Opinión
Los hunos (y los hotros)
Ortega dejó escrito que considerarse de derechas o de izquierdas es una muestra de hemiplejía moral. Tendríamos que certificar entonces, un siglo más tarde, que seguimos viviendo en sociedades afectadas por cierta parálisis corporativista.
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La máxima latina divide et impera («divide y domina» o «divide y vencerás» en su versión más popular) es un clasicazo, todo un hit de esas estrategias de poder que van de Julio César a Maquiavelo y de Napoleón a Carl Schmitt. Este último subrayó una característica para él esencial y específica de la política, la distinción entre amigo y enemigo, que el liberalismo atenúa y sustituye por un espacio en principio reacio a la guerra, un espacio para la discusión, la deliberación y la competición de ideas. Una de las preocupaciones más latentes en las democracias liberales es cómo, crisis tras crisis, aumenta el voltaje de la polarización y se erosionan la convivencia y los principios de un sistema cuyo ilustre lema, iconografiado gracias al famoso cuadro de Delacroix, es «libertad, igualdad y fraternidad». Aunque la polarización es un fenómeno global, inseparable de las pulsiones populistas, podría decirse que España tiene una tradición cainita con el certificado ultra-plus de Aenor.
Julián Marías advertía en sus Meditaciones sobre la sociedad española escritas en pleno exilio interior que la clave, tras la muerte del dictador, sería «organizar el pluralismo». Posiblemente, y a pesar del éxito con que la democracia se consolidó en nuestro país –Sergio del Molino en su estupendo último libro reivindica con esa audacia tan suya que «quizá empecemos a apreciar ser hijos de la transición más que nietos de la guerra civil»–, la búsqueda de ese ideal de pluralidad sigue siendo el talón de Aquiles de España y de cualquier democracia moderna.
«La búsqueda de ese ideal de pluralidad sigue siendo el talón de Aquiles de España y de cualquier democracia moderna»
Ninguna conquista es para siempre, ni siquiera ya para quien se hace funcionario en el país del vuelva usted mañana. En cualquier caso, como advierte David Jiménez Torres en esta misma revista, conviene no confundir la polarización con la crítica y la oposición, sin las cuales, ya sabemos, los dispositivos de control democrático quedarían simplemente desactivados. No nos vaya a pasar como al tipo de esa genial viñeta de Daniel Gascón que protestaba: «Si todos pensarais como nosotros, no tendríamos este problema de polarización».
Paradójicamente, las redes sociales y plataformas tecnológicas como Twitter provocan también el alejamiento del otro y, si me permitís el tono grave, su deshumanización. Esta tendencia agudiza la atmósfera de crispación, seduciéndonos, atrapándonos, conduciéndonos al hartazgo. Hay, por otro lado, una inercia torcida en el nacimiento y desarrollo de los partidos políticos que Hannah Arendt explica en Los orígenes del totalitarismo. Estos surgen para defender los intereses de una determinada parte (ya sean los obreros metalúrgicos que velan por sus derechos más básicos o los propietarios de tierras que no quieren ser arbitrariamente expoliados). Sin embargo, a esos intereses parciales se les arropa pronto con una filosofía política que aspira a universalizarse y corre, por tanto, un riesgo muy elevado de convertirse en un dogma o sabotaje dirigido a las masas. Parece difícil en verdad que uno encuentre ahí, en unas ideologías que podríamos decir que son parciales y doctrinarias por naturaleza, la horma de su zapato. Y, sin embargo, qué papel tan acusado juegan éstas en la identidad de tantas y tantas personas. Cuánta soledad sienten algunos sin su enemigo.
Cómo entender, si no, el fenómeno de la posverdad y esas fábricas de noticias falsas, que se abastecen de una realidad delirante: la predisposición del individuo a aceptar una mentira siempre y cuando haya sido facturada por los suyos, por su bando, por los hunos y no por los hotros. Ortega dejó escrito que considerarse de derechas o de izquierdas es una muestra de hemiplejía moral. Tendríamos que certificar entonces, un siglo más tarde, que seguimos viviendo en sociedades afectadas por cierta parálisis corporativista. Los partidos que tradicionalmente ensanchaban el centro –aunque fuese para ganar las elecciones– cada vez parecen más contagiados o vulnerables ante el populismo, y cuando surge una propuesta política que combina ideas progresistas y liberales sus afiliados acaban militando en las filas del ostracismo (no sin antes sufrir los delirios dogmáticos de unos dirigentes que habían surgido de la reivindicación del consenso y del sentido común). En esto que Arias Maldonado llamó certeramente la democracia sentimental lo que nos pone como motos son los maximalismos, cuando no las pasiones bajas: «alerta antifascista», «comunismo o libertad». Un reciente estudio de la consultora LLYC incluso advierte que la crispación activa nuestra dopamina y acaba causando adicción. Los laboratorios demoscópicos, desde luego, tienen clara la fórmula: polariza y vencerás. ¿Será verdad al final eso de que solo hay dos Españas porque con tres la gente se hace un lío?
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