Opinión

Los daños colaterales de la inflación

En el arranque de 2023, ha llegado el momento de enfocar cómo habría que enfrentarse a la inflación y paliar sus efectos, que –si la historia ha enseñado algo– son siempre negativos. Una política monetaria, implicar a la sociedad o una apuesta por las subvenciones son los tres grandes métodos que los Estados han ido usando para navegar las turbulentas aguas inflacionistas.

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02
febrero
2023

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Es un axioma corroborado por la historia que ningún problema económico produce efectos políticos tan desestabilizadores como la inflación. Impresiona repasar la lista de los Gobiernos que cayeron víctimas de una escalada sostenida de los precios. Pero impresiona aún más leer un poco de historia y establecer la relación directa entre la inflación descontrolada (hiperinflación) y algunas grandes calamidades: guerras, dictaduras o, simplemente, colapso del Estado.

Es ya un clásico el análisis de que en el origen de la emergencia del nazismo y de la Segunda Guerra Mundial estuvieron las sacudidas inflacionistas de la gran crisis de los años 20 y primeros 30 del pasado siglo, que afectaron de forma particularmente cruel a la frágil República de Weimar. No es exagerado sostener que Hitler llegó al poder a lomos de la ira del pueblo alemán por la hiperinflación de los años anteriores, asociada a la desastrosa gestión de la posguerra por parte de los vencedores de la primera Gran Guerra del siglo XX.

La inflación sostenida no solo destruye los equilibrios políticos y compromete los fundamentos del sistema. Además, corroe los hilos de la cohesión social, actúa como el agente más poderoso de la desigualdad, depaupera y encoleriza a las clases medias, atiza los conflictos sociales, hace reaparecer el espectro de la pobreza y el hambre en los más vulnerables e inocula en el ánimo colectivo el veneno de la inseguridad y la incertidumbre. Seas empresario, trabajador, pensionista o transeúnte, pocas cosas pueden resultar tan crispantes en una economía de mercado como desconocer cuál será el valor de tu dinero dentro de una semana. Si además eres pobre o habitas en la precariedad, afrontas directamente una catástrofe vital. La inflación es una maldición para la convivencia y una bendición para los populismos destituyentes (valga la redundancia).

«La inflación sostenida corroe los hilos de la cohesión social, actúa como el agente más poderoso de la desigualdad, atiza los conflictos e inocula el veneno de la inseguridad y la incertidumbre»

Por expresarlo en términos clínicos: el desempleo persistente –sobre todo si se cronifica, como sucede en España– produce sobre el organismo socioeconómico el efecto de una mutilación. Una crisis financiera como la de 2008 puede provocar un infarto, del que se sale o no en función de la rapidez y eficiencia con la que se actúe. Pero la inflación es un tumor maligno que amenaza con desarrollar metástasis y extenderse mortíferamente al organismo entero.

Existen tres formas básicas de enfrentarse desde la política al ataque de la inflación. La primera se basa en hacer a la sociedad copartícipe del diagnóstico y del tratamiento. Parte necesariamente del reconocimiento adulto de que la inflación empobrecerá inevitablemente a todos y conduce a concertar un reparto equitativo de los sacrificios. En eso consistieron los Pactos de la Moncloa de 1977; hoy se ha dado en llamar «pacto de rentas». Naturalmente, exige un alto grado de madurez de las fuerzas sociales y de lealtad responsable de las instituciones y los partidos políticos. Sería la aproximación preferida por un socialdemócrata consecuente.

La segunda consiste en fiarlo todo a la política monetaria mediante el enfriamiento de la economía y la subida de los tipos de interés, combinada con restricciones a los aumentos salariales y, para atenuar el castigo social, rebajas fiscales que el Estado puede permitirse gracias a la recaudación extraordinaria que la propia inflación le proporciona. Es medicina de caballo, una receta ortodoxa típicamente neoliberal: quizá eficaz, pero dolorosa y con secuelas difíciles de cicatrizar.

La tercera es la socialpopulista: utilizar la crecida recaudatoria para abrir a tope el grifo de las subvenciones más o menos indiscriminadas, con el fin de camuflar el impacto de la inflación y, de paso, tejer una red de dependencias clientelares. Suele ir acompañada de diversos juegos malabares con las estadísticas oficiales. Quizá sea la más rentable electoralmente en el corto plazo (el kirchnerismo es un ejemplo), aunque, clínicamente, sea un desastre asegurado: alivia momentáneamente los síntomas, pero, lejos de sanar, agrava el mal de origen. Me gusta llamarla también «solución Mary Poppins» (recuerden: A spoonful of sugar helps the medicine go down o, como se tradujo en España, «con un poco de azúcar esa píldora que os dan bajará mejor»).

Dejo a la inteligencia del lector la tarea de poner nombres y apellidos a cada una de estas vías.

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