Opinión

Primeras veces

Si la vida tiene algo de teatro, la primera juventud se parece mucho a un ensayo. No hay especie más fascinante que dos adolescentes que debutan en el extraño oficio de quererse. Su misión no es otra que el politraumatismo acotado y la nuestra debería consistir en brindarles el instrumental moral desde el que poder reconstruir el daño.

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02
enero
2023

Si la vida tiene algo de teatro, la primera juventud se parece mucho a un ensayo. El estreno, la puesta de largo ante la severidad del público real, suele llegar tiempo después. Pero lo que la pubertad tiene de ensayo lo tiene en su doble sentido, y que Montaigne nos perdone. Ser joven es intentar y simular. Es decir, fingir y fracasar; diría que por este orden. Y está bien que así sea, porque las simulaciones pueden controlarse y en ellas se establecen desde el principio algunos límites, como quien señala con una tiza en el suelo los márgenes de una cancha. Lo bueno de los planes de los jóvenes, al contrario que los de algunos adultos, sobre todo si son malvados, es que jamás se cumplen.

La teatralidad del mundo se demuestra irrefutable cuando contemplamos, por ejemplo, a una pareja de jóvenes que se creen enamorados. No hay especie más fascinante que dos de nuestros congéneres que debutan en el extraño oficio de quererse. O de hacer como que se aman, al modo en que los perros juegan a morderse marcando los colmillos sobre la carne. El problema de estas ficciones, bien lo saben los cachorros de ambas especies, es que en estos entretenimientos los dientes y los afectos que intervienen suelen ser siempre reales. No existen las emociones de fogueo: las buenas mentiras siempre tienen algo de verdad. Y, en ocasiones, esa dimensión certera y veraz de los mitos propios, acaba por ser la única que importa.

La juventud es el contexto donde uno debe engañarse a sí mismo. Por eso resulta tan impropio encontrar adultos que simulan su propio embuste. Un adulto que se engaña es un adulto que no quiere dejar de ser joven; es decir, apenas un imbécil ilegítimo. Alguien que le concede valor a no saber en un tiempo en el que ya debería haber aprendido.

«Al contrario de lo que dicen algunos, cada pareja que se rompe, sobre todo cuando es debutante, es una dolorosa derrota: por eso es tan fascinante contemplar a quienes juegan por primera vez»

A los adolescentes, en no pocos aspectos, todo les está permitido. Algunos adultos recuperamos la teatralidad perdida para advertirles de lo intolerable de algunas de sus conductas, mientras envidiamos la posibilidad que preservan de no hacernos ningún caso. La misión del joven es el politraumatismo acotado y la nuestra debería consistir en brindarles el instrumental moral desde el que poder reconstruir el daño.

El otro día vi a unos chicos tentándose la materia y el espíritu en el sofá de una cafetería del centro. Aún menores, él bebía Coca-Cola y ella sorbía de lo que sospecho que debía ser algún batido. Toda la humanidad del mundo se ponía en acto en ese cortejo, torpe y primerizo, propio de quienes todavía creen en lo absoluto. La estadística nos dice que toda la felicidad nueva y recién desprecintada de los chicos acabará en una traición o en un fracaso. Porque sí. Al contrario de lo que dicen algunos, cada pareja que se rompe, sobre todo cuando es debutante, es una dolorosa derrota. Por eso es tan fascinante contemplar a quienes juegan por primera vez a algo sin ni siquiera sospechar cuánto daño acabarán haciéndose.

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