Cultura

Juana I: ¿la Loca?

A lo largo de los siglos, a Juana I de Castilla se le ha diagnosticado desde esquizofrenia a psicosis. Bajo ese pretexto, su padre y su hijo la mantuvieron encerrada casi cincuenta años pero, ¿y si fuera solo una mujer independiente en una época en la que no podía serlo?

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28
noviembre
2019
‘Doña Juana la loca’, de Francisco Pradilla. (Museo del Prado)

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Juana I de Castilla. La primera en reinar en los territorios que juntos conformaron España. Una de las mujeres más poderosas de su tiempo, cuya historia aún sigue cautivando. Una reina que, aunque nunca mostró ni el hambre ni el talento político de su madre, tuvo tiempo para la grandeza. Juana la Loca. De entrada, como apodo, conjura una inmediata escala de fascinación, pero si esa locura es fruto de una pasión delirante, de un amor fou, que llamó Bretón a ese fervor que es vértigo y estrago, el sobrenombre resulta arrebatador. Con él ha pasado a la Historia pero, ¿realmente lo fue?

Buscar una explicación para la conducta de alguien que lleva siglos bajo tierra es, cuando menos, tarea arriesgada, pero cada vez son más numerosas las investigaciones que ponen en entredicho que Juana la Loca mereciese tal apodo, apostando por un análisis de sus actos y decisiones desde una perspectiva más feminista de . De hecho, Cristina Segura, catedrática de la Complutense y autora de Utilización política de la imagen de la reina Juana I de Castilla, concluye que, incluso en sus momentos vitales más críticos, actuó con notable lucidez y lealtad para con los suyos. «Tradicionalmente se ha insistido en sus actos de locura, su suciedad, su no comer o su reclusión. ¿Por qué no su austeridad, sus penitencias?», se pregunta.

Para empezar, ya desde niña dio muestras de indómita conducta. Los historiadores cuentan que se encaraba frecuentemente con su madre, Isabel la Católica, quien dejó escrito que nunca llegó a entenderla ni a dirigirla. Juana se negaba a comer cuando se disgustaba y se resistía a confesarse o a ir a los oficios religiosos, actitud esta última que mantuvo toda su vida. Como tercera en la línea de sucesión de los Reyes Católicos, no estaba llamada al trono, pero sí lo estaba a afianzar el poder geopolítico que ambicionaba su madre. En una alianza estratégica contra Francia, Isabel la promete con el hijo de Maximiliano de Austria, que pasaría a la historia con el nombre de Felipe el Hermoso. Recién cumplidos los dieciséis años, acompañada por quince mil soldados y noventa oficiales, Juana viaja a la corte de los Países Bajos para casarse con él. Su prometido ni siquiera fue a recibirla pero, al conocerla, cuentan que se enamoraron de inmediato. Poco después, él mismo la bautizó como Juana la Terrible.

«Tradicionalmente se ha insistido en sus actos de locura, su suciedad, su no comer o su reclusión. ¿Por qué no en su austeridad o sus penitencias?»

Aunque a ella le duraría de por vida, el fervor de Felipe no tardó en evaporarse. Aprovechando unos coléricos ataques de celos –cimentados en el hecho de que su marido comenzó pronto a retozar con cualquier mujer que se le antojaba– y el ansia de poder que el de Flandes compartía con Fernando el Católico, ambos comenzaron a alimentar la leyenda de que Juana no estaba en sus cabales y que, por tanto, no era apta para ocupar el trono. Curiosamente, Isabel, en vísperas de su muerte en el año 1504, no cedió la regencia de Castilla a ninguno de los dos. Confió en su hija, pese a indicar en el testamento que no reinaría si algo la incapacitaba y a que el temperamento airado de Juana –con tendencia a incurrir en el desacato–también le acarreó numerosos disgustos en los últimos años de su vida.

A la muerte de Isabel, las luchas de poder entre Felipe y Fernando por saber quién asumiría la corona de Castilla se hicieron aún más patentes. El segundo asumió la regencia hasta que ambos llegaron de Flandes, pero Felipe logró el apoyo de la nobleza castellana –para ello, cuentan que quiso destacar la locura de Juana y la obligó a recibirlos a oscuras, pero que ella se mostró lúcida– y consiguió convertirse en rey de Castilla. Aunque por poco tiempo: sin quedar claro si lo finiquitó un virus, un veneno o el colapso al beber un vaso de agua helada tras jugar un partido de pelota, apenas diez semanas después de su coronación, muere el Hermoso. Aunque ya había recibido sepultura en la Cartuja de Miraflores, Juana decide cumplir la voluntad de su esposo, desenterrarlo y llevar sus restos a Granada, como él había dispuesto. Durante meses, la reina no se separó del féretro de su marido y padre de sus seis hijos, y el cortejo fúnebre viajó por tierras castellanas de noche, entre incienso, velas, cánticos y nobles armados.

Esta imagen, mitad espanto, mitad esplendor, asienta la hipótesis de la locura que sus actos habían apuntalado antes. Pero ¿y si, como proponen algunas historiadoras como Milagros Rivera, esta santa compaña fuera fruto de la decisión de Juana de mantener el cuerpo insepulto de su marido, algo que por ley le evitaba un nuevo matrimonio forzado por su padre? Enterrar al Hermoso junto a la Católica garantizaba sus derechos y los de sus descendientes, y ganaba tiempo para que su primogénito, Carlos I (o V, si prefieren) tuviera edad suficiente para reinar.

De hecho, después de tratar de reinar por sí misma en Castilla, alegando su supuesta locura, Fernando la confinó en Tordesillas, un encierro que también evitaba unas segundas nupcias que su padre no deseaba. Pretendientes no le faltaban a Juana, entre otros el díscolo Enrique VII, fundador de la dinastía de los Tudor, cuyo testimonio contradice la leyenda negra: «…aunque su marido y los que venían con ella la hacían loca, yo no la vi sino cuerda». Años más tarde, su hijo Carlos ­se benefició de la inestabilidad mental de su madre para hacerse con los títulos que le pertenecían y asumió el poder en 1516. Sin embargo, Juana nunca fue declarada incapaz por las Cortes de Castilla, por lo que mantuvo el título de reina y aunque ella no ejercieron como tal, oficialmente, ambos correinaron. «La imagen de la loca de Tordesillas era conveniente para justificar su apartamiento del poder. La locura de Juana era una táctica para desautorizarla y para justificar las discrepancias que en algunos momentos de su vida aparecían al entrar en conflicto los dos cuerpos que debía de soportar y que en su caso estaban en conflicto. Para Isabel, la locura justificaba las desobediencias de su hija y su escaso interés por el poder político. Para su marido, era la vía necesaria para llegar al gobierno de Castilla. Para Fernando, la locura de su hija le facilitaba el cumplimiento del testamento de Isabel la Católica y su ejercicio del poder en Castilla», escribe Cristina Segura.

Enrique VII de Inglaterra reconoció que «…aunque su marido y los que venían con ella la hacían loca, yo no la vi sino cuerda»

Durante 46 largos años, la reina permaneció encerrada en Tordesillas, con el beneplácito de su padre primero y de su hijo después. Algunos testimonios de la época denuncian las condiciones en las que mantuvieron a Juana y a Catalina, su hija pequeña nacida ya muerto Felipe, que permaneció allí con ella hasta su matrimonio. Tanto Fernando como Carlos pusieron un gran empeño en justificar el encierro de Juana, además de en borrar cualquier testimonio que pudiera cuestionar su incapacidad mental, algo esencial para justificar que no ocupase el trono castellano. Sin embargo, esas dudas existían entre los adversarios del nuevo monarca. Los comuneros, que no aceptaban que Carlos –que ni siquiera conocía el idioma– ocupase el trono de Castilla, llegaron hasta Juana, pieza fundamental para justificar su revuelta. Ella, con unas intervenciones cuerdas y sosegadas, se dirigió al pueblo con estas palabras: «Yo tengo mucho amor a todas las gentes y pesaríame mucho cualquier daño o mal que hayan recibido». Aunque quisieron demostrar que no estaba loca, la liberaron y lograron cierta respuesta por su parte, no quiso asumir el trono y no lograron que firmase ningún papel. El movimiento comunero fue reprimido y Juana volvió a su encierro.

Durante siglos, la figura de Juana ha sido analizada con gran interés por parte de los historiadores. En el siglo XIX, Gustav Bergenroth fue uno de los primeros en plantear que Juana no estaba loca y que fue víctima de un complot para arrebatarle el trono de Castilla. Aunque pocos dudan de que padecía algún tipo de trastorno –se le ha diagnosticado desde depresión severa hasta esquizofrenia o psicosis, e incluso en vida se planteó que estuviera endemoniada–, la mayoría de las líneas investigadoras apuntan a que las circunstancias en las que vivió influyeron profundamente en un carácter ya inestable desde niña.

Aunque la historia no pueda cambiarse, sí que se transforman los ojos con los que la miramos. Siglos después, lo que desde los libros de texto se nos planteaba como una verdad incuestionable, puede que no lo sea tanto. De hecho, hace unos meses, el Museo del Prado invitaba a actualizar la obra Doña Juana la Loca pintada por Francisco Pradilla en el siglo XIX con una cartela más contemporánea, adaptada a la nueva realidad. Quizá Juana no estaba tan loca y fue víctima de las ambiciones de poder de su padre, su marido y su hijo en un momento en el que la voz de la mujer no era escuchada. Quizá no fue un sujeto pasivo y alienado, sino una mujer responsable de sus decisiones, capaz de construir(se) un espacio propio de libertad que, siglos después, contemplamos con otra mirada.

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