrá la enfermedad», explica la Clínica Mayo.
El abanico de síntomas de la demencia es amplio: va desde olvidar cosas o acontecimientos recientes, a perder la noción del tiempo, tener errores de cálculo al juzgar la distancia a la que se encuentran los objetos, hasta la conducta inapropiada y los cambios en la personalidad. Algunos fármacos, como los inhibidores de la colinesterasa –enzima crucial para el funcionamiento nervioso– y los antagonistas de los receptores del NMDA –un derivado aminoácido que mimetiza la acción del neurotransmisor glutamato– son recetados actualmente para ayudar a controlar los síntomas y mejorar la calidad de vida de los pacientes.
No obstante, el alzhéimer no tiene cura. Al menos por ahora. En los últimos meses, diversos ensayos farmacéuticos han generado optimismo entre la comunidad médica. Hace unas semanas, la revista JAMA publicó los resultados de un ensayo de fase 3 para el medicamento donanemab, de la farmacéutica Eli Lilly, mostrando que ralentiza el deterioro cognitivo provocado por la enfermedad de Alzheimer en un 35% frente a los placebos. Es el tercer anticuerpo monoclonal desarrollado contra la enfermedad, junto con el aducanumab y el lecanemab, cuyos nombres comerciales responden a Aduhelm y Leqembi, respectivamente.
Al respecto de lecanemab, la organización Alzheimer’s Research UK calificó como «trascendental» su descubrimiento y, en julio, la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA) aprobó su uso. Ahora, con los ensayos de donanemab, en palabras de Gil Rabinovici, director del Centro de Investigación de la Enfermedad de Alzheimer de la Universidad de California en San Francisco, se espera que este sea «solo el primer capítulo de una nueva era de terapias moleculares para la enfermedad de Alzheimer y otros trastornos neurodegenerativos relacionados».
Lo que hacen este tipo de fármacos es atacar la placa cerebral que se forma con la proteína amiloide y que, por consiguiente, altera la función celular en el cerebro y lleva a la propagación de la proteína tau. Estos tipos de proteínas contribuyen al desarrollo del alzhéimer, provocando, entonces, la destrucción de neuronas en ciertas partes del cerebro y reduciendo la función cognitiva.
Los estudios demostraron que donanemab eliminó las placas amiloides mejor que sus dos predecesores y redujo las concentraciones de tau en la sangre, aunque no en una zona cerebral clave. En general, se descubrió que la progresión de la enfermedad se había ralentizado entre 4,4 y 7,5 meses a lo largo de 18 meses.
A pesar de estos prometedores datos, los pacientes con enfermedad más avanzada apenas mostraron beneficios con el medicamento donanemab en comparación con quienes recibieron el placebo. Además, se halló que los riesgos de ARIA –anomalías en resonancia magnética relacionadas con la proteína amiloide que pueden incluir inflamación cerebral y microhemorragias– son mayores entre los pacientes que tienen el gen APOE4, lo cual haría necesario realizar pruebas genéticas antes de un tratamiento con anticuerpos monoclonales. Asimismo, la revista Neurology publicó un estudio en el que se reportaba que los fármacos antiamiloides pueden reducir el tamaño del cerebro.
Y es que, si bien los recientes avances contra el alzhéimer permiten tener una actitud optimista, la postura general es que estos fármacos no representan una «cura» como tal, algo especialmente evidente para las personas que ya padecen demencia. Además, como con todo nuevo medicamento, es fundamental vigilar los efectos a largo plazo. La continua investigación sobre la enfermedad, sin embargo, sí podría marcar una diferencia para las generaciones futuras, sobre todo en países como España, que se están viendo enfrentados a un inminente envejecimiento de su población.
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