Cultura

La escalera de Diotima

Diotima, maestra de Sócrates, situó a Eros como fuerza impulsora entre los extremos: la opinión y el conocimiento, el bien y el mal o lo bello y lo feo. ¿Nos regimos los seres humanos por esta peculiar escala de medir las cosas?

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23
junio
2023

Antes de recorrer las calles y de ayudar a desvelar la verdad que se oculta en el intelecto de todo hombre, Sócrates fue soldado, político y miembro destacado de la sociedad ateniense. En su periplo vital, Diotima fue una de las mujeres de su vida. «Sabia» de múltiples cuestiones y maestra de Sócrates en las cuestiones del amor, como es descrita por Platón en el Banquete, la sacerdotisa de Mantinea sostiene una posición que adelanta, en algunos aspectos, a la moderación práctica que manifestó Aristóteles tiempo después: Eros –quien brotó de un huevo puesto por la diosa griega de la noche, Nyx, como describe su nacimiento Aristófanes en Las aveses el mensajero entre dos mundos, el de las deidades y el humano.

Más allá del relato y de las interpretaciones herméticas de la obra platónica, ¿cuánto de cierto hay en esta interpretación del mundo? ¿Nos regimos los seres humanos por esta peculiar escala de medir las cosas?

En el pasaje que Platón dedica a la conversación entre Sócrates y Diotima (desconocemos si existió o es un personaje completamente inventado), la sacerdotisa exige a un categórico Sócrates, impulsivo y, en ocasiones, también vehemente, un esfuerzo intelectual que constituye una innovación, incluso en nuestros días: distinción. La realidad está compuesta por un magnífico crisol de matices. Lo que no es bello tampoco es necesariamente feo, y viceversa. «¿No te has dado cuenta de que hay algo intermedio entre la sabiduría y la ignorancia?», le reclama la filósofa. A continuación, Diotima muestra la «ortodoxia», la «recta opinión», situada a medio camino entre dos extremos, el conocimiento y la ignorancia. La recta opinión posee una porción de verdad, aunque no refleja a la perfección aquello que se intenta representar mediante su exposición. De esta manera, Eros, que no es ni feo ni bello, quedaría como guardián de la ortodoxia, en una especie de «justo medio» previo al pensamiento aristotélico.

Pero aún hay más. La arcadia hace ver a Sócrates que ni él ni ella consideran a Eros un dios, para sorpresa del ateniense, y Diotima, mostrando un dominio de la mayéutica que sugiere que Sócrates la pudo aprender de la sabia sacerdotisa. «¿Qué puede ser, entonces, Eros?», le preguntó Sócrates. «Un gran demon (espíritu, entidad), pues todo lo demónico está entre la divinidad y lo mortal».

A partir de este momento, Diotima comienza a exponer los fundamentos de su pensamiento, la famosa «escalera»: Eros es pobre, duro y seco en vez de delicado y bello, como lo suele imaginar la mayoría. Camina descalzo, el cosmos entero es su hogar, y vaga por él en un permanente estado de indigencia. Sin embargo, está al acecho de lo hermoso y de lo bueno, posee un gran atractivo y es un hábil cazador, un hechicero que continuamente está urdiendo complejas tramas y que aspira a alcanzar el conocimiento supremo de la realidad.

En esa tierra de nadie entre la plenitud y la carencia, Eros hace de mensajero entre los dioses y su mundo de sabiduría y perfección y la sombría patria de los humanos, dominada por la duda. El Amor, humanizado, es el puente que une los dos mundos: ofrece la sabiduría de los dioses a los humanos, y transmite las necesidades de estos a los soberanos olímpicos.

Diotima defiende que el amor ofrece la sabiduría de los dioses a los humanos

Pero, claro está, Sócrates se queda con la duda de quiénes de entre la diversa multitud de seres humanos habrán de ser los privilegiados por el deimon, porque es evidente que siempre existe alguna clase de predilección. Diotima es tajante: quienes, como el peculiar mensajero, se encuentran a medio camino en los procesos de la vida, siendo los más abundantes los filósofos, que trepan la escalera entre el mundo humano y el de los dioses partiendo de la ignorancia hacia la sabiduría, los sacerdotes y adivinos, los poetas, los políticos.

Porque el amor, para Diotima, no se limita al deseo sexual, sino que se manifiesta en un tenaz juego de pasiones tan variado como espléndida es la vasta naturaleza. Se puede estar «enamorado» del saber, de las cuestiones comunes que afectan a todos los humanos, de alguien como persona o como compañero de cama o de vida. Hay infinidad de formas de amar. Dice Diotima: «Y se cuenta, ciertamente, una leyenda, según la cual quienes busquen la mitad de sí mismos son los que están enamorados, pero, según mi propia teoría, el amor no lo es ni de una mitad ni de un todo, a no ser que sea, amigo mío, realmente bueno, ya que los hombres están dispuestos a amputarse sus propios pies y manos si consideran que son malas esas partes de sí mismos».

Así, al practicar el amor en sus múltiples facetas, el ser humano gradúa su deseo y lo dirige en la buena dirección de la escalera, hacia la perfección, es decir, la práctica de la bondad, «procreando» la belleza. Es más, para Diotima, el ser humano, al amar en plenitud, atiende su natural «impulso creador» que poseemos «no sólo según el cuerpo, sino también según el alma».

Una escalera muy presente

Más allá de la existencia o no de Diotima, el relato de su pensamiento que ofrece Platón en el Banquete es utilizado por el filósofo de la Academia para exponer su propio pensamiento. El cosmos quedaría dividido en dos mundos, el de las Ideas, perfecto, representado como el de los dioses por la sacerdotisa de Mantinea, y el sensible, imperfecto y umbrío, que habitamos los también erráticos humanos. De igual manera, los planteamientos sobre la inmortalidad del alma de Platón quedan contrastados con los de Diotima, que sostiene un ciclo de generación y renovación infinito del que lo mortal y lo inmortal participan desde su respectiva naturaleza.

Hay verdad, en gran medida, en las palabras de Diotima y de Platón. El amor se manifiesta en la conciencia humana como una ineludible fuerza capaz de vincular a los desconocidos, a los amigos y a los amantes, también de dirigir con precisión la pasión, una emoción que suele alzarse furibunda y caótica.

La escalera de Diotima manifiesta la necesidad de tender puentes, de salvar las diferencias aceptando las que cada cual aporta al vínculo

En el otro extremo del mundo, en Asia, en una época casi contemporánea a la composición del diálogo Banquete, el filósofo chino Mo Di reunió discípulos alrededor de su doctrina del «amor universal», que trascendió con creces las limitaciones de la doctrina de Confucio. El amor, simétricamente a lo que se debatía en Grecia, no se limita a la utilidad ni a la pasión descontrolada, sino que representa una fuerza que conecta la tierra con el cielo, la perfección con la imperfección, la sabiduría frente a la ignorancia. Para Diotima, el amor es un intermediario, una fuerza-entidad conectora del ser con el todo. Para Mo Di, el amor es una fuerza y un mandato del Cielo, del pretérito Señor de lo Alto, por lo que su práctica en sus múltiples posibilidades es un deber de todo ser humano que aspire a ascender hasta la excelencia.

Además de este doble recordatorio de la trascendencia que la práctica del bien tiene en el desarrollo humano, tanto a nivel individual como colectivo, la escalera de Diotima manifiesta otra verdad que practicamos en nuestro día a día cada uno de nosotros: la necesidad de tender puentes, de salvar las diferencias aceptando las que cada cual aporta al vínculo. Todos estamos unidos por el lazo invisible de la concordia. A la hora de cerrar negocios, de mesurar nuestras palabras, al ofrecer un consejo o en el momento de tomar decisiones. Estamos continuamente mediando, buscando puntos intermedios entre diferentes circunstancias y posturas que permitan, en mayor o menor grado de justicia, un beneficio. Para construir civilización es necesario dejarse guiar por Eros y tener tanta mano izquierda como derecha.

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