El existencialismo en bronce de Alberto Giacometti
Alberto Giacometti elevó a categoría filosófica sus esculturas en bronce, que mostraban la lucha del ser humano por alcanzar la esencia que la propia vida le niega.
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Nunca el bronce se sintió tan ligero. Porque el bronce, en ocasiones, cuando modelado a los antojos de un escultor, expresa sentimientos que bien parecieran proceder de un corazón latente. Y el bronce, al albur de la creatividad de Alberto Giacometti, debió sentirse ligero, leve hasta el extremo de poder volatilizarse en cualquier instante.
Las obras en bronce de Giacometti forman parte ya de la historia del arte. Aunque no solo fue bronce lo que utilizó el pintor y escultor suizo. Yeso, mármol o madera incluso fueron materiales de los que, durante su etapa surrealista, extrajo verdaderas obras maestras. Pero el bronce, a mediados del siglo pasado, cuando el artista se entregó de manera más ferviente a su obra escultórica, era un material económico que le facilitó una producción constante.
Nacido en 1901, en el seno de una familia de artistas suizos, Giacometti sintió pronto la llamada de la creatividad. Tras finalizar la enseñanza secundaria, se trasladó a Ginebra para estudiar pintura, dibujo y escultura en su prestigiosa Escuela de Bellas Artes. Poco después, su ambición creativa le llevó a continuar formándose en una Academia parisina tutelada por un colega de Auguste Rodin. En París, se sintió fascinado por el movimiento surrealista y estableció relaciones con artistas de la talla de Picasso, Ernst y Breton.
El influjo del surrealismo fue decisivo para que el joven artista se entregase a una incansable labor que le ocuparía el resto de su vida, con el ánimo exclusivo de dar rienda suelta a sus dos principales obsesiones creativas: los objetos como símbolos y la reducción de la materia hasta su mínima expresión.
La simbología de los objetos ocuparía gran parte de su etapa surrealista, de la que surgiría una obra que ha pasado a la historia como la primera escultura con movimiento. En La bola suspendida, una forma esférica de yeso oscila sobre un péndulo, también de yeso, de manera real. Corría el año 1931 y, por primera vez, la escultura no provocaba una ilusión o sensación de movimiento al espectador, sino que, en verdad, se movía. André Bretón, fascinado, adquirió la escultura, y Dalí afirmó que era el prototipo de objeto simbólico surrealista de contenido violento y erótico.
La etapa surrealista de Giacometti se vería interrumpida por el inicio de la Segunda Guerra Mundial, durante la cual volvió a vivir a Suiza, su país natal. Y debió ser el conflicto armado lo que le sumió en su obsesión por la reducción de la materia. El mundo comprendió, durante los años de la conflagración, lo leve de la vida humana, y el artista deseó llevar aquella dramática sensación a su obra escultórica. Abandonando definitivamente sus querencias surrealistas, Giacometti toma la senda del figurativismo. Pero se trata de un figurativismo deformado, demacrado, derrotado en su materia por la barbarie de las trincheras.
Las figuras de Giacometti suponían la representación material del existencialismo filosófico sartreano
La guerra sumió a Europa en una debacle que dejó millones de cadáveres y cicatrices incurables en la mayoría de supervivientes. Giacometti, a pesar de haber vivido aquellos años en una Suiza impermeable a las atrocidades del conflicto, no fue imparcial ente el sufrimiento humano. De regreso a París, ese hondo pesar que le abrumaba encontró su vertiente filosófica en el existencialismo sartreano y comenzó a realizar sus esculturas en bronce de figuras humanas alargadas y adelgazadas hasta el extremo de lo verosímil.
Figuras humanas de tamaño natural, solas o en grupo, todas ellas portando extremidades de longitudes fantasmagóricas, solo hueso y piel, ni asomo de musculatura, todas acribilladas por rugosidades de una aspereza visual impactante, todas ejemplo de materia en proceso de reducción hasta la mínima expresión. Puro existencialismo, como advirtió el propio Jean-Paul Sartre al afirmar que las figuras esculpidas por Giacometti eran «seres a mitad de camino entre la nada y el ser». El filósofo también advirtió lo mucho que había en aquellas figuras del dolor por las víctimas de la conflagración mundial: «a primera vista parecen mártires consumidos salidos del campo de concentración de Buchenwald».
La realidad es que aquellas figuras dolientes y desfiguradas en su propia desazón le valieron a Giacometti la fama mundial. Así, en 1960, se le pidió colaborar en un proyecto que adornaría las afueras del banco Chase Manhattan, en Nueva York. El artista emprendió la tarea de esculpir una serie de figuras con que pretendía dar forma al equilibrio natural del acto de caminar. De aquel proyecto surgió El hombre que camina, un bronce de 1,83 metros de altura fiel a su propio nombre y del que hubo dos versiones. La segunda de ellas se convirtió, en 2010, en la pieza escultórica más cara jamás subastada. Algo más de 74 millones de euros fue el precio que se pagó por aquel bronce en la mítica casa de subastas Sotheby’s de Londres.
Podemos imaginar que el propio Giacometti, de haber seguido con vida, habría utilizado tal subasta como eje motor de nuevas esculturas en que la materia siguiese reduciéndose y adelgazándose como pura muestra de la existencia humana en su lucha por alcanzar una esencia que se le escapa.
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