Cultura

Perderse en una biblioteca

España es uno de los países de Europa con más espacios en los que acceder a las últimas novedades editoriales y también a los libros de fondo que ya han desaparecido de las librerías. Son lugares para soñar, pensar y educarse, para encontrarse con la palabra escrita y alimentar la necesidad de ideas. No falto de razón, Borges estaba convencido de que el paraíso tenía forma de biblioteca.

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02
marzo
2023

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Así como las personas necesitan un hogar, ciertos animales, madrigueras, casi todas las aves, nidos, y la feligresía, templos, los libros precisan bibliotecas. Las hay nacionales, regionales, locales, universitarias, escolares, científicas y especializadas; virtuales y electrónicas o establecidas en edificios concretos; de archivos, de museos, de centros sanitarios, de institutos, de instituciones de enseñanza superior o de centros de investigación… Son lugares cargados de magnetismo, simbólicos, donde se atesora el capital cultural legitimado en una sociedad. Sin ellas, recordaba Ray Bradbury, no tenemos pasado ni futuro.

Alrededor del globo existen exactamente 2,7 millones de bibliotecas según el Mapa de Bibliotecas de Mundo de la Federación Internacional de Asociaciones de Bibliotecarios y Bibliotecas. Son más que McDonald’s. Asia es el continente que más tiene, con 2 millones –solo India suma 1,5 millones–, seguida de Europa. De las 302.767 bibliotecas europeas, 25.255 son españolas, país al que solo superan Polonia dentro de la Unión Europea y Ucrania fuera de ella.

Las bibliotecas públicas son puertas de acceso al conocimiento y la cultura. Resultan indispensables porque sus recursos y servicios permiten aprender, soñar y pensar. Es decir, avivan nuevas ideas y propuestas vitales para conseguir una sociedad innovadora, capaz de enfrentarse a las contingencias y a los retos de futuro. También son básicas porque custodian los conocimientos acumulados por las generaciones pasadas. Sin bibliotecas, sería imposible avanzar en la investigación, en lo artístico o en lo social. Son espacios igualitarios, soberanos e inagotables. Crean, además, comunidad. En Egipto, a las bibliotecas se las llamaba «el tesoro de los remedios del alma» porque curaban la ignorancia, la más peligrosa de las enfermedades y el origen de todas las demás.

Borges siempre imaginó que el paraíso sería algún tipo de biblioteca. Al fin y al cabo, son espacios en los que preside el silencio, se activa la interacción dinámica con el pensamiento y donde uno estudia, disfruta, imagina y siente. «Llevo más de veinte años siendo usuaria», explica Laura Orgaz en la Biblioteca Pública Municipal de Eugenio Trías, en Madrid. «Al principio iba para concentrarme en mis estudios y poder ampliar el temario, pero después me acostumbré al silencio, a esa sensación de que tienes al alcance de la mano cualquier buen libro, y todas las mañanas de los sábados vengo a leer el periódico y mi libro en préstamo», añade.

En Egipto, a las bibliotecas se las llamaba «el tesoro de los remedios del alma» porque curaban la ignorancia

De naturaleza independiente, no adscritas a otras entidades –como colegios oficiales, facultades o institutos– hay en España 4.582 bibliotecas públicas, que contienen más de doce millones de libros; el 96% de ellas está gestionado por la Administración local, sobre todo Ayuntamientos. Su número de visitantes asciende a cerca de 15 millones y el de usuarios activos a más de medio millón, según datos del Ministerio de Cultura y Deporte. El año pasado se realizaron casi ocho millones de préstamos. «Para quienes necesitamos leer, para los amantes de la lectura, las bibliotecas públicas son tan necesarias como el pan», reconoce Rafa Gutiérrez, asiduo a la Biblioteca Pública José Luis Sampedro, en la capital. «Es imposible comprar cada libro que leemos –en mi caso, dos por semana– y, además, tener un límite temporal para leer cada ejemplar es un aliciente», cuenta. El entramado de bibliotecas públicas funciona como el sistema neural del cerebro: la información fluye, se comunica, se comparte, se multiplica. El «préstamo intercentros» permite acceder desde cualquier biblioteca participante de la red a libros procedentes de otros centros integrados.

«A mí me parece un trabajo maravilloso, desde recibir las novedades, colocarles el tejuelo [la signatura que se coloca en el lomo], sellar los préstamos y, sobre todo, hablar con los usuarios», reconoce Isabel González, que lleva trabajando entre libros 27 años. «Los jóvenes suelen ser menos habladores, pero a partir de los 30 ya te cuentan sus impresiones sobre las lecturas, te piden consejo… Podría escribir un libro sobre anécdotas y se convertiría en un superventas porque se ve de todo… Imagínate que, hace mucho tiempo, vino una adolescente con un libro y sacó su monedero porque quería ¡pagarlo! ¡Pensaba que en una biblioteca se compraban libros!», rememora.

Las bibliotecas son también espacios especiales. Algunas llegan a provocar el síndrome de Stendhal más intenso, como la del Congreso de Estados Unidos –la más grande del mundo con su ingente colección de libros, mapas, manuscritos, fotografías, películas, grabados y dibujos–, el Real Gabinete Portugués de Lectura –con sus fastuosos ornamentados en estilo neomanuelino en Río de Janeiro–, la de Estocolmo –con su imponente edificio cilíndrico– o la Real Biblioteca del Monasterio del Escorial –con sus frescos, sus incunables y su emplazamiento–. La recién inaugurada biblioteca pública de Oslo ofrece 450.000 ejemplares, pero también cafetería, restaurante, sala de cine o estudios de grabación en un espacio inmenso.

Un poco de historia bibliotecaria

Aunque la construcción de la que podría considerarse la primera biblioteca del mundo –edificada en Nínive, cerca del actual Irak, y que guardaba 1.500 tablillas de arcilla– se debe al rey asirio Asurbanipal en el siglo VII a. C., Julio César fue el promotor de las primeras bibliotecas públicas.

Rafa Gutiérrez (lector): «Para los amantes de la lectura, las bibliotecas públicas son tan necesarias como el pan»

La legendaria Biblioteca de Alejandría, del 330 a. C., contenía 700.000 rollos de papiro con lo más selecto del conocimiento griego. Ardió a manos cristianas en el año 640 d. C., como le pasó también a parte de la Biblioteca de Letrán por orden de un papa, Gregorio I. No fueron las únicas que sucumbieron ante el fuego. También lo hicieron la del Cairo, la de Trípoli, la de Constantinopla o, más reciente, la de Sarajevo. Estas piras funerarias recuerdan que los libros amedrentan. La memoria colectiva todavía rememora las hogueras públicas –como autos de fe renovados– características del III Reich, donde miles y miles de libros quedaron reducidos a ceniza.

En España, la de Alfonso X el Sabio —inaugurada en 1254 y ubicada en la Universidad de Salamanca— fue la primera biblioteca universitaria de Europa. Las bibliotecas públicas españolas derivan de la desamortización de 1835. Un año después se crearon las provinciales, encargadas de catalogar archivos, bibliotecas, pinturas «y demás enseres que pudieran ser de utilidad a los institutos de ciencias y artes» para su conservación. Salvo un porcentaje muy pequeño proveniente de compras, donaciones o ingresos por depósito legal, los libros de estos nuevos centros procedían de conventos y monasterios; es decir, tenían temática religiosa o bien estaban muy desactualizados. Nada más lejos de lo que ocurre ahora.

Según datos de la Federación de Gremios de Editores de España, cada español lee de media una docena de títulos anuales. Madrid, Navarra y País Vasco son las comunidades más lectoras, frente a las menos entusiastas Andalucía, Canarias y Extremadura. Saber qué leen es más complejo porque, como afirma la nobel de Literatura Doris Lessing, «la biblioteca es la más democrática de las instituciones, porque nadie en absoluto puede decirnos qué leer, cuándo y cómo».

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