Opinión

Un filósofo en mi vida

Como nos enseñan los filósofos, aún queda una razón por descubrir, y debemos acercarnos a ella para contribuir a un diálogo necesario sobre esas bases que nos enseñó Antonio Machado: «Para dialogar, preguntad primero; después, escuchad».

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21
noviembre
2022

«¿Por qué nos interesa la razón? ¿Vale la pena hablar de ella a estas alturas de la historia? ¿No es más importante tener poder que tener razón? De bien poco vale tener esta última si no se tiene el poder suficiente para conseguir que se reconozca esa presunta razón. ¿Para qué, entonces, gastar tiempo en escudriñar sus entresijos, cuando se trata de una instancia tan devaluada?».

Con esa hermosa reflexión, plena del rigor y la sabiduría de un filósofo cabal, principia su último libro Jesús Conill, catedrático de Filosofía Moral de la Universidad de Valencia. Se trata de Nietzsche frente a Habermas. Genealogías de la Razón (Tecnos), a cuya presentación en la sede la Fundación Ortega-Marañón tuve la fortuna de asistir. La respuestas a las iniciales preguntas de Conill las apunta el mismo autor cuando afirma que «desde el tiempo de Sócrates y sobre todo a partir de la Ilustración moderna hasta nuestros días, la razón se ha considerado como el tema de nuestro tiempo y el tema fundamental de la filosofía», según habían referido Ortega y el propio Habermas. Al fin y al cabo, como escribió el nobel Octavio Paz, «el hecho de que haya habido respuestas equivocadas no quiere decir que las preguntas no sigan vigentes». 

Ya sabemos que razonar o pensar no es monopolio de los filósofos –eso conviene dejarlo claro desde el primer momento–, pero también conviene apresurarse a señalar –como hizo con enorme y reivindicativa finura el filósofo Manuel Cruz en 2004– el hecho de que «[los filósofos] se hayan venido dedicando con especial intensidad a dicha actividad desde muy antiguo, […] algo que merece no ser echado en saco roto».

«Casi todos aquellos que nos gobiernan –también en empresas e instituciones– escuchan nada y se hacen pocas preguntas»

Hace más de 25 años decidí poner un filósofo (en el fondo, a la filosofía) en mi vida para seguir haciéndome preguntas y buscar respuestas; para crecer espiritualmente y alimentar mi espíritu y la fuerza de mi propia razón, y no la razón de la fuerza, como suelen hacer políticos y mandamases. Y si bien lo hacen unos más que otros, es notorio que casi todos aquellos que nos gobiernan –también en empresas e instituciones– escuchan nada y se hacen pocas preguntas. 

El caso es que un viejo amigo, filósofo por más señas, me contó hace algún tiempo que, cuando vivía lejos de la ciudad, disfrutó durante muchos meses de un animal de compañía poco común que le regalaron casi recién nacido. Se trataba de un hermoso jabalí que se comportaba como perrito faldero: se dejaba acariciar, se recostaba a su lado y acudía a la llamada de mi amigo cuando este pronunciaba su nombre, Kierkegaard, elegido así en honor del gran filósofo y teólogo danés del siglo XIX, precursor del existencialismo e influyente figura del pensamiento contemporáneo.

Además de acompañarlo cada día en sus paseos campestres, como Kierkegaard era muy juguetón, mi amigo terminó por prendarse de él: lo observaba a todas horas y conocía cada uno de sus hábitos y comportamientos. El jabalí lo había abducido hasta el punto que mi amigo llegó a proponer formalmente que en lugar del famoso búho (en realidad era una lechuza la que acompañaba a Atenea, diosa de la sabiduría), el jabalí se instaurase como símbolo de la filosofía; coincidencias, razones y argumentos no faltaban: el jabalí, que hociquea permanentemente, busca –como el filósofo– las raíces; su rabo tiene tal hechura que parece un signo de interrogación y, finalmente –como los filósofos, decía–, se pasa gruñendo la mayor parte del día.

La propuesta no cuajó, pero nadie puede dudar que había sido fruto de la estricta y simpática aplicación del método crítico de la filosofía; es decir, de una reflexión o autorreflexión de la razón sobre sí misma y sus propias producciones, por utilizar palabras de Jesús Conill. 

Reivindicar a los filósofos, tenerlos cerca, supone asumir que el tema de nuestro tiempo sigue siendo la razón, así como el poder de la razón o el de la sinrazón. No obstante, hay una razón por descubrir, y a ella debemos acercarnos con respeto y honestidad intelectual, escribiendo con la cortesía –es decir, la claridad– del filósofo el mejor camino para contribuir al necesario diálogo (si se me permite, sobre las bases que nos enseñó Antonio Machado): «Para dialogar, preguntad primero; después, escuchad».

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