Salud

Juana la Loca y el lado tenebroso del síndrome del salvador

Para algunas personas, toda su vida gira alrededor del cuidado de otras. Las cuidan, pero no se ocupan de su bienestar: están atrapados en el síndrome del salvador.

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Ilustración

Francisco Padilla/Wikimedia Commons
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26
abril
2023

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Francisco Padilla/Wikimedia Commons

Es conocido el espeluznante relato que describe a Juana la Loca transportando el cadáver de su joven esposo por las tierras de Castilla, intentando cumplir su deseo de descansar en Granada. Viajaban de noche por deseo de ella, formando un fantasmal cortejo mal iluminado por antorchas mientras entonaban rezos y salmos. Como si fueran espectros arrepentidos ansiando abandonar este mundo.

Tanto si la narración es objetiva como si no, y tanto si Juana I de Castilla estaba o no trastornada de verdad, el romanticismo inherente a esta escena la ha convertido, en el imaginario popular, en el prototipo de persona cuya entrega es tan desmedida que la hace traspasar los límites de lo razonable.

Salvando todas las distancias, es algo similar a lo que sucede en los que padecen el llamado síndrome del salvador. Un fenómeno que ocurre en personas que necesitan sentirse necesarias. Quizá porque así se sienten útiles o porque de esta manera construyen su autoestima. En los casos más extremos tal vez porque, al saberse salvadoras, sienten que se elevan por encima del resto de los mortales. Son personas que ayudan pero no suelen consentir que se les ayude. Aceptan encantadas que se les cuenten problemas pero rara vez cuentan los suyos. En suma, elaboran relaciones desequilibradas nacidas de la necesidad de sentirse valiosos. Una necesidad a veces obsesiva.

La primera norma que hay que respetar a la hora de ayudar es que cuando no se está bien no se debería cuidar de nadie

Es común analizar este síndrome desde el lado del que ayuda porque, en muchas ocasiones, estas personas llegan a olvidarse de sí mismas. Cuidan al otro pero no se ocupan de su bienestar, lo que puede conducir a situaciones de mucho estrés y sufrimiento. Y, paradójicamente, a inhabilitarles, porque la primera norma que hay que respetar a la hora de ayudar es que cuando no se está bien no se debería cuidar de nadie.

Sin embargo, un lado menos explorado, aunque no menos dañino, de este síndrome, es aquel caso en el que quien ayuda solo ve a la persona a través de lo que le pasa. Es decir, por usar una metáfora del mundo médico, se ve la enfermedad pero no a quien la padece. Desde este ángulo no solo se niega a la persona cualquier diálogo que no tenga que ver con su padecimiento, sino que se interpreta cualquiera de sus reacciones como consecuencia de su problema. El alcohólico hace lo que hace porque es alcohólico, cualquier palabra u obra de un divorciado se debe a que está divorciado, y quien tiene cáncer no es sino una marioneta a toda hora controlada por su tumor.

Lo grave aquí es olvidar que los seres humanos somos más, mucho más, que los problemas con los que nos encontramos. Reducir a alguien a lo que le pasa es amputar su humanidad y negarle el derecho a contemplarse, no como un enfermo, sino como una persona que padece una enfermedad. Perspectiva esta que es francamente positiva desde el punto de vista terapéutico.

La razón de este fenómeno hay que buscarla posiblemente en el egoísmo del cuidador, a quien le resulta más cómodo ver al otro a través de un puñado de síntomas, ocultando y olvidando el resto, dado que es muchísimo más fácil lidiar con un trastorno que con una persona con un trastorno. Porque lo segundo obliga a empatizar y a comprometerse, a compartir camino y a sufrir juntos.

Hay otro lado de este síndrome y es cuando quien ayuda fabrica un paradigma completo de vida en torno a la persona que es ayudada. El cuidador se convierte entonces en su consejero para todo. En esta era, en la que tantas veces se confunde opinión con criterio, no resulta raro ver a carniceros dando consejos de nutrición ni a agentes inmobiliarios opinando sobre lo que necesita o no una adolescente rebelde. Esto ocurre porque casi siempre que alguien quiere ejercer de salvador de manera patológica acaba dando con alguien que quiere ejercer de víctima de manera patológica. Y a menudo estas víctimas no buscan una solución, sino una forma de relación. Es decir, un entorno donde alguien les provea de todo tipo de atenciones y cuidados, en general debido a los importantes beneficios que tiene para ellas abandonarse en brazos del otro sin asumir ningún tipo de responsabilidad.

La columnista Katharine Withehorn expresaba el efecto más extremo del síndrome del salvador con esta rotunda sentencia: «Se reconoce a quienes viven para otros por la expresión de angustia en la cara de esos otros». Y es que no hay que olvidar que muchas personas ayudan a otras a mayor gloria de ellas mismas. Los demás, aquellos a quienes dedican tan amorosos desvelos, no son sino el material con el que construyen el camino hacia su supuesta virtud.

Quien sabe, quizá Juana I no enloqueció porque desapareciera el sujeto de su pasión, sino por no poder glorificarse a través de su amor hacia él. Y tal vez este fue el motivo por el cual emprendió aquella pavorosa comitiva, tan descomedida como pueden llegar a ser las conductas de los falsos salvadores en su intento por santificarse a sí mismos.


Jesús Alcoba es director creativo en La Salle Campus Madrid y conferenciante de Thinking Heads.

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