Cultura

«No hay nada tan cómico como la infelicidad»

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12
mayo
2023

‘Barrio Venecia’ (Lengua de Trapo) podría ser una metáfora, pero es un barrio de Santander que se construyó sobre unos cenagales que se desbordaban cada vez que subía la marisma del Cantábrico. Hoy se le conoce como Candina. También es el título de la nueva novela del poeta y filósofo Alberto Santamaría (Torrelavega, 1976), que nació y creció en aquel lugar que ni siquiera aparecía en los mapas de la época. El relato se enmarca en los Episodios Nacionales que lleva tiempo publicando la editorial Lengua de Trapo: siguiendo la senda del escritor Benito Pérez Galdós, que ficcionó el turbulento siglo XIX, estos episodios tratan de retratar las últimas décadas de nuestro país. Santamaría, que es profesor en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Salamanca, vuelve a mezclar aquí el análisis social con un juego poético, entremezclando la estética y la realidad política. Siempre a lomos de la contracultura, el autor nos presenta una lúcida crónica del fin de la industria en España y del abandono de sus trabajadores, además de un interesante retrato familiar y unos personajes que buscan resistir a un cambio de época y de valores.


Barrio Venecia era un lugar donde las familias pobres habían construido unas precarias casas de madera y malvivían. El nombre, sin embargo, es algo cómico. ¿Has querido jugar con ese equilibrio entre el drama y el humor? 

En la novela escribo que no hay nada tan cómico como la infelicidad. Barrio Venecia era un lugar terrible, había mucha miseria, y además quedaba anegado cada vez que subía la marisma. Sin embargo, pese a sufrir las inundaciones constantes, los vecinos se tomaban con humor esa situación tan trágica, se comunicaban entre sí a través de pequeñas barcas. Hay muchos elementos cómicos dentro de lo dramático, y uno de ellos era el de no aparecer en los mapas de la época, en los años ochenta y noventa. Cuando tú mirabas los planos para turistas, parecía que había un abismo enorme donde estaban ubicadas nuestras casas. La ciudad parecía terminar donde empezaban nuestras vidas. 

Hay cierta distopía en la presentación del paisaje, como si fuera un lugar fantasmagórico. Incluso la estructura acompaña esta idea. Es curioso, porque hablas del barrio donde naciste y pasaste parte de tu juventud. 

Claro, es que el contexto daba mucho pie a la imaginación. Siempre he creído que cualquier ficción es biográfica, pero a la vez la no ficción tiene muchísimos elementos ficcionados. Fue la edificación de la fábrica Candina y de las casas que se construyeron para los trabajadores lo que realmente permitió legalizar ese territorio. El nuevo barrio se construyó alrededor de la fábrica, sobre la base de la destrucción de las viejas casas de madera. Hay algo que me interesaba y que conecta con lo que mencionaba de no aparecer en los mapas, y es la belleza de lo marginal. Si echo la vista atrás, en todos mis proyectos sobresale esa fascinación por lo que está fuera de la ciudad: los descampados, los desguaces… La estructura surgió por conversaciones que tuve con mi madre, todas ellas muy aleatorias y caóticas. Mi madre es un caos para las fotografías, y cuando me las enseñaba me recordaba a un puzzle, eran imágenes que no estaban ordenadas. Creo que todo eso conecta con la ficción del viaje en el tiempo que me apasiona, el vínculo con los paisajes apocalípticos. 

«El capitalismo deja a los individuos mucho más solos, les arrastra a ser más individualistas»

Llama la atención cómo dibujas las relaciones de resistencia en una familia obrera. ¿Tu padre cambiando el mono azul de la fábrica por esa camiseta amarillo chillón de la pizzería condensa un cambio de época? 

Fue el primer texto que escribí del libro, ese cambio estético del mono azul a la camiseta amarillo chillón de la primera pizzería que se había establecido en Santander reflejaba el cambio que estaba dando la sociedad, no solo en el terreno laboral, sino también en lo que entendíamos por comunidad entre trabajadores. Mi padre era de izquierdas, era un miembro de la clase trabajadora y, evidentemente, en el contexto de su época era consciente de que su jefe en la fábrica podía ser un desgraciado, pero había una sensación de pertenencia y solidaridad en la fábrica. Con las transformaciones que operó el neoliberalismo, el hombre se ve de pronto trabajando en la pizzería y viendo que los códigos sociales que él conocía hasta entonces habían desaparecido. Me parecía interesante reflejar cómo yo, desde los 12 años, no entendía nada de lo que estaba sucediendo. El cambio suponía un choque, una humillación. 

En el libro mencionas que el capitalismo «operaba para devorar al barrio». Hay una sensación de decadencia, pero no caes en el derrotismo. ¿Quisiste plasmar un elogio de la dignidad de quien resiste pese a todo? 

El capitalismo deja a los individuos mucho más solos, les arrastra a ser más individualistas. Es verdad que Barrio Venecia narra una derrota, pero también deja una puerta abierta a la esperanza. En ese intento de cambio siempre hay un avance, pese a las circunstancias. Rosa Luxemburgo decía que los errores cometidos por la clase trabajadora en su intento de cambio son de un valor incomparablemente mayores que la infalibilidad del mejor de los comités centrales. Es una de las trampas del modelo capitalista actual: se nos vende que somos muy libres, pero en esa libertad cada vez son más estrechos los vínculos entre las personas. Tampoco quería caer en idealizar el pasado y defender que antes todo estaba mejor. El juego nostálgico no me interesa en absoluto porque cada época tiene sus complicaciones, pero sí es cierto que la sociedad hacia la que nos hemos ido encaminando es individualista, cada vez más egoísta y usamos mal el término libertad, porque hemos viciado su significado. 

Precisamente hablas de cómo los niños del barrio vivían libres en la calle sin apenas observación de adultos. ¿Se ha perdido ese concepto de comunidad? 

Escribo que todas las familias saben que los niños están siendo cuidados, aunque nadie les esté vigilando; están cuidados por todos. El concepto de comunidad ha cambiado, es el síntoma de esta época. Tengo la impresión de que ahora nos relacionamos más en base al consumismo, no tanto a las redes de apoyo. Esto se ve mucho en las nuevas generaciones: antes estábamos todo el día en la calle y el tiempo de ocio no tenía por qué significar tiempo de consumo. Hoy en día hay cierto miedo a la calle, porque vivimos más metidos en nuestra burbuja. Cuando escribía reflexioné sobre esto, creo que ahora tenemos más miedo al otro, algo que creo que tiene que ver con toda esa ruptura de los vínculos comunitarios. En realidad, tiene mucho que ver con el neoliberalismo y la necesidad de generar competición entre todos que voluntad por estrechar lazos, y esto se ve en muchos ámbitos, pero especialmente en lo relativo a lo laboral. 

En el libro sobresale un rechazo al trabajo. ¿Dirías que el empleo como autoexplotación define nuestra época? 

El problema es que tenemos interiorizado algo tan absurdo como la «cultura del esfuerzo» y ensalzamos el trabajo a cualquier precio, incluso aunque estemos autoexplotándonos. De algún modo hemos normalizado vivir en una sociedad capitalista donde parece que la libertad y la independencia se adquieren trabajando, incluso aunque estés al límite. 

«La sociedad hacia la que nos hemos ido encaminando es individualista, cada vez más egoísta y usamos mal el término libertad, porque hemos viciado su significado»

El libro habla del desmantelamiento del tejido industrial en España llevado a cabo por los diferentes gobiernos socialistas. Pese a todo, la fidelidad de tus padres al PSOE es inquebrantable. ¿Qué quisiste reflejar plantando este arraigo político?  

El PSOE, emulando ciertas fórmulas históricas de finales del siglo XIX y principios del XX, se había convertido en una estructura de familia. La Transición, con todos sus defectos, logró establecer ese vínculo casi familiar con un partido político. En mi familia había una sensación de pertenencia al partido socialista. Mi abuelo era secretario general del PSOE en Torrelavega y tenía un cargo en UGT, y en mi infancia recuerdo acompañarle a muchos mítines donde se hacía vida de partido. Por eso el choque fue tan bestial, y por eso mi madre llegó a llorar el día en que no le votó porque ya estaba decepcionada con las decisiones que se habían tomado. Es duro darse cuenta de que gran parte de la precarización de la clase trabajadora se debe a decisiones de la familia de la que te consideras parte, es como si te hubieran traicionado. En el libro planteo ese desengaño con el timo del socialismo español, con el que me consta que se identifica mucha gente de esa generación. 

Lo político impregna toda la novela. ¿La literatura puede ser un arma política y una herramienta de denuncia social? 

A veces se da por hecho que el carácter político de una obra solo está en su contenido, cuando creo que va más allá. Creo que el simple hecho de gastar tu tiempo escribiendo literatura, poesía o desarrollando una actividad cultural ya es un acto político en sí. Yo vengo de una familia de izquierdas, y en casa nunca se rehuía el debate político. Estoy marcado por donde nací y crecí, y en esta novela se nota. No escondo en absoluto mis ideas políticas, pero me interesaba no caer en el sectarismo. Barrio Venecia también refleja eso, la capacidad por no estancarse en lo que uno cree y saber ensanchar la mirada. De todos modos, siempre digo que mi compromiso más radical es con la imaginación y el lenguaje, esa es la base de lo que escribo.  

El protagonista recurre a la educación pública. ¿Se está desmantelando una de las pocas vías de ascenso social? 

No voy a romantizar la educación pública porque me consta que no es perfecta, pero sin ella todo sería peor. Yo nunca fui un estudiante brillante; de hecho, era bastante malo en el instituto, pero entendí que era la mejor forma de salir de donde estaba. La literatura y la música también me sirvieron de escape, y pronto tuve claro que mi sitio no iba a estar en el barrio. Soy un hijo de la pública, he estudiado con becas y creo que no solo hay que evitar que se desmantele, sino cuidarla y mejorarla. 

«Hemos normalizado vivir en una sociedad capitalista donde parece que la libertad y la independencia se adquieren trabajando, incluso aunque estés al límite»

Destaca la forma en que describes el paisaje de barrio con humor pese a los sucesos dramáticos, sin caer en el sentimentalismo. ¿Escribir implica encontrar un equilibrio justo entre la comedia y el drama? 

Mi madre me ayudó mucho a la hora de encontrar un equilibrio en el relato. Cuando pasa el tiempo, nuestra memoria hace de las suyas y podemos idealizar situaciones que no han sucedido como las recordamos, o dramatizar de más algunos episodios que ya nos quedan muy lejos. Cuando escribía tenía claro que quería ser capaz de convertir, al menos en determinados momentos, la tragedia en algo divertido y lo divertido en algo trágico. Jugar con ambos polos para que el relato lograra ese justo equilibrio. Por ejemplo, yo iba muchos sábados al desguace con mi padre y buscábamos piezas para poder revenderlas. Los desguaces de la España de los ochenta tenían unos personajes viviendo en ellos que darían para hacer una película; a mí me hacían mucha gracia pese al drama que subyace de fondo. Creo que la descripción del barrio también tiene que ver con mi obsesión por los paisajes y los escenarios: los primeros tienen mucho que ver con la poesía. Soy más paisajista que retratista, me parece que los lugares tienen vida propia. 

En el libro afirma que la clase obrera daba forma a la izquierda y ahora sucede al revés. «Es la izquierda la que está como loca, como borracha y desorientada tratando de dar forma a la clase obrera». ¿Se ha perdido el concepto de lucha de clases? 

Hay un problema que intento reflejar en el libro y es que a menudo pensamos que la clase obrera tiene que ser heroica y perfecta, como si su obligación fuera ser vanguardista y deseable. Lukács tiene una frase muy bonita que dice que la clase obrera no tiene ideales que realizar. Cuando analizamos el concepto de lucha de clases, a mí me parece que la clave está en el concepto de lucha, no de clases. A diferencia de la burguesía, que tiene claro lo que quiere conseguir, la clase obrera debe transformar el presente creando sus propias formas de lucha. Lo que defiendo es que el concepto de clase obrera puede ir mutando, ampliándose, sin ser una masa homogénea. 

¿Cómo ve el panorama en la izquierda actual? 

Veo cierta acomodación a la coyuntura actual, una búsqueda de entroncar con los discursos tradicionales que vienen de la Transición. Creo que falta por recuperar un espacio de impugnación que ya no existe y creo que eso es lo más interesante, la posibilidad de impugnar al modelo capitalista que conocemos hasta ahora. El capitalismo es el problema y, por tanto, todo lo que sea parchear el modelo es insuficiente. Siento que la izquierda ha llegado a una especie de claudicación, de asumir que hasta aquí ha llegado y tira con ello. Por ejemplo, la reforma laboral es un gran avance, pero no se puede vender como un gran logro. Puedes presentarlo como lo máximo que has conseguido asumiendo que es insuficiente, pero no como un hito histórico. Luego está el hecho de que se juega todo al ámbito parlamentario, y eso destruye el trasfondo de la posibilidad de transformar realmente las cosas. 

«En el libro planteo ese desengaño con el timo del socialismo español, con el que me consta que se identifica mucha gente de esa generación»

Hay un tema destacable que conecta con tu novela y es la voluntad por mantener la ilusión y la esperanza en las luchas políticas. ¿Vivimos en una época en la que importan más las formas que el fondo?   

Hemos convertido lo político en una especie de semántica de la ilusión, en palabras que suenan bien, pero no tienen un fondo sólido. Ahora se nos habla de «poner la vida en el centro», de «ganar el país» y de «mejorar la vida de la gente», como si «la gente» fuese un concepto borroso, un fantasma sin identificar claramente. Ese tipo de abstracciones no sirven de nada si las conviertes en fines en sí mismos, en conceptos vacíos. El 15-M generó un espacio de oportunidad y unas ganas por cambiar las cosas que salió de forma natural, la gente sentía que se podía lograr un cambio real a mejor. Era una impugnación total al sistema y había un trasfondo detrás. Hay cosas en la vida que no se pueden forzar y construir artificialmente, como se está intentando ahora, y una de ellas es la ilusión. Quizás ahora no es el momento de la ilusión, quizás es el del enfado, incluso el de la apatía. 

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