Sociedad
¿Votamos igual que nuestros padres?
Si heredamos a quién votamos de nuestros padres, las razones detrás de ello son mucho más complejas de lo que podría parecer a simple vista. El proceso está lleno de aristas.
Artículo
Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).
COLABORA2023
Artículo
Hace un par de semanas, Ethic publicaba un artículo titulado ¿Por qué votamos lo mismo que nuestra familia?. En él, el autor sugería que, aunque hace décadas el voto enfrentaba a padres e hijos, la separación ideológica entre generaciones se ha ido difuminando a lo largo del tiempo, hasta el punto de que, hoy, el voto emitido por padres e hijos es prácticamente indistinguible. Azares de la vida, ese mismo texto ha llevado a varios periodistas de distintos medios de comunicación a invitarme a participar en sus respectivos programas de radio con objeto de desgranar esta cuestión: ¿votamos igual que nuestros padres? Y, aunque acabo hipotetizando algo similar a lo que ya contemplaba el mencionado artículo, ofrezco un razonamiento más elaborado –no exento de excepciones que también considero– basado en la evidencia empírica más actualizada.
El primer elemento que conviene, cuanto menos, reconsiderar es la premisa de la que emanaba aquel artículo, a saber, que antaño existían diferencias significativas entre el voto de los jóvenes y el de sus padres. Y es que, si hubiera que dotar de la condición de «ley de hierro» a uno solo de los hallazgos de los estudios sociológicos sobre socialización política, ese sería, con probabilidad, el de que los hijos tienden a adoptar la filiación y preferencias políticas de sus padres, cualesquiera sean estas. De hecho, algunos trabajos han demostrado que la ideología y las preferencias políticas –igual que los hábitos de voto– se forman en los primeros estadios de la adolescencia (incluso antes de los 15 años), y que esas preferencias tienden a coincidir con las de sus progenitores (tanto si hablamos en términos generales, de ubicación ideológica, como si lo hacemos de políticas concretas, como las relativa a la inmigración). No solo eso, sino que, además, esa similitud ideológica permea en el tiempo, de modo que los hijos no solo votan igual que sus padres, sino que siguen haciéndolo a medida que van cumpliendo años, en edades más adultas.
Los hijos no solo votan igual que sus padres, sino que siguen haciéndolo a medida que van cumpliendo años
Dicho lo cual, estas teorías clásicas adolecen de un doble problema cuando tratan de conceptualizar la transmisión de preferencias e identidades partidistas de padres a hijos. Por un lado, ignoran la capacidad de estos últimos para desempeñar un papel más activo en este proceso de transmisión y, por tanto, en la configuración de su propia identidad política. Por otro, asumen que los hijos son, en efecto, capaces de identificar la filiación política de los padres. Y esto, como bien prueban Christopher Ojeda y Peter K. Hatemi, es mucho asumir. Estos dos investigadores de la Pennsylvania State University demuestran que casi la mitad de los hijos desconoce la verdadera filiación política de sus padres, lo cual tiene una implicación trascendental para estos autores: los hijos, en efecto, tienen muchas probabilidades de seguir a sus padres y, por ende, de votar lo que creen que estos votan, pero ello no significa que estén votando lo que sus padres realmente votan. Tanto es así que Ojeda y Hatemi estiman en un 20% el porcentaje de hijos que, al tener una percepción errónea de las preferencias partidistas de sus progenitores, apuestan por formaciones políticas distintas a las que reciben el apoyo de sus padres cuando, en realidad, pretendían optar por la misma formación que ellos.
¿Cómo se explica todo esto? En el fondo, es mucho más sencillo de lo que parece. Nuestra capacidad, como hijos, de identificar la filiación política de nuestros padres viene determinada por la fluidez comunicativa que mantengamos con ellos a la hora de abordar asuntos políticos. No obstante, si bien la comunicación nos permite obtener información, en ningún caso es garantía de alcanzar acuerdos. Esto último –nuestro interés, por tanto, en abrazar la estela política de nuestros progenitores– depende de algo tan elemental como la cercanía socioafectiva entre padre/madre e hijo/hija, lo que, por otra parte, no garantiza el riguroso discernimiento de la filiación política paterna. Y he ahí el meollo de la confusión que explica el porcentaje anterior: mientras que la cercanía socioafectiva tiende a caracterizar la relación paternofilial en la mayoría de las familias y, por tanto, impulsa el deseo del hijo a seguir los pasos (políticos) del padre, las conversaciones sobre política no son tan recurrentes en el seno familiar, lo que impide a los hijos identificar con claridad las preferencias políticas de sus padres. En algunos casos, esto se traduce, como avanzaba antes, en un voto inadvertidamente diferente al del padre (cuando no pretendía ser sino su emulación).
Los hijos cuyos padres más se han involucrado políticamente con ellos son los más proclives a abrazar posiciones políticas diferentes
Esto nos cuentan Ojeda y Hatemi. Ahora, ¿por qué hipotetizo yo, como anticipaba al comienzo, que, a pesar de todo, estoy de acuerdo con la afirmación de que el voto de veras se ha ido homogeneizando en el seno de la familia a lo largo del tiempo? Muy sencillo: porque, si es cierto –como parece a la luz de la evidencia disponible– que hoy en día vivimos en sociedades cada vez más polarizadas, resulta lógico pensar que las conversaciones –también las familiares– se han politizado significativamente y, sobre todo, que las preferencias políticas expresadas en esas conversaciones se han tornado cada vez más claras y discernibles (de las preferencias opuestas). Dicho de otro modo, parece cada vez más fácil que los hijos percibamos correctamente la identificación política de nuestros padres, del mismo modo que resulta más complicado que cometamos errores de discernimiento en esa tarea.
Así pues, a la hora de votar –como ha quedado demostrado que hace la mayoría– lo que creemos que votan nuestros padres, resulta más probable que nunca que acabemos votando lo que realmente votan. Es aquí –pero solo a través de este razonamiento– donde coincido con la esencia del artículo que mencionaba al comienzo: los hijos votan de manera cada vez más similar a la de los padres, sí, pero solo porque la mayor facilidad que tienen en un entorno polarizado para distinguir correctamente las preferencias partidistas de sus padres puede haber maximizado la congruencia real entre el voto emitido por ambas partes, sus padres y ellos mismos, respectivamente.
Por supuesto, la cuestión es más compleja y presenta muchas aristas. Los hijos no siempre adoptan la filiación política de los padres. También contamos con evidencia de que los hijos cuyos padres más se han involucrado políticamente con ellos son los más proclives a abrazar posiciones políticas diferentes a las de sus padres al «abandonar el círculo familiar» (dada su mayor predisposición para discutir sobre política y, por tanto, para exponerse a nuevos puntos de vista); de que las redes sociales facilitan la conexión con una pléyade de perspectivas políticas y con un zeitgeist ideológico que puede divergir de las cosmovisiones paternas; y de que los matrimonios políticamente divididos aumentan las probabilidades de que los hijos labren su propio camino ideológico. Esto daría para otro artículo. No obstante, no es imprudente sugerir que sí, que, en general, los hijos votamos cada vez más como nuestros padres. Esto se explica, eso sí, en el marco de los mecanismos desarrollados en este artículo, que esboza un panorama algo más matizado y menos taxativo que aquel que dibujaba el sin duda interesante texto que señalaba al principio.
Javier Martín Merchán es investigador doctoral y profesor del departamento de Relaciones Internacionales de la Universidad Pontificia Comillas (ICAI-ICADE).
COMENTARIOS