Cultura

«Antes el éxito era un pisazo, ahora ser famoso, pero no hay diferencia alguna»

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14
julio
2023

El poeta y prosista asturiano Manuel Astur (Grado, 1980) se dio a conocer con ‘Seré un anciano hermoso en un gran país’ (Sílex), donde narró el fracaso existencial de la primera generación nacida en democracia. Este ensayo, publicado en 2015, contribuyó a generar un interés por lo millennial que luego explotarían obras de gran éxito editorial, como ‘Feria’, de Ana Iris Simón, y precisamente por esta razón no puede interpretarse como escrito al calor de un debate público. Habría sido algo imperdonable para Astur, cuyo universo literario, poblado de bellas metáforas que buscan retratar lo universal como una simbiosis del ser humano con la naturaleza y la realidad, es declaradamente adverso a la actualidad. Lo espiritual y el ruido del mundo discurren en él por separado. De ello dan prueba ‘San, el libro de los milagros’ (Acantilado, 2020), novela épica donde algunos vieron una reescritura del mito del buen salvaje; ‘La aurora cuando surge’, crónica de un viaje a Italia poco después de que muriera su padre (Acantilado, 2022); y ‘En el cielo, una nube’, una recopilación de cuentos zen que publicó en mayo Satori, editorial especializada en cultura y literatura japonesa.


Hay una familiaridad muy visible entre este libro y el resto de tu obra, ¿qué interés encontraste en el zen?

No tenía planeado escribir este libro. Es el resultado de más de una década haciendo mis propias versiones de los cuentos tradicionales zen, a lo que hay que sumar que, cuando la editorial se enteró, quiso publicarlo. Empecé a abordar la literatura zen con 30 años, de vuelta en el pueblo en un momento en el que sentía que había fracasado en Madrid y no habiendo cumplido ninguna de las promesas que le habían hecho a mi generación, como la de que íbamos a ser todos empresarios, triunfadores, gente que de una u otra manera tendría éxito. Por si fuera poco, esa época coincidió con la ruptura con mi novia y con que mi padre enfermó. Así que cuando mi hermana mayor, la poeta Estefanía González, me dijo «¿por qué no pruebas a meditar?», empecé a hacerlo porque no tenía nada mejor que hacer. Y todo cambió. Poco a poco dejé de estar enfadado conmigo mismo y con el mundo.

De un modo natural, eso me llevó a leer cuentos zen, y descubrí que por regla general disponemos de versiones muy malas, lo que me llevó a construir las mías propias, pero no en un sentido histórico, sino teniendo en cuenta lo que yo creo que es el zen. No ha sido hasta hace poco que me he dado cuenta de que ese ejercicio tiene mucho más que ver con mi obra de lo que podía parecer porque, a fin de cuentas, ¿qué diferencia hay entre contar una historia que no hemos inventado y versionar un cuento? Las historias son siempre las mismas, nadie inventa nada: una historia es solo una excusa para mostrar una visión del mundo.

Asumes que la única relación que tienen los seres humanos con la realidad es mediante un cuento que se cuentan y dices: «El Zen es el mejor método que el ser humano ha encontrado para poder disfrutar de ese cuento sin sufrir demasiado por él». Un método que no es más que la disolución del pensamiento y de la identidad, ¿es eso posible?

El zen, en realidad, no propone eso; eso lo hace más bien el budismo tibetano, que aspira a alcanzar el nirvana destruyéndose a uno mismo mediante la privación. El zen [que es otra forma de budismo, originaria de la China de los siglos VII-VIII] piensa que eso no es posible, ni siquiera recomendable. A lo único a lo que se puede acceder es a una vida más o menos apacible y a los llamados «satori», instantes de iluminación en los que eres capaz de disolver tu ego y ver la realidad tal cual es, la belleza. Eso se consigue mediante la meditación, la poesía, el cultivo del arte, la observación de la naturaleza… de múltiples maneras. El zen usa mucho la metáfora de que somos como pulgas en una plancha caliente. Podemos saltar muy alto, pero siempre vamos a caer… ¿dónde? En la opinión, en el dolor, en el sufrimiento, en el ego, en la emoción.

«Las historias son siempre las mismas, nadie inventa nada: una historia es solo una excusa para mostrar una visión del mundo»

Pero todas esas realidades que mencionas son formas básicas de relacionarse con el mundo, ¿por qué son indeseables?

No son indeseables: son inevitables. No nos relacionan con el mundo; nos enfrentan a él y a nosotros mismos. Lo que hacen es poner en movimiento la rueda de las dualidades (bueno/malo, pasado/futuro, correcto/incorrecto) y ahí empieza el sufrimiento, el dolor psicológico.

¿No te parece que esas máximas solo las pueden practicar quienes tienen ciertos privilegios materiales?

Pensar eso es un error muy común en Occidente. Supongo que se debe a que cuando llegaron el zen y el resto de filosofías orientales, a finales del XIX y comienzos del XX, los problemas de la mayoría no eran espirituales, sino materiales, por lo que quedaron confinadas a una minoría. Además, entraron por EEUU, que lo convierte todo en un negocio, y de ahí todos esos tópicos tan simples bajo los que ha circulado el zen. Ahora bien, nada espantaría más a un maestro zen que esos millonarios extranjeros que se compran trajes de lino y se van a meditar a un monasterio monísimo en Granada. Eso es afectación, y el zen es enemigo de la afectación. Es disfrutar de lo más sencillo que uno tiene: una pequeña siesta o la brisa que mueve las cortinas. De algún modo, pienso que estas filosofías que promueven el desapego material y rechazan el individualismo, ese no darse tanta importancia a uno mismo y a sus opiniones, pero que al mismo tiempo no obligan a pertenecer a un colectivo ni grupo ni secta, van a ser muy positivas para la humanidad en los tiempos que vienen.

Algunos detractores del zen argumentan que es una coartada para el neoliberalismo pues al rehuir los juicios sobre el mundo, lo deja a su albedrío. 

El zen es no es moralista: es meramente una vía, un camino. No pretende influir en la política. Por eso no es extraño que a lo largo de la historia lo hayan practicado desde samuráis de una inhumanidad terrorífica ―les ayudaba a no temer a la muerte y a ser precisos― hasta, en nuestros días, hombres de negocios que trabajan 20 horas al día y se juegan negocios millonarios. A ellos también les viene bien porque les ofrece descanso y abandonar por unas horas un estrés brutal. Pero culpar al zen por quién lo practica es tan absurdo como culpar a un árbol de que una mala persona se tumbe a dormir a su sombra.

«Nada espantaría más a un maestro zen que esos millonarios extranjeros que se compran trajes de lino y se van a meditar a un monasterio monísimo en Granada»

Decías antes que el zen está presente en toda tu obra y es cierto que en Seré un anciano hermoso en un gran país es muy notorio. En ese ensayo narras tu ruptura con un mundo en el que había demasiadas cosas y la vuelta a cierta sencillez material y emocional, algo que coincide con un regreso temporal al pueblo. ¿De qué hablaba aquel libro?

Siempre reitero que mis libros, incluso aquel, que se presentaba como un ensayo emocional, tienen sus propias reglas, sus preguntas y sus respuestas, que funcionan solo dentro de ese mundo y no en la realidad, que es más compleja que cualquier libro. En cualquier caso, el tema principal era la identidad, la identidad entendida como una carga que nos aplasta pero que en realidad no sabemos quién la ha puesto sobre nuestros hombros y por qué; y también cómo liberarse de ella. Quitarse el disfraz de la identidad es sano. Al parecer da mucho miedo, pero es algo bueno, sobre todo hoy en día, que todo se ha vuelto identidad. Además, tengo la sensación de que esta obsesión es en gran parte resultado del neoliberalismo que domina el mundo y nuestras almas, como si las identidades fueran las etiquetas del producto en el que nos hemos convertido y que ofrecemos en el gran supermercado de la sociedad capitalista. Creo que no ser nada es el gran acto de libertad de nuestro tiempo.

¿Es esa necesidad de ser alguien lo que distingue a tu generación y lo que hizo que se dijera de ese libro que era «generacional»?

Puede ser. No me gustan las generaciones, pero desde luego es inevitable que las personas que han crecido durante un mismo periodo y en un mismo lugar tengan referentes muy parecidos. Por eso, aunque de los primeros, soy millennial: con mis hermanas, que nacieron a principios de los 70, hay unas diferencias muy grandes. Seguramente se deben a que con 14 años yo ya manejaba internet, a que crecí con la MTV y el resto de canales comerciales, cosas así. Lo que es evidente es que esa necesidad identitaria ha trascendido a mi generación.

¿Crees que era evitable?

No lo sé. Ocurrieron muchas cosas al mismo tiempo. La democracia, la nueva libertad, en el sentido de que se acabó la censura; el culto al progreso, que es el culto a que si estudias una carrera universitaria tienes la vida solucionada; la globalización… Supongo que una parte de esos cambios, como la liberación sexual, después de medio siglo de catolicismo controlando nuestra moral, tenían que ocurrir, pero no sé los demás. Tendemos a pensar que el mundo se mueve por ideas elaboradas, pero en ocasiones los cambios se deben a algo tan elemental como que quieres hacer lo contrario que la generación anterior. De ahí la ola de nuevo conservadurismo y puritanismo que vivimos ahora como reacción al supuesto exceso de libertades morales de las décadas pasadas.

¿Nos hemos librado de ese quererlo todo, o seguimos en la lógica que el libro impugnaba?

En absoluto. Seguimos en ella. Para mi generación el éxito era ser un profesional que ganaba mucho dinero y tenía un pisazo; para la siguiente, el éxito es ser famoso. Pero no hay diferencia alguna. Ahora ya no se piden créditos para comprar un piso o montar tu empresa, ganando 800 euros al mes, como se hacía antes, pero todo el mundo tiene su podcast o su canal porque hasta el último pardillo quiere ser famoso y cree que puede conseguirlo, aunque no sobresalga en el menor aspecto ni tenga ningún talento.

En España se mezcla mucho este debate sobre la identidad con el que existe en torno al pueblo y la familia. ¿Crees que apelar a los valores tradicionales implica comprometerse con posiciones conservadoras o no necesariamente?

Me parece un debate muy de los de hoy en día, o sea, de Twitter. Que una mujer quiere vivir en el pueblo, tener hijos y llegar a un acuerdo con su marido para ser ama de casa y pasar todo el tiempo con los niños, pues perfecto. ¿Por qué esta manía de decirles a los demás cómo tienen que vivir? En esto soy radical. Me parece tan ridículo presumir de una elección vital como criticarla; la única diferencia es que los de ciudad son más, porque los pueblos se han vaciado. A este respecto, nadie nos advirtió de que la comunicación sin fronteras que posibilita internet traería que lo peor que había en los pueblos, el juicio al vecino, ahora lo sufriríamos en cualquier parte. Pero creo que ese señalamiento de las culpas ajenas se debe a que buscamos continuamente que los demás nos confirmen, ya sea en nuestra forma de vida, en nuestra ideología o cuando nos hacemos una foto y la subimos a una red social. ¿Por qué nos prostituimos a cambio de unos cuántos me gusta, haciendo ricos a unos pocos que dominan el mundo? Porque ya no sabemos existir sin ser observados, porque cada vez más somos un producto en venta. Y porque es mucho más fácil demostrar lo que quieres ser señalando a los que no son como tú que siendo algo por ti mismo.

«El mundo rural es una imagen que se construye continuamente por la ciudad, bien para reafirmarse ella misma, bien por todo lo contrario»

En tus libros entran en juego lo rural y lo urbano. Tu última novela, San, el libro de los milagros, que es una especie de reescritura del mito del buen salvaje a partir de un suceso real, puede leerse desde ese marco. ¿Qué es lo más equivocado que has escuchado en este debate?

No me gusta la tendencia a retratar el mundo rural de una forma tremendista, pero aún menos cuando se lo muestra como un lugar chill-out, con vecinos que se tratan muy bien unos a otros y todo eso. Es una visión propia de un pijo de ciudad que ha ido al pueblo y ha vuelto sin entender nada. En cualquier caso, tengo la sospecha de que cuando los debates surgen en la opinión pública, es que ya están caducos. Y en este caso es evidente, porque el mundo rural como tal ya no existe. Ya no hay nadie joven en los pueblos cuya vida no tenga interdependencias. El mundo rural es una imagen que, como todas, se construye continuamente por la ciudad, bien para reafirmarse ella misma, bien por todo lo contrario. Por eso hay que desconfiar. Ahora bien, sin idealizar lo rural, creo que vivir cerca de la naturaleza es bueno para nuestro espíritu. Al menos para mí lo es. Aunque, insisto, no es una posición moral ni quiero convencer a nadie.

En esa novela el narrador repite a menudo unas palabras que expresan una posición ante el mundo: «Tenemos la voz y tenemos el tiempo. Tenemos todo el tiempo». De algún modo, atrapan tu literatura. ¿La ansiedad contemporánea se cura dándose cuenta de eso, de que un momento, bien mirado, los encierra todos y, en consecuencia, hay tiempo de sobra para todo lo importante?

Sí, creo que un hombre de acción llegará a anciano y se dará cuenta de que su vida ha pasado muy rápido, mientras que a lo mejor un campesino que se ha pasado la mitad de la vida viendo pasar las estaciones sin salir de su valle habrá tenido una vida más larga. El hombre de acción se entretiene, y el entretenimiento es uno de los males de nuestra época. Yo personalmente rechazo eso: busco el minuto larguísimo que se expande y me asoma a la eternidad. Cuando llevas un tiempo meditando ocurren dos cosas: todo se vuelve más luminoso, como si las nubes que tapaban el sol se hubieran retirado, y el campo de visión se amplía, como si tuvieras unos ojos más grandes. La meditación, la buena literatura y la poesía amplían la mirada. A este respecto me gusta contar lo que le ocurrió al maestro Leonard Cohen, cuando empezó a meditar con cincuenta y tantos años. Según contaba, al principio no sentía nada, pero un día vio el sol reflejarse en el faro de un coche que había aparcado frente a su casa y exclamó: «Dios mío, ¡qué dulzura!».

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