Cultura

La persistencia del orden alfabético

¿Cuántos libros existen que hablen sobre los libros y las librerías? De esta pregunta nace, ‘Desde el ojo del huracán’ (Ariel), un libro de Marina Sanmartín que realiza un recorrido personal sobre la historia de las librerías.

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13
julio
2023

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Dos importantes edificios se construyeron en Alejandría por aquellos días: el faro y la biblioteca. Si fuéramos realmente viajeros en el tiempo, desde lo alto del faro imagino que podríamos contemplar con una panorámica de 360 grados el pasado y el futuro del libro en todo su esplendor, como si la ciudad fundada por Alejandro Magno, inmersa en el bullicio intelectual propio de aquel periodo de descubrimiento, fuera el centro de un curioso sistema solar que mantuviera en órbita, entre otras muchas cosas, al libro que precedió al libro tal y como lo conocemos.

Ya sabemos que las tablillas tomaron el relevo de la roca. Hubo una vez, en Nínive, una biblioteca que reunía más de 22.000 tablillas cuneiformes de arcilla, la Biblioteca de Ashurbanipal (668-627 a. C.), el último gran rey de Asiria. Luego, los rollos de papiro tomaron el relevo de las tablillas.

Los egipcios descubrieron el uso del papiro para la escritura y, muy pronto, los griegos y los romanos lo adoptaron también, así fue como se convirtió en el protagonista absoluto de la Antigüedad clásica, el soporte de una miríada de historias que, en su mayoría, no han llegado a nuestros días, pero cuya gestación, difusión y acogida fue el germen de todos los comportamientos y reacciones buenas y malas en torno a la escritura como herramienta de difusión para ficciones e ideas: en el siglo v a. C., las librerías de Atenas fueron mencionadas por primera vez en las comedias y, también en ese mismo lapso de cien años y en el mismo lugar, se produjo una de las primeras quemas de libros, la de la obra de Protágoras, que ardió en la plaza de la polis para que todo el mundo viera el fuego; en el 323 a. C., Alejandro murió en Babilonia, se dice que con la Ilíada entre las manos —la obra de Homero podría considerarse el primer best-seller del que tenemos noticia—… y, en algún momento del siglo III a. C., tal era la importancia conferida al conocimiento, que al diseñar Arquímedes para Hierón II el barco más grande de la Antigüedad incluyó en él una biblioteca; casi paralelamente, a Calímaco de Cirene se le ocurrió que el mejor sistema para organizar otra, la de Alejandría, era el orden alfabético. Esta revolucionaria decisión tuvo tal impacto que el orden alfabético sigue siendo hoy el sistema preferido de los bibliotecarios y los libreros…, aunque no es el único.

El orden alfabético sigue siendo hoy el sistema preferido de los bibliotecarios y los libreros, aunque no es el único

Existen los llamados «itinerarios emocionales», el orden cronológico, la colocación por editoriales, incluso por colores o por signatura topográfica —basta con asomarse a la librería Finestres, en Barcelona, a París-Valencia, en Valencia, o a La Central de Callao, en Madrid, para comprobar que cada librería es un universo con unas reglas propias e inimitables—, pero no hay nada más fácil que decir «de la A a la Z», ni nada más ineludible, porque el orden alfabético es como el bronquiolo con el diámetro más microscópico del sistema respiratorio.

Hace muchos veranos, cuando mi hermana y yo apenas habíamos dejado de ser unas niñas, recibimos el permiso de mi padre para organizar su caótica reserva de libros, que por aquella época crecía constantemente porque tenía la costumbre de visitar todos los fines de semana las librerías del centro de Valencia y volver a casa con un par de novedades de ensayo o literatura contemporánea que nadie más leía y al librero le costaba encontrar. ¿Quién nos iba a decir que aquella experiencia no era más que un preámbulo de las dinámicas que marcarían nuestras vidas —mi hermana también es librera— para siempre?

Roberto Calasso escribió una vez que una biblioteca privada tiene un carácter de «involuntaria confesión» y el hecho de aventurarse a ordenarla «puede remover las aguas más profundas». La biblioteca de mi padre, aunque él no lo sabía —esas cosas no se piensan—, reflejaba su mente, era (es) como un boceto a carboncillo siempre inacabado y en construcción de su extraño mundo interior, al que nunca tuvimos acceso por completo, pero sí pudimos entrever asomándonos a los títulos que devoraba y luego comentaba con pasión cuando bajábamos a comer al Piko’s Bar los domingos: David Leavitt, Tahar Ben Jelloun, Álvaro Pombo, Ha Jin…, dar con autores de culto o editoriales poco conocidas lo hacía sentir orgulloso.

Hay dos cosas que le otorgan al libro un plus de dignidad y refuerzan su carácter de llave mágica: el polvo y las dedicatorias

Internet aún quedaba lejos, así que Ana y yo compramos un pequeño archivador verde, que aún hoy va a la deriva por la casa, y un par de paquetes de fichas de cartulina en las que fuimos catalogando con paciencia cada ejemplar. A esta tarea dedicamos varias tardes, todas ellas calurosas. El despacho de mi padre tenía las paredes forradas de estanterías de madera oscura que llegaban hasta el techo y los libros leídos tiempo atrás, inmóviles durante meses e incluso años, nos llenaban las manos de polvo al rescatarlos. No estaban muy sucios, pero sí dormidos; descansaba sobre ellos esa lámina de bruma que suaviza el tacto y predispone a quien los despierta de su descanso a una actitud de respeto. Hay dos cosas que le otorgan al libro un plus de dignidad y refuerzan su carácter de llave mágica: el polvo y las dedicatorias. Y la biblioteca de mi padre contaba con ellas.

Él tenía la costumbre de dedicarse los libros a sí mismo, olvidando retazos de su propia biografía en la antesala de los relatos que otros habían escrito. Lo hacía a lápiz, en la esquina superior o inferior de una de las portadillas en blanco, a menudo con mayúsculas y con pocas palabras. No sé si para Ana, pero para mí leer aquellas escuetas notas, de caligrafía clara pero a menudo de significado incomprensible, resultaba adictivo, y con los años, al visitar con mi amigo el escritor y librero Iñaki Echarte, con quien trabajé en la Gran Superficie de Callao, las librerías de segunda mano de Madrid, convertí en un ritual detenerme tanto en los títulos impresos en los lomos de los ejemplares «abandonados» como en las dedicatorias que con frecuencia escondían en su interior.

Ana y yo trabajamos sin descanso, y el pequeño archivador verde se fue llenando de fichas ordenadas de la A a la Z, por autor. Ninguna de las dos habíamos oído hablar de Calímaco.


Este es un fragmento de ‘Desde el ojo del huracán‘ (Ariel), por Marina Sanmartín.

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