Sociedad

El huerto de la Antigüedad que sobrevive en Roma

En la capital italiana, un vergel recupera las plantas y técnicas con que convivían los antiguos romanos. Con un carácter comunitario y abierto, Hortus Urbis acerca la historia de manera tangible.

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04
agosto
2023
Imagen del huerto en sus comienzos. Fotografía cedida desde Hortus Urbis.

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Al inicio de la Via Appia Antica, no demasiado lejos de la iglesia Quo Vadis y de las catacumbas cristianas de San Calixto o San Sebastiano, descansa un huerto inspirado en las plantas y la vida de la antigua Roma. Un oasis junto al Almone –el tercer río de la urbe capitolina– y dentro del área ex Cartiera Latina, uno de los pocos implantes industriales que sobreviven en la ciudad. Un icono de la arqueología del hierro que operó desde 1061 –con el lavado de la lana– hasta 1865, cuando se producía papel con retazos de lino y algodón. 

«Todo comenzó hace más de diez años, cuando fundamos la asociación Zapatta Romana», responde Silvia Cioli, arquitecta y una de las cofundadoras de este huerto didáctico con plantas milenarias. «Desde un punto de vista teórico conocíamos el Parterre Fleuri de París o los Community Garden de Londres. Entonces, en Roma nos encargan un proyecto de un parque público en la periferia, si bien tras unos meses las obras se paralizan. En ese momento indagamos en otras áreas libres para realizarlo», rememora. Es ahí cuando entran en juego los jardineros subversivos romanos, esos agricultores de guerrilla perennes en cualquier ciudad. «Todo surge de la espontaneidad de esta gente. Nos dieron una mano para trabajar en áreas abandonadas donde no hay construido nada. Roma está degradada, está sucia y es poco segura, pero tiene mucho verde», asegura. 

Así comienza la revolución green-farm romana, en las antípodas de las construcciones ilegales que la inundan. Paso a paso se crea un grupo, una comunidad con reglas y un objetivo claro: recalificar un espacio abandonado y restituirlo para todos. «Queríamos enseñar de manera horizontal lo que sabíamos hacer, que era nuestro hobby: crear un huerto urbano, un gran jardín». Luego llegaron los problemas, como el sistema de regadío, el análisis del suelo o cómo dialogar con entes públicos. «Faltaba que lo que entonces era tan solo un plano, un mapa, se convirtiera en un huerto real, porque gente de todas las edades comenzaba a pedírnoslo. Fue cuando conocimos a uno de los responsables del Parque Appia Antica, que se ofrecía a cedernos el terreno para hacer una huerta comunitaria», señala con entusiasmo la arquitecta. 

Se creó un grupo, una comunidad con reglas y un objetivo claro: recalificar un espacio abandonado y restituirlo para todos

Las primeras dudas surgieron porque se trataba de un parque arqueológico diáfano, abierto al sol. «Tuvimos la idea pero la desechamos porque significaba tener que leer clásicos o libros de arqueología para adecuar las plantas al lugar. Respetándolo, obviamente». 

No obstante, terminaron aceptando este enclave bañado por el sacro río Almone: «Nos ayudaron altruistamente muchas asociaciones. Construimos la sala de aperos, el horno, la pérgola, el pozo, pero sin financiación económica». Es ahí cuando decidieron crear laboratorios para familias y niños o cursos para adultos, algunos de ellos gratis: «Vinieron expertos para dirigir cursos de carpintería, de hierbas salvajes, con sus identificaciones y sus usos curativos… Recuerdo un agrónomo que incluso formó a un grupo para crear un sistema de riego. Fue fantástico». 

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Plantas de herencia clásica

Faltaba el componente cultural al asunto: convertir Hortus Urbis en una suerte de antiguo huerto romano. «En la ciudad no había nada similar. Tuvimos que entrevistar a la bióloga y botánica Annamaría Ciarallo, que realizó uno en Pompeya. Fue clave porque intentamos reproducir los bancales, aprendimos a cultivar la vid… Pero sobre todo hemos leído libros de Lucio Columella (L’arte dell’agricoltura), de quien aprendimos la necesidad de estar cerca de un río a la sombra de olmos, y de Plinio El Viejo, en este caso para comprender los remedios caseros llevados a cabo con las plantas». 

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El último problema fue traducir el latín antiguo en ausencia del médico, botánico y naturalista Carl Nilsson Linnaeus (XVIII), un demiurgo que facilitó en su día todos los términos. «Confundíamos sandías con calabazas o pepinos, inicialmente. Tendíamos a interpretar. Incluso con la salvia, clave para los antiguos romanos. Hay muchos tipos, más de cien, pero para ellos eran medicinales y no culinarias, algo que vino a posteriori. Luego comprendimos que mientras más pequeñas eran las hojas, más cerca estaban de la Antigüedad», aclara Silvia, quien sitúa a las demás en una nomenclatura híbrida.  

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La espontaneidad romana

Hubo un último componente que ayudó a materializar la utopía verde, quitándole ínfulas divinas. Fueron los guardias del parque, quienes subrayaron el hecho de que muchas plantas crecían espontáneamente en la zona: camomila, achicoria o el acanthus, que emula la forma del capitel corintio. «Aquí no hay patatas, tomates o berenjenas, ya que llegaron con el descubrimiento del Nuevo Mundo. Sí tenemos la ruda para el mareo, el hipérico para curar estrés o depresión, y la absenta y el tanaceto, una planta herbácea natural de Asia y Europa. También contamos con saponaria para hacer cosméticos, la manzanilla, el tomillo, la alcachofa, la menta, el laurel y los famosos asfódelos secos, citados por Homero para describir las tinieblas», enumera Cioli. 

El crisol verde e histórico se apoyó también en libros de Marco Porcio Catón y en la Metamorfosis de Ovidio, donde aparecen esas granadas asociadas a Perséfones, a la vida y la muerte. Estos intelectuales indagaron en frutos olvidados como el membrillo o el cornejo macho, presentes también en el Hortus Urbis. No podían faltar las rosas, descubiertas por los romanos en la lejana Persia. «Aprendieron a reproducirlas por estacas, separando un fragmento del tallo con la yema del arbusto e introduciéndola en el suelo para que arraigue», puntualiza. ¿El motivo? Generar ingentes producciones para que emperadores como Nerón o Calígula las usaran en la famosa lluvia de los pétalos, entre vino y bacanales. «La rosa es resistente, ya existía en la época de los dinosaurios. Es ruda y sensible. Tiene espinas y es frágil. Por último, está también el rusco, que hemos querido colocar en la entrada. Sus hojas son en forma de punta, y los romanos colocaban siempre al ingreso de cada palacio plantas con espinas o puntas para expulsar la energía negativa». Así, el Edén de Roma brilla con más fuerza que nunca. Con ángeles y sin demonios. 

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