Sociedad

La literatura, ¿un placer?

La visión del filósofo Adorno era clara: si un producto artístico procuraba placer, este debía ser necesariamente malo. Nietzsche, en cambio opinaba exactamente lo contrario, llegando a afirmar que «hay espíritus que enturbian sus aguas para hacerlas parecer profundas». ¿Debemos, entonces, guiarnos por el placer al elegir nuestros libros?

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05
diciembre
2022
‘The Dialectician’ (1911), por Moriz Jung.

Existe una forma de interpretar el arte (y no solo el arte) que tiende a considerar toda obra entretenida o placentera como necesariamente mala. Una perspectiva que entiende que toda obra literaria de alta calidad debe ser necesariamente pesada y poco «divertida». Esta es la visión que tendría un maestro en estética como Adorno, así como un gran novelista como Norman Mailer. Y no cabe duda que el discurso artístico se ha visto imbuido de tal principio, muy especialmente desde finales del siglo XIX hasta la actualidad, estableciendo un cisma radical entre el arte popular (o de masas) y toda producción de alta cultura, dirigida a minorías selectas, sutiles y sumamente refinadas. Los seguidores de Adorno entendían que un producto artístico que aportaba placer era necesariamente malo, ya que su función era meramente hedónica y atendía a necesidades humanas superficiales (y que, por tanto, la hacía carente de un discurso profundo). Según afirmó Adorno en una frase lapidaria: «Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie»; para el filósofo, de un mundo injusto y brutal solo habrían de surgir formas artísticas coherentes con tal realidad.

Pero semejante fórmula parece contraria a las evidencias empíricas. ¿Es Nietzsche un mal filósofo por el hecho de escribir bien y de modo claro, al tiempo que sus libros son leídos con placer por ingentes números de lectores? ¿Es El Quijote de Cervantes una mala obra de arte por el hecho de divertir al lector y ser hilarante por momentos? En ambos casos, la respuesta parece más que obvia: se trata de creadores de obras literarias incuestionables y capaces de proporcionar un profundo placer a los consumidores de las mismas.

Borges: «Si hay un libro tedioso para ustedes, no lo lean. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad»

Por otro lado, es evidente que un libro mainstream puede resultar atractivo a muchos lectores a pesar de ser malo, insustancial e incluso absurdo. Los ejemplos son innumerables, constituyendo de hecho gran parte de los libros incluidos en las listas de best sellers. No es accidental: en muchos casos, editores y agentes literarios animan a escritores a que simplifiquen su discurso al máximo con la intención de que su producción literaria llegue a un mayor número de personas. Una simplificación que puede tener efectos profundamente nocivos sobre el producto final, que habrá de prescindir de sutilezas varias que para muchos consumidores resultarían confusas o difíciles de entender.

No obstante, puede que el error sea sencillamente no concebir la lectura como un placer. Así lo defendía el propio Borges en 1979. Para él, hedonismo y arte no estaban reñidos: «Si un libro es tedioso para ustedes, déjenlo; aunque ese libro sea el Paraíso Perdido o el Quijote. Si hay un libro tedioso para ustedes, no lo lean; ese libro no ha sido escrito para ustedes. La lectura debe ser una de las formas de la felicidad».

Cuanto peor, ¿mejor literatura?

Suele ser habitual que ciertos creadores confundan la realización de «arte pesado» con la posesión de talento o la producción de obras de alta calidad: como a menudo los discursos inteligentes son difíciles de comprender, una persona sin especial talento puede tratar de desarrollar un discurso poco claro con la intención de apropiarse de modo ilegítimo de una dignidad como artista, músico o pensador de gran nivel. Tal fenómeno ha tenido lugar por lo menos desde principios del siglo XIX, como ocurrió en el caso del idealismo alemán o los filósofos posmodernos del siguiente siglo en Francia, pero también ocurre en el caso del arte contemporáneo, la música experimental o parte del cine de autor. Aburrir intencionalmente al consumidor de una producción artística o mover mucho la cámara durante la filmación de una película no convierte automáticamente al sujeto en cuestión en alguien inteligente o rebosante de talento. Que un producto sea difícil de digerir no lo vuelve de forma inmediata en una gran obra. Tal enfoque respondería tan solo a un manierismo –un estilo surgido en el siglo XVI y caracterizado por la abundancia de formas difíciles y poco naturales–, a un juego meramente formal al alcance de cualquiera.

Tal como señaló Schelling en la primera parte del siglo XIX, los filósofos alemanes «se habían alejado poco a poco, cada vez más, de lo que es generalmente inteligible, […] y este alejamiento llegó a convertirse por fin casi en la medida de su talento filosófico». O lo que es sostenido habitualmente: un filósofo parece más estimado, en ocasiones, cuanto más difícil resulta de comprender. Como es natural, cualquier persona, talentosa o no, puede escribir de modo incomprensible. Cuando una forma de escritura resulta incomprensible para el lector, esta se deberá a un defecto no de aquel que mira, sino de aquel que produce dicho texto. Así, Hegel llegó a decir en referencia a la complicada terminología kantiana, que «muchas personas consiguen adueñarse de este lenguaje, y entonces el secreto se descubre: detrás de ese espantajo se ocultan pensamientos muy vulgares».

Decía Nietzsche que las almas profundas buscan la luz, mientras «hay espíritus que enturbian sus aguas para hacerlas parecer profundas». Una cita que sintetiza perfectamente el núcleo de esta cuestión: no por mucho dificultar el discurso es mejor una obra, sino precisamente al revés (siempre y cuando no se vea degradado su contenido). Y, por supuesto, esto no la vuelve peor, sino al revés: más disfrutable (o, si se prefiere, más placentera).

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