Sociedad

Cuando Roma pudo desaparecer

Dos repúblicas, la cartaginesa y la romana, se enfrentaron en una de las batallas decisivas de la historia de la humanidad. Y sus motivos fueron muy actuales: controlar una rica región y someterse la una a la otra. Pero ¿qué dice su resultado de la condición de los imperios?

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13
septiembre
2023
‘La batalla de Zama’ (c. 1470).

El tiempo se estaba agotando. Roma debía conseguir una batalla decisiva. Las tácticas de escaramuza del dictator Quinto Fabio Máximo ponían en duda la supremacía de la ciudad de las Siete Colinas sobre sus aliados itálicos. Así que cuando se conoció la noticia de que el poderoso ejército del cartaginés Aníbal había saqueado Cannas y su almacén logístico, el cónsul Varrón fue designado al frente de alrededor de 80.000 soldados para librar una batalla a gran escala, en campo abierto y sin posibilidad de que el cartaginés emplease sus argucias bélicas.

Con lo que no contó Varrón, sin embargo, fue con el ingenio del bárcida. Aníbal situó a sus tropas, de muy variada procedencia, veteranía y lealtad, con el río Ofanto a sus espaldas. Así conseguía un doble propósito: primero, evitar el flanqueo de un ejército del doble de efectivos y, en segundo lugar, disuadir a las tropas galas y los refuerzos menos experimentados de una deserción en masa cuando vieran avanzar a semejante masa de romanos, henchidos de ira y sed de sangre. 

Pero aún hizo algo más. Aníbal organizó estratégicamente a sus hombres para atraer a los romanos hacia una media luna y poder encerrarlos con la caballería, el martillo que golpearía al enemigo contra su yunque de disciplinados íberos, auxiliares galos y flancos númidas y púnicos. También giró esta formación habiendo estudiado la geografía del lugar y el clima, a sabiendas de que el sol cegaría al enemigo durante el amanecer y la brisa de la mañana levantaría en su contra arena y polvo. Por último, si Varrón había estudiado las anteriores victorias de Aníbal con exhaustivo detenimiento, el cartaginés supo ponerse desde el inicio de sus campañas en la forma de pensar de los romanos. Conocía su mayor punto débil, el orgullo. Y aquella jornada de agosto del año 216 a.C. supo explotarlo a la perfección.

No atacar Roma en ese momento de suma fragilidad suponía la derrota futura de Cartago

El resultado es de sobras conocido: el ejército romano fue masacrado. Las armas, romas y desgastadas, aunque diseñadas para asesinar, causaron un gran número de heridos de los que buena parte de ellos terminarían falleciendo en jornadas posteriores. No obstante, cuando la embajada de Aníbal, que iba en busca de un acuerdo de paz o en su defecto la capitulación de Roma, fue expulsada de la ciudad, este ordenó la retirada de sus tropas. Muy probablemente, buena parte de los generales que acompañaron al púnico, incluido el propio Aníbal, vislumbraron el destino final de su ciudad-Estado: no atacar Roma en ese momento de suma fragilidad suponía la derrota futura de Cartago. Este funesto fin llegó en el 146 a.C., tras dos años de asedio, cuando la urbe norteafricana fue asaltada, saqueada e incendiada sin piedad. Roma se convirtió desde ese momento en un imperio con ansias de mayores tierras, riquezas y dominio.

Cartago y el ocaso de los imperios

El ejemplo de Cartago es uno de los más paradigmáticos de la historia humana, aunque no el único. La antigua colonia fenicia se convirtió pronto en una próspera ciudad-Estado que evolucionó de la monarquía a la república. Como nos cuentan las modernas investigaciones y también las clásicas, con especial valor científico el trabajo de Polibio, Cartago tuvo que lidiar desde temprano con numerosos pueblos norteafricanos potencialmente hostiles, como libios y númidas, y la necesidad de enfrentarse al mar que rodeaba su estratégica posición. Por tanto, la estrategia cartaginesa fue la de extender su imperio –en tanto que actitud imperial, no como institución formal– mediante el comercio, la influencia cultural y los acuerdos. Un formato muy diferente del romano, basado en la resistencia, el orgullo y la fuerza de las armas y de sus instituciones públicas.

¿Son los imperios sostenibles o están destinados al fracaso? La reflexión indica que depende de su enfoque y sus circunstancias

No obstante, fue la gran capacidad de adaptación de los habitantes del Lacio la que les permitió innovar con rapidez, solucionar problemas y sorprender al enemigo, como sucedió con las mejoras en la movilidad y distribución de los contingentes durante la Batalla de Zama, en la que Publio Cornelio Escipión puso fin a la amenaza de Aníbal Barca en su propio territorio en el 202 a.C.

Dos modelos de imperio, uno de corte más conquistador y otro más pactista. Este planteamiento, que parece repetirse a lo largo del tiempo, despierta una pregunta: ¿son los imperios sostenibles o están destinados al fracaso? La reflexión indica, más bien, que depende de su enfoque, además de sus circunstancias. Ante todo, es necesario diferenciar entre «imperialismo» y «expansionismo»: mientras mediante lo primero se persigue someter territorios bajo alguna clase de subyugación, el segundo término hace referencia a una ampliación consecutiva de territorios, población e incluso culturas que se van asimilando, de forma social o política, en otra. Todos los imperios surgen bajo un afán conquistador y utilitarista del pueblo dominado. Otra cosa es que en el transcurso del tiempo evolucionen a un modelo expansionista. De este proceso depende su supervivencia real.

El problema de Cartago es que nunca llegó a comportarse ni a percibirse como un verdadero imperio: su potencial radicaba en la capacidad para comerciar y mantener alianzas con una multitud de pueblos en África, Iberia, las islas mediterráneas o la propia península itálica sin demasiado interés en interferir sus culturas locales. El caso romano sí refleja la reflexión anterior. Mientras Roma se esforzó en practicar una política expansionista y las generaciones que siguieron a los conquistados fueron asumiendo las costumbres del invasor por el privilegiado acceso que le concedía a un modo de vida con aspiraciones más cómodas, su poder fue aumentando tanto en un plano militar como económico, territorial y político. Sin embargo, cuando ya en época institucional imperial el objetivo se resumió en la extracción de recursos, ocupación de tierras clave y la concesión de asentamiento a diversos pueblos nómadas o que vagaban tras haber sido ocupadas sus tierras allende las fronteras romanas, comenzó su declive. No se puede obligar a las generaciones venideras a aceptar una u otra cultura ni a respetar a éstas o a aquellas instituciones sin practicar una represión constante y agotadora. Esto último lo sufrió Napoleón en España, Estados Unidos en Vietnam, la Unión Soviética en Afganistán, el Tercer Reich alemán en gran parte de Europa y el Imperio de Japón en Asia, entre infinidad de otros ejemplos.

¿Y si Cartago hubiera destruido Roma?

Es factible imaginar un universo alternativo en el que Aníbal, tras su contundente victoria en Cannas, hubiese redoblado esfuerzos para cerrar alianzas con los apoyos romanos del centro de Italia y haber puesto en sitio a Roma, mientras recibía refuerzos desde Iberia, África y de sus aliados galos y griegos de la Magna Grecia y Sicilia y de Macedonia, con quien llegó a forjar un sólido compromiso militar. Es muy probable que Roma hubiese terminado como Cartago en nuestra historia, tras años de sitio, infructuosos intentos por liberar la ciudad por parte de los ejércitos que se encontraban fuera y, finalmente, su saqueo y completa aniquilación.

La idea y constitución que hoy tenemos de Occidente se la debemos, primero, a Mesopotamia y a Egipto, pero luego a Grecia y sobre todo Roma

Sin embargo, la idea y constitución que hoy tenemos de Occidente se la debemos, primero, a Mesopotamia y a Egipto, cuna de saberes y de progresos filosóficos y científicos que sirvió de base de conocimientos para el posterior esplendor griego. El desarrollo de Roma y su refinamiento político afianzó un centro-sur de Europa hermanado por el latín como lengua vehicular común, una cultura más o menos uniforme y un sentido de Estado. Con la caída del Imperio Romano de Occidente en el año 476, la herencia romana, ya sea cultural, religiosa o lingüística siguió manteniéndose firme a pesar de los diferentes pueblos ocupantes y la balcanización que se produjo a partir de entonces. A ello se suma, además, el redescubrimiento de la herencia clásica durante el Renacimiento, que facilitó la posterior Ilustración y la recuperación de ideas como la «democracia» o la conciencia de una res pubica que han conducido, entre otros factores relevantes que lo han hecho posible, a la Unión Europea y a una obsesión, ya presente en Kant y en Napoleón, de una Europa continental compacta.

En esta ucronía, muy probablemente, la Europa cartaginesa hubiera permanecido rota, tribal y desunificada. Cartago habría acabado invadida o perdiendo su hegemonía a causa de Egipto, sus inquietos aliados africanos, las ciudades-Estado griegas o cualquier otro invasor que hubiera desarrollado la capacidad tras la desaparición de Roma. Salvo que la victoria de Aníbal hubiese conducido a un golpe de Estado contra la república y a un alzamiento imperial que hubiese imitado el proceder del rival itálico, lo más probable es que Europa hubiese permanecido rota durante miles de años.

Y aquí emana otra pregunta clave, pero inversa a la anterior. ¿Son sostenibles los Estados-nación? Los seres humanos llevamos diez mil años intentando forjar alianzas por muy distintos caminos, sea el acuerdo por intereses mutuos, mediante lazos de sangre, protección o conquista. Sin la extensión de religiones y culturas que han ayudado a crear vínculos entre distintos pueblos e incluso civilizaciones, ya sea a través de las migraciones y el contacto mediante el comercio, o bien, en los momentos más lamentables de la humanidad, mediante la conquista y la barbarie que es la guerra, sería imposible el desarrollo del pensamiento, la ciencia, la evolución de las instituciones políticas humanas y una mayor conciencia del significado de la palabra «humanidad»

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