Cultura

Viaje a tierras inimaginables

Tras estudiar un máster en Psicología Clínica, Dasha Kiper trabajó como cuidadora de un superviviente del Holocausto enfermo de alzhéimer. De esa experiencia y de su trabajo con enfermos con demencia nace ‘Viaje a tierras inimaginables’ (Libros del Asteroide, 2023).

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20
febrero
2024

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Cuando tenía veinticinco años me fui a vivir con un hombre de noventa y ocho. No lo había planeado, no estaba segura de querer hacerlo y no sabía si podría servirle de algo. Aquel hombre, al que llamaré señor Kessler, no era amigo ni pariente mío. Era un superviviente del Holocausto, estaba sufriendo las primeras fases de la enfermedad de alzhéimer y me habían contratado para cuidar de él. Aunque yo tenía formación en psicología clínica, no era en absoluto una cuidadora profesional. Me habían contratado porque Sam, el hijo del señor Kessler, creía que su padre no debería vivir solo, no necesariamente porque no fuera capaz, sino porque le vendría bien algo de ayuda en casa.

Como muchos enfermos de alzhéimer, el señor Kessler se negaba a reconocer su enfermedad, y hacía su vida como si solo estuviera abrumado por los achaques normales de la edad y no por una patología irreversible y debilitante. Si ponía el detergente de la ropa en el horno u olvidaba en qué piso vivía, meneaba la cabeza y comentaba con un suspiro: Mayn kop arbet nisht («No me funciona la cabeza»). Pero solo era un lamento, no un diagnóstico. Y aquella negación, a la vez clínica y profundamente humana, llevaba también a su hijo a calibrar erróneamente la enfermedad.

«Como muchos enfermos de alzhéimer, el señor Kessler se negaba a reconocer su enfermedad»

Una vez instalada en el apartamento de dos dormitorios del señor Kessler, en el Bronx, me convertí, como tantos cuidadores, en una especie de depositaria de obsesiones ajenas: «¿Dónde están mis llaves?»; «¿Has visto mi cartera?»; «¿Qué día es hoy?»; «¿Dónde vives?»; «¿Dónde viven tus padres?»… Durante el año que lo cuidé, no es solo que me hiciera diariamente esas preguntas: me las hacía nueve o diez veces al día, todos los días, cada día. Y como siempre me las hacía «por primera vez», su sensación de apremio nunca menguaba, y yo hacía mío ese apremio. Quería ayudarle, pero me era imposible. Quería que apreciara mis esfuerzos, pero le resultaba imposible a él.

Un año antes de mudarme, en 2009, estaba siguiendo la trayectoria académica para obtener un doctorado en Psicología Clínica, estudiando la patología principalmente a través del desapasionado prisma del análisis cuantitativo, y haciendo especial hincapié en la depresión, el trastorno por estrés postraumático (TEPT), el trastorno por duelo prolongado (también llamado duelo complicado) y la ansiedad. Aunque en ciertos aspectos mis estudios resultaban gratificantes, no podía evitar cierta sensación de desapego debido a las generalizaciones propias de la investigación y el estudio estéril e impersonal de la enfermedad. Entendía que los datos empíricos y los ensayos clínicos eran esenciales, pero también sabía que no brindaban una perspectiva completa de las afecciones neurológicas, y no tardé en sentirme desilusionada de los dogmas y marcos teóricos.

Lo que en última instancia terminó apartándome del ámbito académico fue lo mismo que inicialmente me había atraído hacia él: antes de estudiar Psicología Clínica había estado estudiando al doctor Oliver Sacks. Nunca llegué a conocerlo en persona, pero desde que leí por primera vez El hombre que confundió a su mujer con un sombrero en la adolescencia, había interiorizado su voz, su sensibilidad y su marco de referencia. Lo que me enamoró del doctor Sacks fue lo mucho que él se enamoraba de sus pacientes. En la narración de sus historias, en las que integraba a la perfección la neurología con el estudio de la identidad, era imposible separar sus observaciones clínicas de sus afectos personales. Quizá por eso me encantaba que hubiera adoptado la expresión «ciencia romántica», del neuropsicólogo soviético Aleksandr Lúriya, su amigo y mentor, para describir su trabajo.

«Algunas mañanas el señor Kessler sabía quién era yo; otras no. Algunos días le molestaba mi presencia; otros se alegraba de tener mi compañía»

Aunque la expresión «ciencia romántica» es un guiño a la tradición del siglo XVIII de incorporar detalles personales al estudio de la enfermedad, también parecía apropiada en una acepción más corriente. El doctor Sacks se mostraba tan profundamente conmovido e impresionado por la forma en que sus pacientes navegaban por su propio mundo y daban sentido a su vida –tanto a pesar de las afecciones que padecían como a causa de ellas– que sus estudios de casos no parecían meras exploraciones de la conciencia humana, sino auténticas odas a seres humanos concretos. De modo que cuando me pidieron que cuidara del señor Kessler lo vi como una oportunidad para observar cómo una persona luchaba por preservar su propia identidad incluso cuando una enfermedad neurológica la erosionaba.

Algunas mañanas el señor Kessler sabía quién era yo; otras no. Algunos días le molestaba mi presencia; otros se alegraba de tener mi compañía. Y otros, como en un ligero reproche de su propia falta de memoria, me miraba y murmuraba: «¿Cuánto tiempo llevo así?»; o «¿Por qué no me acuerdo?»; o «¡No sé cómo me aguantas!». Aunque esta oscilación entre la confusión y la autoconciencia suele formar parte de la enfermedad, no suele reflejarse en el discurso clínico. En su lugar, empleamos términos como insight o percepción para referirnos al conocimiento que supuestamente tienen los pacientes de su propia enfermedad. Pero ese tipo de términos me parecen ingenuamente binarios. La «percepción» no es un interruptor que se enciende o se apaga en una persona con demencia. De hecho, ninguna descripción del grado de conciencia de un paciente puede captar la naturaleza compleja y contradictoria de una mente sometida a presión ni, en su caso, de la mente que intenta aliviar dicha presión.


Este texto es un fragmento de ‘Viaje a tierras inimaginables’ (Libros del Asteroide, 2023), de Dasha Kiper. 

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